Suele decirse que no hay peor ciego que el que no quiere ver. Y si algo se ha multiplicado en los últimos tiempos es esa mirada binaria de la Argentina traspolada al mundo cuando de política exterior se trata. En ese afán por entender todo en absolutos carentes de matices, perdemos profundidad en el análisis de los contextos y sus actores, en las causas y consecuencias de las acciones y, mucho peor aún, nos olvidamos de la historia.
Lejos de ser elusiva, la posición argentina frente a la guerra entre Rusia y Ucrania ha sido coherente con su inclaudicable vocación por la paz, la resolución diplomática de los conflictos, los principios de la Carta de las Naciones Unidas, la vigencia del derecho internacional, particularmente el humanitario, y la defensa de la soberanía y la integridad territorial, así vaya a contramano de los intereses de un socio geopolítico del país como Rusia, a quien han sabido cortejar numerosos gobiernos, incluso el de Juntos por el Cambio. Más importante aún, esta línea de conducta se ha manifestado de forma contundente cuando y donde pesa hacerlo: ante los organismos internacionales, no en las tribunas de las redes sociales y los medios.
Durante la última semana, la Argentina se pronunció en dos oportunidades a favor de resoluciones que condenan el ataque de Rusia a Ucrania, independientemente de las razones que pudo esgrimir Moscú en materia de seguridad y las válidas denuncias preexistentes de crímenes de lesa humanidad registrados desde 2014 en la Cuenca de Dombás cuya responsabilidad apunta a paramilitares alineados con Kiev y fuerzas regulares ucranianas. La guerra solo puede traer consigo más crímenes de esta naturaleza además de desplazamientos forzados y una vulneración cada vez mayor de los y las civiles menos afortunados, los que no consiguieron escapar. Se debe evitar a toda costa y si estalló, se debe detener.
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Ante el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, en Ginebra, la representación argentina votó ayer a favor de una resolución sobre “la situación de los derechos humanos en Ucrania a partir de la agresión rusa” que fue aprobada con 32 votos a favor, 13 abstenciones y 2 en contra. Hay un dato mucho más relevante aún que habla de la responsabilidad argentina y es que nuestro país ocupa, en 2022, la presidencia del organismo por primera vez en su historia. Bajo su tutela se deberá conformar una comisión internacional independiente de tres expertos para investigar las violaciones de los derechos humanos en Ucrania.
“De una cosa estamos seguros: no existe una solución militar en este asunto. La historia nos ha demostrado una y otra vez que la violencia no es el camino y que no es sino a través del diálogo y la diplomacia que se alcanzan soluciones duraderas”, expresó Cecilia Meirovich, directora de Derechos Humanos de la Cancillería Argentina, al fundamentar su posición. La misma línea argumental que ya habían esgrimido en estos días el presidente Alberto Fernández y el canciller Santiago Cafiero durante sus exposiciones ante foros internacionales, el propio Consejo de Derechos Humanos, la Asamblea General de las Naciones Unidas y hasta la Asamblea Legislativa del 1 de marzo. También en los comunicados con los que la Cancillería argentina sentó postura de forma gradual a medida que escalaba la crisis y las amenazas daban paso a los golpes. Cuando Rusia invadió, el jueves 24 de febrero, la Argentina no apeló a eufemismos. Basta con dejar a un lado los prejuicios y cruzar fechas, comunicados y contextos para comprobarlo.
Alineados por la paz
Dos días antes a la condena de ayer, el miércoles 2 de marzo, la comunidad internacional ya le había dicho no a la guerra en una asamblea especial convocada por undécima vez en su historia. La Argentina se alineó junto a otros 140 países para respaldar una resolución que no dejó lugar a ambigüedades, una práctica bastante común en el juego del ‘wording’ diplomático.
En resumidas líneas: condenó la declaración de la operación militar hecha por la Federación de Rusia el 24 de febrero de 2022, reafirmó que no se reconocerá como legal ninguna adquisición territorial, expresó preocupación por las víctimas civiles, condenó la decisión de Rusia de mejorar el nivel de preparación de sus fuerzas nucleares –como parte de la escalada tras las amenazas de las potencias occidentales que presionan desde afuera sin involucrarse militarmente– y reconoció que las operaciones rusas en Ucrania son de “una magnitud que la comunidad internacional no ha visto en Europa desde hace décadas”.
Además, los 141 países reafirmaron su compromiso con la soberanía, la independencia política, la unidad y la integridad territorial de Ucrania dentro de sus fronteras reconocidas internacionalmente –e incluso demandaron a Rusia que revierta de inmediato su respaldo político al estatuto independentistas de las regiones de Luganks y Donetsk– y condenaron “en los términos más enérgicos la agresión cometida por la Federación de Rusia contra Ucrania”, en oposición a la Carta de las Naciones Unidas. Por último, le advirtieron que se abstenga de amenazar o agredir a otros países y le exigieron, además, que retire sus fuerzas de Ucrania.
La Argentina no comparte, con esta nación europea, una asociación estratégica integral como lo hace con Rusia. Tampoco un vínculo comercial relevante y eso que el intercambio bilateral con Rusia no es de los más abultados, apenas unos 1300 millones de dólares totales. Así y todo, nuestro país se ubicó en el grupo mayoritario porque más allá del debate tuitero que interpreta la desgracia de la guerra como un metegol en el que todo se limita a tomar partido por los de camiseta rayada o lisa –“¿Rusia o Ucrania?”– , la única bandera válida hoy es la de la paz. Y la Argentina se comportó acorde a su tradición diplomática en ese campo y en defensa del concepto de integridad territorial, un fundamento que conocemos bien porque es el pilar sobre el cual basamos nuestro reclamo histórico de soberanía sobre las islas Malvinas.
Ese mismo principio llevó a la Argentina a votar en 2014 en contra de la independencia y posterior anexión de la península de Crimea, en el sur de Ucrania, cuando se escribían los primeros capítulos de la actual crisis –sin contar el preludio de la Guerra Fría, claro– y la integridad territorial de Ucrania se ponía en vilo. Ocho años después, actuó en consecuencia.
En el medio, tanto los gobiernos de Cristina Fernández como el de Mauricio Macri y ahora el de Alberto Fernández no renunciaron a seguir construyendo uno de los vínculos estratégicos más elevados que se puede lograr con Moscú, incluso en el campo de la Defensa que tanto se denostó en estos días. Hechos matan hashtags y, otra vez, basta un archivo para rememorar cómo Macri saludaba cálidamente a Putin en su tercera reunión bilateral, esta vez, en ocasión de su visita a Buenos Aires para la Cumbre del G20. “Darle la bienvenida al presidente Putin, una vez más a la Argentina, es realmente una alegría. Es la tercera vez que nos vemos en tres años. Eso demuestra el nivel de interés que le estamos dando, tanto Argentina como Rusia, a esta relación que va creciendo”, dijo ese día.
Hay un punto más a destacar si del funcionamiento del sistema internacional se trata. La sesión especial del miércoles se convocó en base a la resolución 377A (V), "Unidos por la paz", adoptada por la Asamblea General el 3 de noviembre de 1950. Esta resolución faculta la convocatoria urgente de la Asamblea General “si el Consejo de Seguridad, por falta de unanimidad de los miembros permanentes, no ejerce su responsabilidad primordial de mantener la paz y la seguridad internacionales en cualquier caso en que parezca haber una amenaza a la paz, quebrantamiento de la paz, o acto de agresión”.
En otras palabras, cuando una o varias de las potencias eligen mirar hacia otro lado, existe esta colectora para que la comunidad internacional reaccione. Si bien su pronunciamiento sigue siendo no vinculante, el objetivo que se persigue es reunir una mayoría abrumadora para dar un mensaje político contundente en dos direcciones: presionar a las partes involucradas a un alto el fuego y denunciar el comportamiento oligopólico de las grandes potencias en la arena internacional. Lo que se votó en la Asamblea General el miércoles es un llamado de atención a Rusia pero también al resto de las potencias con privilegios de veto, como Estados Unidos, Francia, el Reino Unido y China.
Reforma pendiente
El pasado fin de semana, Cristina tejió un hilo de Twitter en donde rememoró el comportamiento de la Argentina en 2014 cuando ocupaba una de las bancas temporales del Consejo de Seguridad y explotó la crisis de Ucrania. Recordó que Estados Unidos presentó una resolución exhortando a la comunidad internacional a desconocer el resultado del referéndum independentista de Crimea y 13 de los 15 países miembros del órgano le dieron su voto a favor. La Argentina, entre ellos.
¿Por qué? Porque defendía la “soberanía, la independencia, la unidad y la integridad territorial” de Ucrania, subrayó la vicepresidenta. “O sea: Argentina apoyó a Ucrania basada en el principio de integridad territorial, pilar del derecho internacional”, continuó Cristina, mientras que “Rusia, uno de los cinco miembros permanentes con derecho a veto, ejerció dicho privilegio y se pronunció en contra”. China se abstuvo, como suele hacer. Para entender el mensaje completo hay que tener en cuenta el funcionamiento de este órgano exclusivo y asimétrico del sistema internacional, con la facultad de aplicar sanciones y ordenar intervenciones militares bajo el amparo de la comunidad global.
El Consejo de Seguridad es el brazo ejecutor de las Naciones Unidas y, a diferencia de la Asamblea General, sus decisiones son vinculantes. Lo integran 15 miembros de los 193 con voto en la Asamblea: diez son rotativos, por región, cada dos años y cinco están atornillados desde el fin de la Segunda Guerra Mundial a sus bancas. Esos son China, EE.UU., Francia, Reino Unido y Rusia. Cuentan con poder de veto, al punto que cualquier resolución que salga con el voto favorable de 14 de los miembros y solo uno de los cinco selectos haga uso de esta facultad, el documento se cae.
El viernes 25 de febrero se intentó avanzar con una resolución en este órgano para condenar el inicio de las operaciones militares de Rusia en Ucrania. Once votaron a favor. Tres se abstuvieron –China, Emiratos Árabes Unidos e India–. Rusia la vetó. Por eso se acudió a la mencionada resolución de “Unidos por la Paz” que permite sortear al Consejo con el voto de siete miembros cualesquiera de sus integrantes o la mayoría de los miembros de las Naciones Unidas para convocar a la Asamblea General en sesión especial de emergencia.
En su hilo, Cristina volvió a cuestionar “el doble estándar de las grandes potencias en materia de derecho internacional a la hora de tomar decisiones” –por el referéndum kelper que Estados Unidos y el Reino Unido sí reconocieron en 2014– y “el anacronismo del Consejo de Seguridad de la ONU que sigue, desde la 2da Guerra Mundial, sin modificar el statu quo de los países vencedores que se acordaron a sí mismos sillas permanentes con derecho a veto y al resto de los países, sillas temporarias y voto testimonial”.
El 24 de septiembre de 2014, en su discurso ante anual ante las Naciones Unidas, Fernández ya había lanzado ese mismo dardo al Consejo de Seguridad aludiendo a la Asamblea General como el verdadero órgano de la democracia global, uno que debía recuperar los poderes que delegó. Sus palabras no eran nuevas siquiera entonces porque el debate en torno a reforma de este órgano reducido la precedía por, al menos unos diez años. Y pese a ello, en los ocho que siguieron hasta la crisis actual nada cambió. Los motivos son, en esencia, cinco.
La última modificación del Consejo de Seguridad data de 1966 cuando pasó de 11 a 15 miembros, aumentando el número de no permanentes. Desde entonces, mucho se ha analizado y conversado en los foros diplomáticos para demandar una mayor democratización que evite las parálisis de la comunidad internacional cuando las potencias centrales se apropian de la pelota. Y hay quienes se ilusionan que este último capítulo bélico conducirá, de una vez por todas, ponderar modificaciones sustanciales sobre las que se trabajó mucho en 2021 en Nueva York, sede de la Asamblea y el Consejo.
También aquí hay posturas encontradas. Algunas potencias centrales, como Rusia, apoyan la ampliación de las bancas permanentes, pero se niegan a renunciar a su poder de veto. Otros pretenden que las potencias se autoregulen en el uso de esta facultad restringiéndola en casos de crímenes de lesa humanidad. Una mayoría, entre la que se ubica la Argentina, se encolumna detrás de la denominada propuesta de “Unidos por el Consenso” para agrandar la mesa con una mayor representación de no permanentes, hasta llevar el número total a 26 con representación geográfica proporcional. Nuestro país se opone a expandir el poder de veto con más bancas permanentes porque eso implicaría replicar la mecánica desigual. O empeorarla.
También en este punto hay una conducta diplomática de la Argentina, una coherencia que excede las tendencias de las redes sociales y que es preciso ponderar como parte de los contextos que rodean las decisiones. Porque todo conflicto tiene raíces que se hunden en el tiempo, que explican el presente en base al pasado. Lo mismo ocurre con el modo cómo nos posicionamos como estado.