Algunos de los principales interrogantes de la escena política nacional tienen que ver con la oposición. ¿Se mantendrá unido Cambiemos? ¿Mauricio Macri conseguirá persistir como líder de ese espacio? ¿El radicalismo mostrará una mayor personalidad propia? ¿Será visible una división entre quienes tienen responsabilidades de gestión y quienes no, como ya se vio durante el tratamiento legislativo de la Ley de Solidaridad Social y Reactivación Económica?¿Se impondrá la línea más intransigente, capitaneada por Elisa Carrió y Patricia Bullrich? ¿Una versión “bolsonarizada” de Cambiemos, ya institucionalizada desde la candidatura de Miguel Ángel Pichetto, podrá contener al conjunto de Cambiemos? Por supuesto, la futurología queda para otras secciones, sin embargo es posible pensar algunas de estas preguntas sobre la base de lo que sí sabemos.
Una primera consideración general, casi se diría de tipo bélica, es que la derrota produce dispersión, así como el triunfo genera unidad. Por ese motivo no es algo extraordinario, ni habla de una crisis de grandes magnitudes que, una vez fuera del gobierno, dentro de Cambiemos se expresen voces que antes eran silenciadas, tensiones que se mantenían en reserva, diferentes puntos de vista previamente negados o incluso cuestionamientos al liderazgo de Macri que eran impensables. Sin ir más lejos, un proceso de dispersión similar sufrió el peronismo a partir de diciembre de 2015, con un intento de renovación, tan explícito como fallido, orientado a desplazar a Cristina de su liderazgo.
Una segunda consideración es que una derrota electoral no necesariamente equivale a un aniquilamiento político. Es decir, es preciso trazar una distinción entre un tropezón y una caída. Un caso claro de una fuerza política que salió del gobierno terminada fue la Alianza UCR-Frepaso, a fines de 2001; un caso contrario fue el kirchnerismo, mal que les pese a quienes hoy descubren que confundieron sus deseos con el análisis.
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¿De qué depende esa capacidad de recomposición? Seguramente de muchos factores: de su cohesión interna, de la capacidad de sus dirigentes, del éxito de sus adversarios, del balance de su experiencia de gobierno, etcétera. Pero hay un elemento central que es su grado de representatividad social. ¿Es Cambiemos representativo de una porción de nuestra sociedad? Si la respuesta es más bien afirmativa, entonces hay buenas razones para creer que puede recomponerse de la derrota. Si es más bien negativa, entonces las dudas sobre su futuro se acrecientan.
Además, cuando un grupo político pasó por una experiencia de gobierno, su relación con su propia base electoral ya no se da solo a partir de los ideales, los valores o las propuestas como cuando es oposición, sino que todos esos elementos se tamizan a través de los resultados de su gestión. Los años del macrismo nos enseñan que ese tamiz no es solo económico -en ese caso sería inexplicable el 40 por ciento de apoyo-, sino que incluye otras cuestiones que para esa porción de la sociedad son trascendentes.
Si hacemos el esfuerzo de tratar de componer una mirada que se pose más allá de la coyuntura, encontramos que una lectura de los últimos diez años muestra que existe un sujeto social derechista que vive un intenso proceso de movilización, que logró un cierto nivel de autorreconocimiento y autoconciencia, que cuenta con liderazgos y capacidades organizativas. Una especie de partido, siempre que no entendamos por ese concepto una organización política propiamente dicha sino una tendencia existente en la sociedad. Un sustrato político sin el cual es difícil explicar la continuidad entre las movilizaciones agrarias de 2008, las decenas de cacerolazos posteriores, las movilizaciones de homenaje al fiscal Alberto Nisman, las plazas de apoyo a Macri en campaña, la despedida en Plaza de Mayo el 7 de diciembre pasado, entre muchos otros episodios. Después de tantos años, cuesta creer que se trata de una identificación episódica o coyuntural. Al contrario, junto con el partido kirchnerista, ambas identidades estructuraron durante los últimos años, y con un alto grado de organicidad, la representatividad del sistema político argentino.
En 2015, el partido antipopulista consiguió dotarse o empalmar con una estructura electoral que fue Cambiemos, de forma tal que logró ir desde la sociedad civil -no conviene relativizar las importantes trincheras con las que contó en sectores significativos del poder real- hacia las instituciones. En aquel momento quedó claro que Cambiemos era representativo de esa base social, sobre la cual luego construyó la mayoría que le permitió imponerse en aquel fatídico balotaje. ¿Pero sigue unido ese empalme? ¿Se puede decir que Cambiemos sigue siendo representativo? O en otras palabras, ¿hubo suficiente desilusión y desapego entre su base social por el fracaso de la gestión macrista para que Cambiemos caiga en desgracia? ¿O al menos para que sí lo haga Macri pero continúe la fuerza política?
Estas preguntas por ahora no pueden ser contestadas de forma concluyente, ni por sí ni por no. Pero el análisis político de los últimos años sugiere evitar cualquier subestimación del peligro que representa Cambiemos, lo que conduce a valorar y cuidar la unidad del Frente de Todos. En particular se puede observar, incluso desde antes del 10 de diciembre, el permanente intento de ciertos medios de comunicación por erosionarlo desde su interior: trabajan para convertir cualquier matiz en una diferencia, y cualquier diferencia en una razón de exclusión. Sin embargo, mal que les pese, el antagonismo principal de la vida política nacional se da entre el Frente de Todos y Cambiemos, y no al interior del oficialismo.