Quizá uno de los datos más sorprendentes de la realidad política del presente sean los resultados de las encuestas que le otorgan al oficialismo al menos un tercio de los votos. Los analistas explican, con la fuerza de los números, que se trata del núcleo histórico antiperonista, del conservadurismo duro que siempre estuvo allí y sigue creyendo en la Argentina proveedora de materias primas e importadora de todo lo demás, y para quienes no tiene mayor importancia que otra porción igualmente importante de la población se quede afuera de este esquema económico, es decir afuera de los beneficios de la civilización.
Lo que sorprende especialmente es la fuerza ideológica de ese núcleo duro de votantes. Sobre estos números, el objetivo oficial es continuar demonizando a la oposición siguiendo el esquema anterior al renunciamiento histórico de CFK, es decir continuando con el mix de causas armadas, fechas judiciales en concordancia con el calendario electoral más amplificación y blindaje mediáticos. La apuesta es sencilla: avanzar hacia todo o nada en el partido del balotaje. La creencia oficial es que la prédica activa de tantos años en contra del “populismo” continúe siendo exitosa como en 2015 a pesar del nuevo, preanunciado y estrepitoso fracaso económico del modelo neoliberal, con números abrumadores de caída de la actividad económica y aumento de la pobreza y del hambre. Es difícil entender que defienden en su fuero íntimo quienes continúan apostando a este esquema. Lo decimos por ellos: defienden la desigualdad, la exclusión y la subordinación al capital de los países centrales.
La primera conclusión del proceso reciente es que volvió a quedar demostrado que la economía argentina no puede crecer solamente sobre la base de la exportación de recursos naturales. Vale recordar que a comienzos del actual gobierno se hablaba de un presunto plan de desarrollo, el llamado “Plan Australia”, país que posee la mitad de la población argentina y el triple de recursos naturales, es decir seis veces más recursos naturales per cápita. Se insistía en esta visión regresiva a pesar que aquí el modelo agroexportador se agotó cuando el recurso de expandir la frontera agrícola comenzó a proveer recursos proporcionalmente inferiores al crecimiento poblacional. Luego, las guerras mundiales y la crisis del 30 hicieron el resto, al tiempo que brindaron la oportunidad para iniciar la industrialización sustitutiva. Que una porción de las clases dominantes locales haya creído que los cambios tecnológicos en el agro más Vaca muerta permitirían revivir el supuestamente armónico viejo régimen oligárquico del modelo agroexportador revela no sólo que no se hicieron los números, sino una profunda miopía. También evidencia la creencia de estos sectores en que la historia podía simplemente retrocederse y que sería posible convencer a la mayoría de la población que vivir mejor era una fantasía. No son elucubraciones, lo escrito fue dicho explícitamente por los funcionarios cambiemitas.
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Crease o no, sobre la base de esta visión el régimen macrista se dedicó a desarmar el entramado industrial, destruyendo cerca de 150 mil empleos de calidad, así como al sector de ciencia y técnica, en favor de la zoncera de la especialización en base a las ventajas comparativas en el comercio internacional y de la mano de la apertura indiscriminada en un mundo que se volvía proteccionista. Si se exceptúa la última dictadura, cuesta encontrar en la historia local regímenes tan a contramano de los tiempos. Sería realmente insólito que un gobierno que apenas se impuso por dos puntos en el balotaje de 2015 vuelva a ser reelecto luego de cuatro años de destrucción en todos los frentes, desde el aparato de Estado a la sociedad civil, a lo que debe sumarse la que seguramente será la peor de las herencias, la reconstrucción acelerada del endeudamiento en moneda extranjera. Sin embargo, también es cierto que para su reelección el oficialismo contará con algo que en 2015 no contaba, las cajas del Estado nacional y de la provincia de Buenos Aires más el control de la agenda pública.
Sólo al FMI habrá que pagarle 22,2 mil millones de dólares en 2022 y 23,4 mil millones en 2023
Pero cualquiera sea el próximo gobierno deberá afrontar la pesada herencia de estos cuatro años. Para un gobierno popular será necesario reconstruir salarios y reparar la destrucción productiva, pero también, al mismo tiempo, estabilizar el tipo de cambio y la macroeconomía en un contexto en que ya no se dispondrá de dólares ni propios ni de deuda. Si tan cerca como en 2015 se hablaba de recurrir al endeudamiento transitorio para financiar el desarrollo de la estructura productiva y reducir hacia el futuro la escasez de divisas, ahora no sólo ya no estará disponible esa posibilidad, sino que se vienen cuatro años de fuertes vencimientos de deuda. Sólo al FMI habrá que pagarle 22,2 mil millones de dólares en 2022 y 23,4 mil en 2023. Si se consideran la totalidad de obligaciones en moneda extranjera se tienen, siguiendo un cálculo conservador realizado por el investigador Pablo Manzanelli, 23,5 mil millones de dólares en 2020, 30,4 mil en 2021, 42,5 mil en 2022 y 33,8 mil en 2023, es decir, más de 130 mil millones de dólares en 4 años sólo de vencimientos. A este panorama el gobierno del próximo período deberá sumarle reservas internacionales del Banco Central seguramente raleadas, ya que el único plan de Cambiemos para llegar al fin de su mandato es, precisamente, sostener el precio del dólar liquidando reservas, una tarea para la que recibió la autorización de su principal financista de campaña, el FMI. Se trata del mismo organismo que dice que no previó (otra vez) la magnitud de la crisis argentina, un reconocimiento que en cualquier “organismo serio” debería significar el raleo, por lo menos, de su staff técnico. ¿Resulta creíble que un organismo multilateral preste 57,6 mil millones de dólares sin contar con una evaluación correcta de la situación real de su nuevo acreedor?
Pero más allá del Fondo y su rol histórico de socorrista de última instancia para financiar la salida de los capitales especulativos, los números indican que el próximo gobierno, en el mejor de los casos, no tendrá dólares y deberá refinanciar los vencimientos de deuda. Al mismo tiempo deberá cuidar los dólares disponibles y generar dólares nuevos. Es impensable que no se reestablezca la obligatoriedad de liquidar exportaciones y que no se regule la libre movilidad de los capitales especulativos. Luego, la nueva pregunta del millón es si habrá una corrida antes o después de que finalice el actual período de gobierno. Una corrida que aumente el dólar a 60 o 70 pesos cambiaría radicalmente el panorama, fundamentalmente porque dispararía la relación deuda/PIB obligando a acelerar la renegociación de pasivos para evitar una cesación de pagos. Pero además, una nueva devaluación significaría también una bomba sobre la estabilidad macroeconómica y el nivel de actividad. De esta inestabilidad intrínseca dados los condicionamientos surge como indispensable la idea de un pacto social para recomponer lentamente los salarios. Dicho de otra manera, aun antes de comenzar a discutir el contenido de un futuro plan económico, por ejemplo discutir si los estímulos serán más por el lado de la demanda o de la oferta, si más salarios o más créditos a sectores industriales exportadores elegidos, o un mix posible entre ambos, ya pueden predecirse medidas que caen por su propio peso, es decir que serán impuestas por la fuerzas de las nuevas restricciones. Y todo esto sin hablar todavía ni de impuestos, ni de déficits, ni de modelo de desarrollo de largo plazo, una tarea difícil cuando ni siquiera se sabe exactamente qué economía encontrará la nueva administración en su primer día.