Las sociedades latinoamericanas son las más desiguales del planeta. Es sabido. Sin embargo, las cosas no son estáticas en este continente.
La economista argentina Nora Lustig, de la Universidad de Tulane, una de las mayores expertas en esta cuestión, suele explicar que la desigualdad aumentó en la región en los años 90, que descendió en los 2000 y que entre 2012 y 2018 se mantiene casi sin cambios. Sin embargo, las modificaciones registradas durante el “giro a la izquierda” en América Latina fueron relevantes: entre fines de los 90 y 2015 la desigualdad experimentó una destacable reducción, tanto es así que esta parte del mundo empezó a “converger” con otras menos desiguales.
Para más información: en los 2000, quienes vivían con 4 dólares por día en América Latina pasaron del 42 al 25 por ciento. Y la clase media pasó de representar el 22 al 34 por ciento. Las mejoras fueron generalizadas, pero más fuertes en países con cuatro características:
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- Mayor crecimiento económico.
- Mejoras en los precios de sus productos de exportación.
- Subas en sus salarios mínimos.
- Gobiernos con orientación política de izquierda o centroizquierda.
Más allá de los valiosos datos, esas mejoras sacudieron políticamente a estas sociedades. Una pregunta simple pero intensa recorrió la región es: ¿Quién merece qué?
En la Argentina, en un contexto de estancamiento en las mejoras en la distribución del ingreso, una respuesta pareció ganar terreno entre aquellos que algo tienen. Se trató de aquella mirada que en el arribo y en el auge del macrismo apeló a la idea de “meritocracia”: Lo que tengo me lo gané porque me lo merezco. Porque estudié, porque me esforcé, porque trabajé. Más obtienen quienes más se esfuerzan. Algunos que nos esforzamos merecemos más, quienes no lo hacen merecen menos. Si algunos tienen menos es porque se esforzaron menos.
Si una idea recorre hoy la región es que merecemos más. Hay un malestar individual, que se expresa de manera colectiva y en el espacio público: todos los latinoamericanos merecemos más. Y si alguna palabra resuena en las calles de Chile, de Perú, de Ecuador, de Colombia y por qué no de nuestro propio país es “dignidad”.
Según la propia definición de la Real Academia Española, alguien “digno” es alguien “merecedor de algo”. Quizás en nuestro país, vapuleado por una crisis de proporciones históricas que deja el macrismo, sea la hora de pasar de la etapa de la meritocracia a la hora de la dignidad. Pasar, si se nos permite el neologismo, a la dignicracia.
Efectivamente, todos los argentinos merecemos más porque todos somos dignos. Sujeta a marcados ciclos políticos y económicos, la democracia fundada hace 35 años acumula deudas que, como un eco, hacen resonar cada vez más fuerte el frágil silencio de las mayorías indignizadas.
El presidente electo, Alberto Fernández, suele repetir que cuando termine su mandato, la democracia cumplirá 40 años y que será importante mostrar en esa instancia que se han comenzado a pagar las deudas.
El peronismo, que siempre tuvo la cualidad que tienen esos baqueanos que ponen su oreja contra el piso para sentir el lejano vibrar en el suelo, tiene por delante un desafío crucial: adelantarse a lo que vendrá y prepararse para eso. La escucha atenta de lo que hoy no está en la agenda pública resultará clave para el éxito del gobierno que llega.
Vibra el suelo. Algo se acerca y rápido. Hay que actuar.