Con la democracia se come, se educa y se cura, prometía el epitafio sobre la tumba de la última dictadura en Argentina, un sentimiento compartido por una Latinoamérica que volvía a la vida de su noche más lúgubre. ¿Qué pasó entonces, casi cuarenta años después, para que aquel consenso indiscutible hoy haga equilibrio sobre la cornisa, lesionado por sus propias imperfecciones y el azote inclemente de los Milei y demás voces ultras que disfrazan de rebeldía lo que no son más que viejas intolerancias, tan autoritarias como reaccionarias? Referentes que se coordinan a nivel internacional para erosionar a la misma democracia de la que sacan votos y provecho.
El viernes pasado, durante su ponencia en Chaco, la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner puso en foco un concepto que hace tiempo se debate a nivel de la academia y una parte de la dirigencia política: la insatisfacción democrática. Porque es precisamente en las fisuras del sistema y no fuera de él donde germinan y crecen cada vez más las expresiones de la ultraderecha. Una fuerza centrífuga que expulsa el centro del debate público hacia los extremos, licuando las posturas más moderadas y devorando a quienes no se ajustan a su juego.
Las demandas insatisfechas nutren a estas expresiones, entre otros factores. El descontento social en sectores marginados del sistema, privados de derechos que van mucho más allá de aquella vieja promesa de los ‘80s que atendía a la satisfacción de las necesidades básicas. Cada vez más se impone el consenso de la pobreza multidimensional, en cuanto a que el desarrollo de una persona también comprende su realización completa y esto incluye sueños y aspiraciones. Donde eso falla y abundan las frustraciones, construyen su caudal electoral los Trump (EEUU), los Bolsonaro (Brasil), los Kast (Chile), los Milei, los Abascal Conde (Vox), los Le Pen (Francia) y los Orban (Hungría), solo para citar a los más populares.
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En su trabajo “La insatisfacción con la democracia en América Latina. Análisis de factores económicos y políticos en 2017”, Yissel Santos González y Oscar Martínez-Martínez, de la Universidad Iberoamericana de México, exploraron los factores que inciden en la percepción de satisfacción respecto al funcionamiento de la democracia en nuestra región. Tomaron una serie de variables económicas y políticas, partiendo de la asociación entre el renacer democrático en Latinoamérica, el desembarco del paradigma neoliberal y el ineludible hecho de que gran parte de las democracias de los ’80 y ‘90s en estas latitudes se avocaron a consolidar aquellas recetas importadas. Las dictaduras previas ya se habían ocupado de pulverizar las resistencias sociales.
“En Latinoamérica, la baja satisfacción con el funcionamiento de la democracia responde a factores tanto económicos como políticos, que se encuentran estrechamente vinculados en el ejercicio de gobierno. El mal funcionamiento de estos ha generado desencanto respecto al funcionamiento de la democracia como sistema de gobierno, a pesar que el 69% está de acuerdo en que no existe otra forma mejor, aun presentando problemas. A pesar de esto, el malestar y la insatisfacción están presentes, lo que deteriora la confianza de los ciudadanos en el gobierno y demás instituciones políticas y civiles”, mantienen.
Desde la perspectiva del rendimiento económico, el nivel de satisfacción con el funcionamiento de la democracia se vincula íntimamente con los resultados de la economía y su expansión, en tanto no solo incide sobre la percepción de los gobiernos como administradores capaces de corregir los desbalances de un mercado naturalmente inclinado sino también de nivelar la cancha para facilitar condiciones de desarrollo hasta el último piso de la pirámide. “A mayor crecimiento económico de un país, la probabilidad de consolidar un régimen democrático es mayor y aumenta el grado de satisfacción de las personas”, remarcan Santos González y Martínez-Martínez. La concentración de la riqueza, por oposición, cementa los altos niveles de desigualdad social que persisten en Latinoamérica, geolocalizados en las periferias “desconectadas” de las sociedades.
En lo que refiere al rendimiento político como factor que explica la satisfacción con la democracia, el abanico incluye desde la percepción sobre el liderazgo presidencial —en una región caracterizada por la figura del jefe de Estado fuerte—; la cabal representación por parte de las fuerzas políticas elegidas; la valoración del diseño y funcionamiento adecuado de las instituciones —legislativos, tribunales, gobiernos, municipios, policías y partidos políticos— y el nivel de corrupción. Como aseveró alguna vez el politólogo Guillermo O’Donnell, “la democracia no es tan sólo un régimen democrático, sino también un modo particular de relación, entre Estado y ciudadanos y entre los propios ciudadanos, bajo un tipo de estado de derecho que, junto con la ciudadanía política, sostiene la ciudadanía civil y una red completa de rendición de cuentas".
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Valoraciones
El Informe sobre Desarrollo Humano 2002, publicado en las puertas de un cambio de época para América latina en lo referente al rol del Estado, resaltaba ya entonces que la democracia no era sólo un valor en sí mismo sino un medio necesario para el desarrollo. La gobernabilidad democrática, por ende, constituía un elemento central “porque a través de la política, y no sólo de la economía, es posible generar condiciones más equitativas y aumentar las opciones de las personas”. Dos años después, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo retomó ese concepto en su primer documento sobre “La Democracia en América Latina. Hacia una democracia de ciudadanas y ciudadanos” para sugerir un rumbo: “El desarrollo de la democracia depende de que se amplíe de manera decidida la ciudadanía social”.
Frente a sociedades desarticuladas por el neoliberalismo de la década previa, la insatisfacción democrática se expresaba no en contra del sistema como tal sino de sus gobernantes, por la falta de capacidad —o voluntad— para resolver los problemas esenciales. Atribuía la razón a una disminución de la soberanía interior del Estado producto del “desequilibrio en la relación entre política y mercado; la presencia de un orden internacional que limita la capacidad de los Estados para actuar con razonable autonomía y la complejización de las sociedades que los sistemas de representación no pueden procesar”.
Si se analiza la serie de sondeos sobre esta temática que la organización Latinobarómetro realizó entre 1995 y 2021, se descubren los trazos de un proceso regional y simultáneo. Y lo que prevalece a lo largo de todos estos años es un núcleo duro del 40 al 50% de personas encuestadas que dan cuenta de un malestar que no implica cancelación y se pronuncia año a año a través de la categoría intermedia del “No muy satisfecho”, apenas un escalón por encima del veto. Los picos de insatisfacción rotan entre Argentina, Brasil, Chile, México, Venezuela, Paraguay y Perú en la serie relevada.
No obstante, es la categoría del “Nada satisfecho” la que determina los momentos de quiebre y se tradujo, cuando vez que irrumpió en la medición, en explosiones sociales de descontento masivo. Sucedió con Brasil, en el informe 2015, cuando se dispararon los niveles de quienes decían sentirse “No muy satisfecho” (44%) y “Nada satisfecho” (29%), tras las masivas protestas que se habían desatado dos años antes en plena Copa FIFA Confederaciones. El mismo Brasil que había reflotado a más de 40 millones de personas sobre la línea de pobreza y abierto las puertas de las universidades a los grupos sociales excluidos durante la década previa se vio sorprendido por las demandas por mejores servicios cuando el gobierno dispuso una suba del boleto del transporte público.
El avance de la derecha y la ultraderecha abroquelada en un golpe parlamentario contra Dilma Rousseff al año siguiente de aquella alarma, en 2016, no puede desasociarse de ese clima que se ocuparon de atizar desde la oposición más radicalizada, como tampoco el ascenso de Jair Bolsonaro al Planalto, montando en su ola de anti-política. Una línea similar al “secar el pantano de Washington”, de Donald Trump, de un año antes, o la guerra contra la “casta política” que acuñaría Milei en la Argentina un tiempo después.
Algo similar ocurrió en Chile, cuando en 2019 se decretó una suba del boleto del subte. Por supuesto que, al igual que en Brasil, las causas del malestar había que rastrearlas mucho más atrás, en incontables deudas sociales y el pedido desatendido por una menor desigualdad en la distribución de la riqueza. Entre 2018 y 2020, el porcentaje de personas que se manifestaba “Nada satisfecha” con la democracia se triplicó, pasando del 9,3 al 27,6%. Sumado a quienes decían sentirse “No muy satisfechos” (48,2%), el caudal del descontento desbordaba las dos terceras partes de la sociedad trasandina.
Si bien la salida a toda esa ebullición se encauzó por vías políticas a través de un proceso constituyente —aún por evaluar— y la elección de una nueva fuerza progresista en la presidencial de 2021, Chile vio cómo los y las votantes sepultaban a las fuerzas tradicionales, catapultando al ballotage a un personaje que prometía cavar una zanja en el límite norte del país para frenar la inmigración irregular, José Antonio Kast. Dato no menor, ni Kast ni Bolsonaro eran “outsiders” en sus sistemas al que simplemente transitaban por la colectora. Tampoco lo era Trump en el Norte.
La implosión en todos estos países expuso causales que hasta los gobiernos progresistas tuvieron dificultades en atender ni bien cubrieron las necesidades más urgentes. Y eso que, a contramano de las bajas notas de la década neoliberal, los gobiernos de la primera década del 2000s mostraron mejores niveles de ponderación social en lo que refiere a estos reportes. Aún después de la pandemia y todas sus dificultades, la población latinoamericana sigue valorando en el relevamiento de 2021 la democracia como un sistema preferible pese a sus “pequeños” (21,5%) o “grandes problemas” (45,3%). Y hasta allí, la dinámica previa respecto a la frustración contenida, con eventuales válvulas de presión, se mantendría pese al estrés que atraviesa Latinoamérica.
No obstante, hay otra pregunta relevada por Latinobarómetro en 2021 donde el enojo se dispara hacia lugares más oscuros y es la que plantea una evaluación social sobre la conocida cita del ex premier británico Winston Churchill respecto a si la democracia es el mejor sistema pese a sus problemas. En este campo, sí se percibe un crecimiento en comparación con la última década en quienes disienten con esta frase en países como Ecuador (53%), Honduras (53%), Perú (44%), Colombia (38%), México (37%), Venezuela (32%), Brasil (27%) y Argentina (24%). Más preocupante aún es el sector promedio donde crece este sentimiento contrario a la democracia con más presencia: los más jóvenes, entre los 15 y los 25 años, seguido por el grupo de adultos entre los 26 y los 40 años.
Cultivando el odio
Lejos de constituir un fenómeno latinoamericano, la erosión de la confianza en el sentir democrático es un proceso que ha madurado en todo el mundo. En 2019, un estudio del Pew Research Center titulado “Los derechos democráticos son populares en todo el mundo, pero el compromiso con ellos no siempre es fuerte” —del cual participó la Argentina—, mostró una leve mayoría del 52% que se declaraba insatisfecha con el sistema. Al segmentarse por ingresos, el malestar más numeroso radicaba en los sectores más bajos y una de las razones era que más de la la mitad (49%) consideraba que su Estado no era administrado en beneficio de todos. Además, un 64% promedio de las personas entrevistadas creían que a la dirigencia política tradicional ya no les preocupaba lo que pensaba la gente y el porcentaje era mayor en los países más industrializados, como Estados Unidos (71%).
Frente a estos datos, no es inocente que el discurso de la ultraderecha en sus múltiples trajes haya embestido con más crudeza que nunca contra la dirigencia política casi de forma coordinada. Consignas como el anticomunismo, la libertad, la oposición al enfoque de género en la educación, los derechos LGBTIQ+, el matrimonio igualitario, los derechos sexuales y reproductivos, la intervención del Estado en los mercados, el cobro de impuestos, el salario básico universal y cualquier arquitectura que implique una erogación pública para garantizar un derecho social —se vio en la media sanción, en Argentina, a la Ley integral sobre VIH, Hepatitis y Tuberculosis, hace diez días— se convirtieron en caballitos de batalla de intercambio.
Hay vasos comunicantes entre la Alt-Right estadounidense y sus expresiones en Brasil, España y Europa del Este, que se manifiestan a través de múltiples canales. El senador texano Ted Cruz ha participado de eventos virtuales con el Vox español así como la fuerza de Abascal tendió puentes políticos con Milei en la Argentina. Con su “Carta de Madrid”, los españoles pretenden construir su “Iberósfera” para erigirse como interlocutores de este campo ante EE.UU. y Europa. La derecha cristiana global, por su parte, también toca puntas con el primer ministro húngaro Viktor Orbán, y el último candidato presidencial francés Éric Zemmour, a la derecha de Marine Le Pen, otra expresión de la xenofobia gala que mantiene lazos con el otro lado del Atlántico a través de su Agrupación Nacional (RN), en la familia de fuerzas que promueven miradas nativistas de derechos circunscriptos a los propios.
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El llamado “Movimiento”, con el que el viejo estratega mediático de Trump, Steve Bannon, pretendió extender sus tentáculos a Latinoamérica, nombró al diputado Eduardo Bolsonaro, uno de los hijos de Jair y mano derecha de su padre en la agenda externa, como su delegado en el Cono Sur. Y hasta coqueteó con fuerzas evangélicas en estos rincones. Desde el otro lado de la cordillera, el chileno Kast celebró la conquista electoral de Milei y el economista le correspondió al grito de guerra común de “Viva la libertad”. Son solo los eslabones más visibles de una cadena que se extiende, cada vez más sólida, a través de Colombia, Perú y alcanzan México e incluyen no solo a dirigentes políticos, pero también organizaciones de la sociedad civil.
“La insatisfacción de la democracia ha tendido a aumentar en términos absolutos y relativos entre las generaciones más jóvenes, particularmente en América Latina, África subsahariana, Europa occidental y las democracias anglosajonas”, advierte Claudio Fuentes, doctor en Ciencia Política y profesor de la Universidad Diego Portales, en Chile, en su artículo “El descontento global con la democracia”, publicado en Ciper. Y en América latina lo vincula al concepto de “fatiga transicional”: “a medida que se produce el normal reemplazo generacional, la sociedad empieza a perder la memoria sobre lo grave de la experiencia autoritaria y de las luchas democratizadoras tempranas, adoptando una visión más crítica del funcionamiento democrático actual.”
Paradójicamente, la ultraderecha cautiva cada vez más con su tono de rebeldía a las generaciones más jóvenes así como lo hace con los excluidos, cansados ya de esperar respuestas que no llegan de las fuerzas tradicionales. El propio economista argentino que sorprendió con su crecimiento en las periferias más vulnerables del sur porteño reconoció que su discurso cautiva, sobre todo, a quienes no tienen qué comer, porque no forman parte de los privilegiados que pueden “equivocarse” con su voto. Es el corazón de quienes aún valoran la democracia, aunque no encuentran razones de peso para seguir creyendo en las promesas incumplidas.