Fue hace un mes: el cartel era gigante y se lo podía encontrar por todo Buenos Aires; en él se leía, sencillamente, "El hombre". Muchos pensaron que se trataba de una nueva tira de Suar. Pero a la semana apareció otro afiche similar, que decía "El libro". La cosa se ponía cada vez más extraña: nadie invierte tanto dinero en promocionar un pobre libro.
Por fin apareció el autor. El cordobés José Manuel de la Sota, precandidato a presidente, eligió esta puesta en escena para presentar su libro Quiero y puedo: retrato de mi vida personal y política, publicado por Sudamericana. De la Sota no está solo. Lo acompaña el recién salido El cambio justo, de Sergio Massa, un e-book que puede descargarse gratuitamente. Y Un futuro posible: trabajando consensos para alcanzar un país razonable, de Roberto Lavagna. Y Daniel Scioli: mil imágenes, testimonio, un hombre, un sueño, un libro ilustrado que editó Atlántida hace unas semanas.
Hay un misterio escondido detrás de estos lanzamientos. Ninguno de estos bodoques programáticos y autobiográficos va a llegar a la lista de best sellers. ¿Cuál es el sentido de su existencia? Hay dos destinos probables para estos estos textos. Uno es el de regalo a los amigos del candidato -su círculo rojo- y a sus seguidores: un poco de letra impresa para convencer a los creyentes. El otro destino es la mesa de saldos. ¿Por qué tanto trabajo? ¿Por qué se los dicta, se los tipea, se los corrige y se los editan aun sabiendo que nadie va a leerlos?
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En tiempos de campaña, hay que editar un libro para tener una excusa de visita a los programas periodísticos. Hay que editarlo para que la ciudad se llene de afiches con la foto del candidato y la tapa de ese libro. Para hacer una gran presentación en alguna librería céntrica, invitar a los amigos y a la prensa y, entre vinos y saladitos, hacer algunas declaraciones. Sirve para decir :"¡Ey! ¡Tenemos un libro!". Lo que importa es todo lo que lo rodea. ¿Y el libro? El libro no.