La historia puede aprenderse de maneras muy diferentes y difícilmente sustituibles. Estudiándola a través de la lectura, sumergiéndose en los documentos de época o entrevistando a los actores relevantes. También existe una forma incompleta de conocerla, pero quizá la más intensa: viviéndola. Para los argentinos que vivieron la crisis de 2001-2002 y especialmente la precrisis, los hechos del presente provocan cierto azoramiento. No importan las pequeñas diferencias de contexto, la corriente principal de los acontecimientos es muy similar a la de aquellos años. La sensación de repetición es tan abrumadora como las cifras del desplome y la gran recesión en curso. Nadie que haya atravesado aquel período estando medianamente informado o politizado puede evitar la cotidiana sensación de déjà vu.
Casi sin que nadie se de cuenta regresaron expresiones como “riesgo país” o “waiver”. Otra vez las misiones de funcionarios argentinos a Washington o de los burócratas del Fondo a Buenos Aires. Otra vez el patético costo de haber delegado la soberanía económica en el FMI. La larga década de desendeudamiento y de ganancia de grados de libertad de la política económica quedó borrada de un plumazo. Sorprende la facilidad y la rapidez con que sucedió. Toda la economía quedó nuevamente subordinada a la administración de la restricción externa y el suministro de dólares para hacer frente a las acreencias, una deuda disparada en sólo dos años y a un ritmo espeluznante.
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La corriente principal de los acontecimientos es muy similar a la de la crisis del 2001
La moneda de cambio es el sufrimiento de las mayorías, el ajuste sobre el nivel de vida de la población. No son abstracciones, no es la clase media renunciando transitoriamente a sus gustos, a los viajes al exterior o a las salidas “a comer afuera”, demandas validas, es mucho peor: es menos leche, menos carne, menos pan en la mesa de las mayorías. Es menos salud, menos medicamentos, menos educación y menos ciencia. Es menos de todo. Es la economía del achique presentada como la única alternativa posible, como discurso único. La zoncera mayúscula de “pagar la fiesta”, la idea repetida por Mauricio Macri y sus funcionarios de que “vivíamos por encima de nuestras posibilidades”. Sin embargo, desde que asumió la Alianza Cambiemos el llamado campo, la minería, las empresas energéticas, las firmas concesionarias de autopistas, los laboratorios y los bancos no dejaron de aumentar sus ganancias, mientras que los trabajadores, las pymes y los pequeños comercios no dejaron de perder con cada suba generalizada de tarifas y con cada cotidiana devaluación de la moneda. Quien vivía y quien vive por encima o por debajo de sus posibilidades es una argumentación por lo menos confusa.
Para el gobierno de la segunda Alianza no existe otra posibilidad más que la economía del achique. Y es “segunda” porque volvieron todos, desde Hernán Lombardi a Patricia Bullrich, desde Darío Lopérfido a Graciela Fernández Meijide y hasta Fernando de la Rúa se reintegró al cotillón de los medios repitiendo el cuentito del golpe peronista para explicar su renuncia regada de muertos. La segunda Alianza, entonces, trajo nuevamente el discurso único como explicación para todo. Cambiemos primero endeudó desenfrenadamente para luego decir que no existe otra lógica que subordinarse a la política propuesta por los acreedores: reducir los gastos primarios y con ellos todas las interferencias del Estado, para que de esa manera quede más saldo para hacer frente a los compromisos financieros, el único rubro del Presupuesto que crece sin parar.
Pero la economía del achique no es el único camino, nunca lo fue. Es solamente una de las opciones de política disponibles. También podría elegirse la economía de la expansión. Supone rupturas y otra estructura de ganadores y perdedores. Ya se aplicó, por ejemplo, a partir de 2003 cuando se comenzó con los aumentos salariales de suma fija primero, en tiempos en que la recesión y el elevado desempleo habían reducido a cero el poder de negociación de los trabajadores, y después con el aumento del salario mínimo y las jubilaciones, hasta que la economía empezó a crecer y pudieron impulsarse nuevamente las paritarias. Este camino de expansión es el que enseñan los buenos manuales de economía frente a las recesiones. Cambiar la lógica e impulsar la demanda para poner en marcha los recursos productivos ociosos.
La luz al final del túnel de los ajustes no existe
Hoy la capacidad instalada de la industria se encuentra en torno al 60 por ciento y el desempleo abierto se acerca a los dos dígitos. Aumentar salarios activos y pasivos y el gasto del sector público no produce bajo estas circunstancias tensiones de precios. No es verdad que no hay recursos para hacerlo. Para eso sirven los Estados, aunque no puede hacerse a cualquier velocidad e indiscriminadamente dada la restricción externa, pero no la interna. El problema, la restricción, sólo aparece cuando los mayores ingresos se traducen en mayor demanda de bienes importados. Ese es el límite, por eso es necesario, en el camino, aumentar exportaciones y sustituir importaciones, es decir un plan de desarrollo. Ese plan significa también aumentar la productividad de la economía y bajar costos de producción, para lo que resultará indispensable que el Estado recupere, preferentemente vía su estatización, el control del área energética y de servicios públicos y repesifique inmediatamente las tarifas.
También será necesario sentarse con los acreedores y reestructurar la deuda. Esa fue en la idea desde 2003 y recién pudo concretarse a partir de 2005. La pregunta principal no es si se producirá o no un default y cuándo. La deuda deberá reestructurarse antes o después para que no actúe como una espada de Damocles sobre las decisiones de política económica, es decir para que no agrave la restricción y frene la expansión. Es inevitable si el objetivo es salir del estancamiento del Producto que la economía argentina experimenta, en promedio, desde 1975, un caso prácticamente único entre países relevantes. En la transición el financiamiento de la infraestructura demandará acuerdos bilaterales con países como China o Rusia, que no condicionan la política económica interna.
El punto clave para los hacedores de política es que es imposible incluir a la mayoría de la población sin desarrollarse y que no es posible desarrollarse bajo el esquema de la economía del achique. La luz al final del túnel de los ajustes no existe. Como lo muestra, por ejemplo, el caso de Grecia, después del ajuste sólo queda menos empleo, menos salarios, menos patrimonio público, más deuda y más dependencia. En pocas palabras, tierra arrasada.-