Primero, la policía rodoviaria frenó y retrasó a los colectivos que llevaban votantes de Luiz Inácio Lula da Silva en algunos estados claves del país bajo la falsa excusa de operativos de última hora para combatir la delincuencia el mismo día del balotaje presidencial. Segundo, el propio mandatario Jair Bolsonaro se negó a reconocer su derrota en las urnas, mandó a su partido y asesores para denunciar fraude en la Justicia y legitimó los reclamos de sus seguidores que cortaban rutas en todo el país, amenazando con desabastecimiento de combustible. Tercero, apoyó los campamentos de simpatizantes que se instalaron frente al Cuartel General del Ejército para pedir un golpe y su esposa incluso rezó con esos golpistas. Cuarto, se negó a entregar el poder a Lula y, dos días antes de terminar su mandato, cuando la Policía informaba que detenía a seguidores suyos con explosivos e intención de frenar la asunción, se fue a Estados Unidos. Por eso, todos sabían en Brasil que el movimiento que se identifica como bolsonarista no es democrático, tiene la determinación de actuar y hacerlo con violencia, quiere derrocar el flamante Gobierno y responde -por momentos, hasta pide a gritos- a las arengas del ex presidente.
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Pese a esta sucesión, coherente y constante, que solo comprende los últimos dos meses, el repudio generalizado en Brasil no está siendo apuntado a Bolsonaro, como si se tratara de individuos -o loquitos- aislados. Los gobernadores del país y tres dirigentes que fueron centrales en la construcción del movimiento bolsonarista más allá de Bolsonaro -los gobernadores de San Pablo y Minais Gerais, y su ex vicepresidente- ni siquiera nombraron al ex presidente en sus condenas al ataque contra los tres Poderes del Estado. El Partido Liberal, que impulsó la candidatura de Bolsonaro, no solo no responsabilizó a nadie de la violencia, sino que hasta la contrastó con las protestas frente a los cuarteles militares con las que sus militantes pidieron "una intervención militar" y, por eso, fueron "un ejemplo".
Nadie en la clase política en Brasil está apoyando la invasión y destrucción de las sedes del Congreso, Presidencia y el Supremo Tribunal Federal (la corte suprema brasileña), pero solo el Gobierno está denunciando o pidiendo investigar a los responsables políticos y económicos.
"Aprovecharon el silencio del domingo, cuando estábamos armando el gobierno, para hacer lo que hicieron. Y ustedes saben que existen varios discursos del ex presidente estimulando eso. Y eso también es responsabilidad de él y de los partidos que lo apoyaron", sentenció Lula en el mismo mensaje en el que anunció la intervención federal de toda el área de seguridad del Distrito Federal (DF). Porque, como en Argentina con la Ciudad de Buenos Aires, Brasilia tiene cierta autonomía y controla su propia policía, que fue exactamente la que no actuó el domingo.
Las imágenes no mienten. Las redes se llenaron de videos de policías capitalinos saludando o charlando amigablemente con los entre cuatro mil y cinco mil bolsonaristas que caminaron -sin ningún tipo de problema o cuestionamiento- varios kilómetros para llegar a las escuetas vallas que protegía un cordón policial aún más escueto en la entrada de la llamada explanada de los tres poderes, el predio donde se encuentran las sedes del Congreso, la Presidencia y la corte suprema. Venían anunciando y promocionando la movilización del domingo desde el viernes pasado y, de hecho, hasta las autoridades del Senado pidieron que se refuerce la seguridad, aunque como todos saben, Brasilia queda desierta los fines de semana.
Lula deslizó un "hubo una falta de seguridad" y después puso el foco en quienes estuvieron detrás de la movilización. "Vamos a descubrir quiénes son los financiadores", prometió y el compromiso no es anecdótico. Fuentes cercanas al Gobierno de Lula están convencidos que el sector más duro del agro, uno de los pocos sectores del poder económico que apoyó hasta el final a Bolsonaro sin ningún tipo de críticas, fue el que pagó los micros con los que los bolsonaristas se acercaron el domingo al centro de Brasilia. Fue el mismo sector que predominaba con sus camionetas 4x4 en los actos de campaña por la reelección y el que luego apoyó los cortes de ruta después de la victoria electoral de Lula. También será uno de los más afectados por la política ambiental anunciada por el nuevo Gobierno de protección de la Amazonía.
Aunque ningún sector político apoyó a los bolsonaristas y su reclamo de destituir a Lula, el golpe se sintió muy fuerte para un Gobierno que solo cumplía una semana en el poder. Sin el apoyo de la mayoría de las Fuerzas Armadas ni la complicidad de otros estados claves para controlar el país, da la impresión que el ataque del domingo fue, por un lado, una demostración de fuerza -especialmente por la inacción policial y los bloqueos de rutas que comenzaron a reaparecer en la madrugada del lunes en distintos estados- y, por otro lado, una forma de humillar al nuevo mandatario.
Al hablar frente a las cámaras, Lula estaba visiblemente enojado y conmocionado, pero mantuvo un mensaje moderado y un tono controlado. No recurrió a una intervención total del DF, que hubiese significado desplegar y empoderar a los militares, en donde aún el foco bolsonarista es fuerte; y pudo recuperar el control de Brasilia sin represión ni muertos (como sí sucedió en Estados Unidos en el ataque similar al Congreso de enero de 2021).
Incluso Lula no cedió a los pedidos más extremos que abogaban, por ejemplo, por el juicio político al gobernador del DF, Ibaneis Rocha, un declarado aliado de Bolsonaro en esta última elección que prácticamente desapareció en las primeras horas del ataque del domingo. Fue tan grosera su actuación que, al caer la noche, y tras el decreto de intervención, tuvo que pedirle disculpas ante las cámaras al flamante presidente quien, fiel a su estilo negociador, ni lo mencionó.
No obstante, poco después, el juez de la corte suprema Alexandre de Moraes decidió suspender a Rocha del cargo por 90 días, al mismo tiempo que ordenó desocupar todos los espacios públicos en 24 horas, una orden que, sin embargo, la policía militar de Brasilia no lograba imponer en la madrugada del lunes porque militares con carros blindados no permitían disolver el campamento de bolsonaristas que desde noviembre piden un golpe frente al Cuartel General del Ejército.
La sospechas se instalaron en Florida
Pero sin dudas, el dirigente que quedó en el centro de la tormenta es el ahora ex secretario de Seguridad de Rocha -y casualmente ex ministro de Justicia de Bolsonaro-, Anderson Torres. El gobernador lo echó incluso antes que hablara Lula y rápidamente su nombre quedó en el centro de las sospechas de un entramado político detrás del ataque a la democracia brasileña. El Partido de los Trabajadores (PT) del presidente lo señaló como uno de los principales responsables de la inacción -o connivencia- policial y luego la Procuraduría General de la Nación pidió su detención.
Pero aunque Torres tuiteaba en medio del ataque y prometía desplegar a todas las fuerzas por entonces a su disposición, no se encontraba ni en Brasilia ni en Brasil. Está en Estados Unidos, en el mismo estado de Florida donde decidió refugiarse Bolsonaro unos días antes para escapar a la nueva realidad política del país (y dicen los rumores, a una posible orden de detención de la corte suprema, que hace tiempo lo investiga por difundir información falsa que atenta contra la democracia).
Ya en el centro de todas las especulaciones, que hablaban de un posible encuentro con el ex mandatario para organizar los ataques de este domingo, habló con el diario brasileño Folha do Sao Paulo: "No vine a Estados Unidos a encontrarme con Bolsonaro. No me encontré con él en ningún momento. Estoy de vacaciones con mi familia. No hubo ninguna trama para que eso (por el ataque en Brasilia) ocurriese".
Pero las coincidencias no pasaron desapercibidas, aún si el Gobierno de Estados Unidos se apuró a repudiar el ataque contra los tres poderes del Estado en Brasilia. Desde la frontera sur con México, el presidente Joe Biden calificó de "indignante" la agresión y se sumó a su asesor de seguridad, Jake Sullivan, que había condenado "cualquier intento por socavar la democracia”, y a su secretario de Estado, Antony Blinken, que sostuvo que "usar la violencia para atacar las instituciones democráticas es siempre inaceptable". "Nos unimos a Lula para instar al cese inmediato de estas acciones", tuiteó el funcionario.
Pero el coro de repudios oficiales no logró tapar un pedido que anuncia un posible punto de tensión bilateral. "Hace casi dos años el Capitolio estadounidense fue atacado por fascistas. Hay movimientos fascistas en el extranjero que intentan hacer lo mismo en Brasil. Debemos apoyar solidariamente al gobierno elegido democráticamente de Lula. Estados Unidos debe dejar de dar refugio a Bolsonaro en Florida", tuiteó la congresista Alexandria Ocasio-Cortez, referente del ala más progresista del Partido Demócrata de Biden.