De aquel mundo más justo y equitativo que pregonaban algunos al inicio de la pandemia no quedan ni los sueños. Al contrario, las fuerzas combinadas de la pandemia y la guerra en Ucrania están acelerando la desigualdad preexistente y llevándola a nuevos subniveles en 2022.
Alimentos cada vez más caros, escasez de energía y hasta ocho de cada diez habitantes en países de bajos ingresos que en abril de 2022 todavía no recibieron siquiera una dosis de la vacuna contra la Covid-19 cuando están a punto de cumplirse 500 días de la fecha en la que se aplicó la primera inyección contra este virus en el mundo. Desde hace ya dos años, la riqueza no deja de concentrarse cada vez más en menos manos mientras se ensancha la base de necesidades insatisfechas en la pirámide global.
Muy lejos ya de cualquier atisbo utópico, los pronósticos son tan crueles como desalentadores. Un informe que la confederación de organizaciones de la sociedad civil OXFAM presentó esta última semana con el título “Tras la crisis, la catástrofe” sostiene que la pobreza extrema en el mundo podría devorarse otros 263 millones de personas más en 2022 si los gobiernos no hacen nada al respecto. Equivaldría casi a la población combinada de Argentina, Brasil y Uruguay, para tomar dimensión del tamaño de la crisis.
De concretarse este colapso humanitario, la cifra total de personas que viven con menos de 1,9 dólares por día se elevaría a 860 millones en todo el globo. De ellos, hasta 827 millones padecerían problemas de nutrición, de acuerdo al mismo reporte. Solo el aumento de precios de los alimentos, hundiría a 65 de esos nuevos 263 millones en la pobreza extrema, tal es la magnitud de lo que significa esta aceleración de precios que ocurre en la Argentina y en todas partes. No obstante, la riqueza sigue creciendo pero cada vez más concentrada.
“Se trata del mayor aumento de los niveles de pobreza extrema y sufrimiento de la humanidad del que se tiene constancia”, previno la directora de Oxfam Internacional, Gabriela Bucher. Porque si en gran medida se ha calificado a la pandemia como un acelerador de procesos anteriores —y la concentración es uno de ellos, no caben dudas—, la pobreza multiplicada y la hambruna son ahora su signo más evidente.
Previo a la emergencia de la Covid-19, la proyección de habitantes que enfilaban hacia el abismo de la pobreza extrema sumaba 597 millones. Ahora es un 44 por ciento superior a esa predicción de 2019. Y si se ampliara el cuadro a la totalidad de las personas viviendo bajo la línea de pobreza con 5,50 dólares diarios, entonces la cifra crecería hasta los 3,3 mil millones de personas, casi la mitad de la humanidad, acorde a los datos del Banco Mundial.
Ganancias en pocas manos
Mientras tanto, en lo alto de la pirámide, un puñado de poderosos sigue acaparando ganancias a la misma velocidad con la que se magnifican las pérdidas de millones. De hecho, los números demuestran que también la concentración se ha acelerado desde la pandemia con los mil millonarios multiplicando sus ingresos a una mayor velocidad durante los últimos tres años que en toda la década previa. Pese a ello, resisten todo llamado a un aporte extraordinario que busque reequilibrar la balanza y hasta llegan a judicializar cualquier intento político de avanzar en ese sentido, con ayuda de sus adalides partidarios.
Acorde a un cálculo de estas ONGs, “un impuesto anual sobre el patrimonio —comenzando en tan solo un 2 por ciento para las fortunas millonarias y llegando al 5 por ciento en el caso de las milmillonarias— podría generar 2,52 billones de dólares cada año, suficiente para sacar de la pobreza a 2.300 millones de personas, fabricar vacunas para todo el mundo y proporcionar servicios de salud y protección social universales a la población de los países de renta media y baja”.
Así las cosas, a la par que los gigantes energéticos, farmacéuticas y alimenticias registran beneficios récords, los estados de ingresos medios y bajos deben enfrentar los costes de pesadas deudas que condicionan el destino de sus exiguos recursos mientras los precios de los alimentos marcan un nuevo récord global desde 2011. Gran parte de estas naciones dependen de importaciones para alimentar a sus poblaciones, potenciando la amenaza de una hambruna a gran escala en países ya castigados por este flagelo como Yemen o Siria.
“Las multinacionales consiguieron beneficios por el 9,2% del PIB mundial en 2019, de las que una parte considerable, cerca de un 60 por ciento, son un exceso de ganancias”, reportó el Fondo Monetario Internacional en línea con una iniciativa de la OCDE y el G20 para una reforma fiscal a nivel mundial. Por supuesto, el interés de las economías avanzadas, con este planteo, es recuperar gran parte de las ganancias impositivas que perdieron en el último tiempo por la relocalización jurídica de sus empresas en los llamados “centros de inversión”, países menos desarrollados que ofrecen menores cargas tributarias.
Sin embargo, la evaluación sirve para ilustrar esta cosecha superflua de ganancias en manos privadas ya que el término “exceso” alude al conjunto de beneficios que estas empresas concentran muy por encima de la media, producto de maniobras de evasión fiscal y mercados monopólicos y oligopólicos. La pandemia también amplificó, en última instancia, esta mecánica precedente.
Vacunas y alimentos
Invitado a exponer ante el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas la última semana, el subsecretario general Ted Chaliban, a cargo de la campaña para alcanzar los rincones olvidados del planeta con la vacunación contra la Covid-19, alertó sobre la necesidad de aprovechar la baja en los casos a nivel mundial para avanzar con las dosis en aquellos países más relegados. De hecho, fijó un horizonte “crucial” de seis meses porque se corre el riesgo de perder el impulso y fracasar en el intento de alcanzar la equidad en el proceso de inmunización.
Acorde a los datos esgrimidos por el funcionario, más de 11.100 millones de dosis de vacunas han sido aplicadas a nivel global pero solo 51 de los 194 países que integran la OMS superaron el umbral del 70 por ciento para alcanzar la denominada “inmunidad del rebaño”. Otros 124 países vacunaron a más del 40% de sus poblaciones y si se mira hacia los países de ingresos bajos, entonces la tasa de vacunación apenas ronda el 11 por ciento. De hecho, en el continente africano, el 83 por ciento de sus habitantes siguen sin recibir ni una sola dosis.
En regiones extremadamente vulnerables, estas variables se entrecruzan con otras estructurales que solo empeoran sus oportunidades de vida. Países como Kenia, Etiopía y Somalia enfrentan las peores sequías en 40 años mientras que Sudán del Sur lidia con el quinto año de inundaciones que no arrasan con cosechas enteras poniendo en peligro la forma de subsistencia de más de 800 mil personas.
Esto ha confluido con factores externos —Rusia y Ucrania son proveedores claves de trigo en esa parte del mundo— en duplicar el precio de los alimentos lo que, muy posiblemente, empuje a millones a la hambruna, condicionados en su capacidad de contención social por pesados pasivos. En 2021, la deuda contabilizó el 171% de toda la inversión social combinada en los países de bajos ingresos lo que totaliza, en el caso de las naciones africanas, un gasto en deuda hasta 2,2 veces mayor que los recursos destinados a Educación; hasta 8,6 veces mayor que a Salud y hasta 20,7 veces mayor que los fondos reservados a las políticas sociales.
Un dato que grafica como pocos la forma cómo se replica la desigualdad a nivel mundial es el impacto diferente del acceso a los alimentos en las naciones ricas y en las más postergadas hoy. Mientras que el precio de comer representa el 17 por ciento del gasto de los consumidores en países de economías desarrolladas, el porcentaje sube hasta el 40 por ciento en la periferia.
Esto tiene su correlato, incluso, dentro de los países más ricos, como Estados Unidos donde el 20 por ciento de la población más pobre destina hasta una tercera parte de sus ingresos a comprar alimentos mientras que al quintil más rico le insume solo el 7 por ciento de sus ganancias. Si se lo compara con Mozambique, el eslabón más pudiente de la sociedad consume casi el 30 por ciento de sus ingresos para comer mientras que al 20 por ciento más relegado le cuesta poco más del 60 por ciento de sus ingresos, el doble.
Sobre llovido, mojado
Días antes de publicar el próximo martes sus proyecciones económicas actualizadas por regiones y países para el trienio 2022-23-24, el Fondo Monetario Internacional ya adelantó que unos 143 países crecerían menos de lo pensado producto de los efectos de la guerra en Ucrania. Si bien la mayor parte de los países se mantienen dentro del campo positivo, el retroceso en los índices supondrá un impacto global sobre el 86 por ciento del producto bruto interno mundial.
En palabras de la propia directora gerente del organismo, Kristalina Georgieva, el futuro de la economía es “extraordinariamente incierto” debido al efecto combinado de la guerra y las sanciones que se sumaron a la crisis que el planeta arrastra desde la pandemia de Covid-19. “Estamos viviendo una crisis encima de otra”, describió la funcionaria internacional para ilustrar esta suerte de efecto cascada que se cierne sobre el mundo.
De paso por la Argentina como miembro del EuroLat, la integración parlamentaria de ambas orillas del Atlántico que tuvo su sesión en Buenos Aires esta semana, eurodiputada socialista Mónica Silvana González sostuvo la necesidad de “focalizarnos en reconstruir sociedades no semejantes a las que existían antes de la pandemia sino intentar que sean un poquito más igualitarias”. Y añadió: “Creo que después de esta guerra, Europa tiene que volver a mirar a esta región para paliar las falencias en alimentación que va a traer el conflicto, después de que estuvo mucho tiempo mirando hacia otro lado”.
En este escenario, el mundo se enfrenta a la posibilidad real de sufrir los embates de una fuerza que la Argentina conoce bien: la inercia inflacionaria, una combinación de factores estructurales, estacionales y expectativas que mantiene al índice en curso ascendente. Acorde a las últimas estimaciones del FMI, es altamente probable que la inflación siga su trayectoria meteórica a nivel mundial durante más tiempo del previsto en una suerte de profecía auto cumplida que la vuelve más compleja de sofocar.
A diferencia de las economías más desarrolladas, donde los factores globales y locales impulsan casi por términos iguales el alza inflacionaria —y el aspecto doméstico se relaciona más con la reactivación del consumo desde 2021—, en el caso de los países en vías de desarrollo, la incidencia externa constituye casi las dos terceras partes de la explicación. Y en una de las regiones más inequitativas como Latinoamérica, la espiral tiene un efecto fuertemente regresivo sobre los hogares de menores ingresos, degradando todavía más su calidad de vida.
Ni los alimentos ni la energía constituyen bienes suntuosos. Por el contrario, forman parte de lo único que no puede prescindir el ser humano sin condicionar su desarrollo físico. Y frente a las carencias agravadas por la parálisis económica de la pandemia, esta nueva ola crítica que golpea cuando el mundo no termina de sacar su cabeza fuera del agua por todo lo vivido desde 2020 solo magnifica la condición más frágil de la humanidad.