En los barrios populares del país la situación está al límite. Sin el Estado no se puede, y sólo con el Estado no alcanza. Ahí están los militantes sociales, las organizaciones populares, los vecinos que se cuidan y protegen entre ellos.
Las mujeres aguantan los comedores y merenderos. Con poco, estiran lo que tienen para que nadie se quede sin una vianda de comida. Invisibles, sostienen un trabajo urgente para sobrevivir a otra crisis, en este caso mundial, desatada por la pandemia del coronavirus. La cuarentena se respeta, como se puede. La casa es el barrio. Sin un horizonte claro, la única certeza es que la pobreza está en aumento.
Vamos al sur profundo del conurbano, partido de Florencio Varela.
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Barrio Kilómetro 26. En la vereda del merendero “Arco Iris” hay dos ollas sobre piedras y ladrillos, abajo el fuego a leña. En la nube de humo, ocho mujeres y dos hombres. Todos con barbijos. Ayer armaron un techo de chapa y vigas de hierro porque se vienen los días de lluvia, como hoy.
En una las ollas metieron cuatro pollos y nueve paquetes de fideos. La otra, más grande, tiene ocho pollos y quince paquetes de fideos. Para que rinda, dicen, imaginate la cantidad que necesitamos por día. Van a comer unas 90 personas.
“Hoy las cosas están mal, tenemos mucha más gente, muchos que trabajaban. Hacemos todo a pulmón porque muchas cosas no se consiguen”, arranca Norma.
La demanda aumentó en la segunda semana de la cuarentena. Analizan que la primera semana significó, para muchos, algo así como un descanso para gente que sale a las tres de la mañana y vuelve a las once de la noche. “Pero ahora ya se nos hace muy pesado”.
Rosa cuenta que tienen que estirar para que puedan llevarse un poco cada uno, no pueden decirle a alguien que ya no hay más. “Se duplicó la cantidad de gente que se acerca a comer algo, pero no siempre llegamos”.
Recibían unos 80 chicos antes de la pandemia. Ahora además vienen sus padres y madres. “Está viniendo gente que nunca venía, que tenían su trabajo, en negro pero trabajaban, y se arriman a comentarnos que no tienen nada, hay vecinos que lloran porque les da vergüenza, y eso te duele mucho”. Rosa se emociona, y otra compañera continúa el relato. “Vemos vecinos que quizás en algún momento nos ayudaron, y hoy nosotros los podemos ayudar a ellos”.
Dicen que están desesperados porque quieren dar más, pero no pueden. Se ayudan entre todos y todas. Alguna trae azúcar, otra yerba, otro harina, grasa, levadura, van sumando. Pero los precios. “Están cobrando cualquier cosa”.
Las mujeres tienen todos los números en la cabeza y ahí mismo se arma un relevamiento colectivo en el aire. Vas a la verdulería y está todo carísimo. A 50 el kilo de papa, la azúcar común se paga 70 mangos, un kilo de zanahorias nos salió 120 pesos, antes comprabas fideo a 22 pesos y ahora está 35, un maple de huevos está a 300. No conseguís nada barato. Ni hablar de la carne, está una barbaridad.
Recorren mayoristas, pequeños mercados, comercios de barrio. Hoy te dan un precio y mañana es otro, dicen.
Un 80 por ciento arriba todo, grita más atrás un hombre mientras corta leña. No sólo la mercadería, también los materiales de construcción. “Estamos edificando ahí”, señala el merendero. “El cemento valía 450 pesos, fuimos a la semana y ya valía 550”.
Norma explica que, a pesar de las angustias, la gratificación es que los chicos te saludan por la calle, te preguntan cómo estás. Dice que esa es su gran satisfacción. Ella tiene otro merendero, a unas cuadras. En su casa son diez, ocho pibes y dos adultos. Trabaja los fines de semana como cuidadora domiciliaria.
Empiezan a las 5 de la tarde y los chicos pasan a retirar su leche, ya no pueden sentarse todos juntos. “Ahora estamos viendo de hacer también al mediodía porque la gente viene a preguntar. Ojalá tuviéramos para todos los días”.
Hay mucha demanda de leche. Antes de la pandemia, se compraba en la feria del trueque. Lo que más toman los pibes es mate cocido con leche. Por día consumen cuatro cajas de un kilo de leche en polvo.
“Los que nos dicen planeros deberían ver todo lo que hacemos. Lo estiramos todo así”, dice Rosa y abre los brazos. “Somos solidarias con las personas del barrio porque salimos adelante entre todos”.
Nos cuenta el caso de una familia que llegó hace un mes de Santiago del Estero. Son siete. Alquilan una casilla. Duermen en el piso, no tienen nada. Nos muestra las fotos. Rosa nos señala una cama que están arreglando para que “por lo menos duerman ahí los más chiquitos”.
Rosa tiene 8 hijos, 8 nietos, 48 años, salió a trabajar a los 10. Nació en el mismo barrio en el que ahora ayuda a sus vecinos. Se crió ahí, conoce a todos y la conocen todos.
Nos lleva a su casa, en la entrada intentaban construir un nuevo espacio para la copa de leche. Piensa en una habitación para brindar apoyo escolar, cuenta que tienen muchos proyectos. Lástima que la plata no alcanza, dice.
Recibe a 80 pibes por día, que ahora pasan con su botellita para llevarse la leche a su casa. Se cuidan pero “por ahí vienen corriendo y te abrazan, eso no podemos evitarlo. Necesitan ese abrazo”.
Cuenta que en el 2001 comía en la Iglesia San Cayetano. A las diez de la mañana comenzaba a hacer fila para retirar algo de comida al mediodía. Y a las dos de la tarde volvían a hacer fila para retirar la merienda. “Esas experiencias son muy feas y te dejan marcas. Mis hijas se alimentaron gracias a un comedor”. Hizo de todo, y todos los días salía a cartonear. “Nunca tuve vergüenza porque no le robé nada a nadie. Lo único que quería era darle de comer a mis hijos. El que no lo vivió, no sabe lo que es. Ojalá los que más tienen pudieran aportar más”.
Estamos sobreviviendo, dice Rosa.
Seguimos. Subimos al auto y en la radio habla Daniel Arroyo, ministro de Desarrollo Social de la Nación. Dice que es difícil proyectar qué número de pobreza tendremos a fin de año. Y que es evidente que se ha complicado la situación social. Detalla que más de un millón y medio de personas recibieron la Tarjeta Alimentar y anuncia un refuerzo adicional de 4 mil pesos por única vez en este mes, por la emergencia. En una reunión en Olivos, los dirigentes sociales le pidieron a Alberto Fernández incrementar y acelerar la asistencia alimentaria por el aumento de la pobreza
Lo escuchamos rumbo a Villa Argentina, otro barrio de Florencio Varela. Calle de tierra que se convierte en barro. Ahora la lluvia es más intensa, pero ayer fue peor y complica todo, nos dicen cuando llegamos al merendero Sonrisa Feliz.
En la cocina hay cuatro mujeres. La casa es de una de ellas. Ya están listos los fideos con tuco y pollo, zapallo, cebolla y papa.
Ahí reciben a unas 200 familias que pasan a buscar su porción. Se duplicó la cantidad desde que comenzó la cuarentena. Es el único merendero del barrio, rodeado por dos grandes asentamientos. Nos cuentan de gente que pasa dos o tres días sin comer. No pueden salir a cartonear, vivían de changas diarias. Muchos no tienen DNI para acceder a la asistencia del Estado, no les llega el Ingreso Familiar de Emergencia.
Para que la comida alcance “nos damos maña, hacemos malabares”. Cocinan guisos, ñoquis, fideos caseros. Elaboran pan casero, rosquitas, pastafrola, facturas. Una vez por semana preparan algún postre. “Tenemos que levantarnos y ayudar, lo hacemos con amor”. Las caras de los niños y niñas que se ponen contentos por un plato de comida es la fuerza que las impulsa. “Te abrazan y te agradecen”.
En los días de lluvia se inunda todo. Algunos chicos llegan descalzos. Hay un roperito, como le llaman, con zapatillas y ropa de abrigo que recolectan con donaciones. Ayer hicieron dos ollas grandes y no alcanzó. Había una fila que llegaba hasta la esquina. Tuvieron que hervir más fideos, se improvisó un tuco y se repartió lo que quedaba. Hay familias que acá reciben su única comida del día.
La charla se interrumpe. “Está lloviendo y hay gente afuera, tenemos que empezar a servir”. Son las 12 y empezaron a llegar.
La vianda incluye la cantidad de porciones que necesite la familia. Llegan con todo tipo de recipientes plásticos, algunos con ollas. Hoy además hay pan que trajo el municipio, sino se agrega una torta frita.
Florencia tiene 31 años, es docente del nivel inicial, militante social. Relata algunas historias. Los chicos que lloran porque tienen hambre, cuentan que ayer no comieron, que papá toma, que papá le pega a mamá. Tienen naturalizada la violencia y el hambre, nos dice. Creen que es normal.
Nos habla de un padre soltero con cinco chicos, acá a la vuelta. Tiene que salir a trabajar. La hija mayor, de 10 años, cuida a sus hermanos, uno de ellos es un bebé de un año.
La violencia de género en los barrios más vulnerables -y en todos los barrios- aumentó y se intensificó durante la cuarentena. Florencia describe que la situación “es muy grave”. Explica que antes el marido violento se iba a laburar, ocupaba su tiempo fuera de la casa, y ahora están las veinticuatro horas juntos. “También es mucha y terrible la violencia hacia los niños y niñas”.
Destaca un caso. En el barrio de al lado, en San Jorge, implementaron el programa “El barrio cuida al barrio”. Recorrieron las casas para realizar un censo informal. En una de las esquinas advirtieron un griterío. El hombre, sacado. A la mujer no se la escuchaba. “Ese día justo llegan compañeras del ministerio de la Mujer a hacer una charla y capacitación”. Volvieron a la casa.
Golpearon las manos. Ella abre la ventana, apenas espía por la cortina. Le avisan que necesitaban hacerle una encuesta. Sale él, prepotente, a preguntar qué querían, las insulta, las amenaza. Fue imposible contactarse con la mujer para ayudarla. Fueron a la casa de la vecina, que les relató los casos de violencia permanente, y le dejaron información de la línea 144 para que se la acerque cuando encuentre la oportunidad, además de la posibilidad de recurrir a la posta ubicada en la entrada del barrio para recibir asistencia.
Ahí hace unos días llegó una mujer lastimada en el pecho con un destornillador. Lograron con la Mesa de Emergencia de Violencia contra las Mujeres, una multisectorial del barrio, con mucho trabajo y por vía judicial, que el agresor sea internado en un neuropsiquiátrico.
En el relevamiento barrial también detectaron un aumento del consumo problemático de alcohol y drogas. Hay situaciones críticas que se agravaron con el aislamiento.
En todos los barrios del país la situación está al límite del desborde, ahí está el verdadero riesgo país.
En Florencio Varela hay alrededor de 18 comedores y merenderos. Seguimos el recorrido hacia la otra punta del partido. En el camino está la cancha de Defensa y Justicia, un polideportivo municipal, un centro de monitoreo. Casi todo cerrado, poco movimiento en las calles. Algunas filas en pequeños mercados. Un grupo de muchachos en un taller mecánico.
En la puerta del merendero “Evita, madre de los humildes” esperan los vecinos que se acercaron a buscar su porción. Por la lluvia, se cocina adentro. Pasó el garrafero y le compraron una a 400, aunque más allá se consigue a 300 pesos. Hoy hay guiso de lentejas, garbanzos y mondongo, que donó un frigorífico de la zona.
Llegan dos nenes arriba de un potrillo. No tienen más de diez años. Les acercan su porción y siguen.
Ahí van todos los días unos 80 chicos y adultos a retirar su merienda. Pan casero y mate cocido con leche. Antes de la pandemia abrían sólo los sábados porque los pibes durante la semana iban al comedor de la escuela.
También acá nos cuenta Toni que hay muchos que se avergüenzan porque toda su vida pudieron juntarse unos mangos, y les cuesta pedir, no les gusta venir a la olla.
Toni conoce el pulso del barrio. Detecta que cuando se acredita la Asignación Universal por Hijo, la concurrencia a los comedores afloja por unos días, una semana. Después vuelven. Muestra sus mensajes de whatsapp, todos los días tiene una pila de pedidos. Nos hace escuchar uno. “Necesitamos una manito para abrir algo acá en el barrio y cocinar al menos dos veces por semana, la situación se está complicando”.
Hay que ir pensando lo que viene después, dice Toni. “Yo estimo que vamos a llegar al 60 por ciento de pobreza”. Recuerda el 2001, pero ahora hay otra red de contención social que no existía en aquella crisis. “Si todavía no explotó, es por la presencia del Estado y la red comunitaria que supo contener”.
No se vayan sin tomar un mate cocido, dice Margarita, mientras lo sirve. Bien dulce, caliente, para amortiguar el frío.