Por Sergio Federovisky
Director de la consultora "Ambiente y Medio" (www.ambienteymedio.com.ar)
Especial para "El Destape"
A la política le agrada hablar según lo que "se instala en la agenda". Ocurre que a veces la "agenda" de la sociedad (es decir, sus urgencias, sus dramas, sus problemas estructurales) no coincide con otra "agenda" en la que se privilegian aquellas cuestiones que tienen repercusión (y posibilidad de inauguración) inmediata.
Jacques Lacan pedía que "renuncie" aquel que "no tenga en su horizonte la marca de la época". ¿Cabe alguna duda, en medio de tornados, calentamiento global, conflictos por minería o fracking, soja transgénica, rellenos sanitarios colapsados, que el medio ambiente es una marca subjetiva de la época?
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La cuestión, como siempre, es de qué modo se aborda una problemática que atraviesa y surca el momento en que vivimos, y que no está en la "agenda" de la política. Un argumento maniqueo, que suena a excusa para postergación sine die, indica que la política ambiental es una suerte de lujo que solo se pueden dar las sociedades cuyos habitantes no pasan hambre. No parece un buen argumento si conduce a un escenario en el que la sociedad come junto a un basural o un río contaminado. Pero aún otorgando esa licencia, resulta difícil explicar –excepto a partir de aquellas agendas desfasadas- el país ambiental que se expresa tras una década de crecimiento: la tasa de pérdida de bosques nativos más alta de la historia; un esquema de producción agraria con dependencia extrema de un monocultivo; un stock pesquero exangüe; tres cuartas partes de los cursos de agua con altos grados de degradación; un porcentaje de áreas protegidas por debajo de cualquier recomendación internacional (y direccionadas solo al turismo); niveles de contaminación industrial insoportables para cualquier estándar moderno, y un sinfín de etcéteras.
El politólogo Thomas Dye sostenía que una política pública es todo aquello que un gobierno decide hacer o todo aquello que decide no hacer. Y hasta que se invente otro método, es mediante una política pública por acción y no por omisión (entendida como un catálogo de decisiones explícitas que adopta el Estado ante una realidad determinada, habitualmente para mejorarla en función de aumentar la calidad de vida de la población) que se puede imaginar una transformación del escenario ambiental actual.
Quizás la primera misión de una política pública es modificar el paradigma instalado. Una política ambiental no es un mecanismo de control susceptible de ser visualizado -aún erróneamente- como obstáculo al crecimiento. Por el contrario -y la crisis climática es un indicador inmejorable- la política ambiental entendida como la búsqueda de la sustentabilidad en todos los planos supone un potencial productivo sin límites ni contraindicaciones.
Un solo ejemplo: cuando se habla de recuperar las economías regionales debe interpretarse como la potenciación de la "ventaja comparativa" de la dotación de recursos naturales de una ecorregión. Solo mirado bajo ese prisma que ofrece la ecología como ciencia podrá entenderse por qué la soja pampeanizada no es ni por asomo la opción sustentable (ambiental y económicamente) para, por ejemplo, el ecosistema del gran Chaco argentino. De modo equivalente, es de mirada corta suponer que el conflicto social por la minería se resuelve con garantías tecnológicas apoyadas en umbrales de control tan artificiales como lábiles, y no considerando la matriz de desarrollo local, y su sustentabilidad económica en el tiempo, por la que opta la comunidad.
Entonces, cuando se hable de política ambiental de ahora deberá evitarse la coartada de la supuesta falta de conciencia ecológica de la sociedad y, en cambio, definir políticas públicas que le den sentido –y resultados positivos en el tiempo- a esa conciencia. Esa es la agenda.