Y no será esta vez: sobre la muerte del asesino del Che

10 de marzo, 2022 | 15.30

El 26 de septiembre del 2007 era un día como cualquiera del año en Santa Cruz de la Sierra: el sopor de los eternamente húmedos treinta y cinco grados a la sombra, en nada se diferencian con los días de diciembre o marzo en esa pequeña casi ciudad metida en la punta de la amazonía.

De modo que así transcurría mi vida, trabajando frente al ventilador bastante destartalado, hasta que sonó el teléfono.

-Buen día compañero, llamo para decirle que Terán está aquí.

-Ajá…y cual Terán sería ese?

-El sargento Terán, ese Terán. El sargento.

Tras un largo silencio, pensé en voz alta:

-Yo creía que estaba muerto.

-Si…pero no. Vino para que lo operemos. Lo trajo su hijo. Vamos a proceder con los exámenes…ya tu sabes…el protocolo de siempre y eso, porque este está de verdad jodido. ¡No ve ni pinga!

La que me llamaba era Yoarlén, una de las medicas cubanas de la Misión Milagro, que se había instalado en Bolivia a principios del gobierno de Evo Morales.

El tal Terán era el sargento Mario Terán, que el 9 de octubre de 1967 había fusilado al Che Guevara en la infausta sala de la escuelita de La Higuera. Y que cuarenta años después, viejo y ciego, concurría al centro oftalmológico conocido como “Che Guevara” a que lo operaran bien y gratis, de unas cataratas perniciosas que lo tenían en una oscuridad casi absoluta.

El día se me fue tratando de convencer sin éxito al cónsul cubano, sobre la conveniencia de publicar eso. La respuesta fue cerrada: “No. Tu sabes que nosotros no hacemos eso. Ese hombre es un paciente que como cualquiera necesita atención, no publicidad. Y ya. ¿Sí me entiendes? No podemos hacer eso

De nada sirvió recordarle que los grupitos fascistas de Santa Cruz afilaban su odio e ignorancia, arrojando de noche bombas lacrimógenas a las casas de los residentes cubanos, ni que en un pueblo cercano habían secuestrado a tres y los había tirado monte adentro, desnudos y descalzos, bajo el lema “no queremos comunistas”, en una muestra más de la brutalidad que genera ese narcicismo rural del que hicieron gala, festejando la ”histórica hazaña” con cerveza y banda de música y tiros al aire.

Igual se supo. El propio hijo de Terán había ido, tímido pero porfiado, a un diario a pedir que le publicaran una nota de agradecimiento a los médicos cubanos.

Y Terán, ese Terán, el Sargento, recuperó la vista.

Así supimos que estaba vivo, que vivía en Santa Cruz de la Sierra en un casi absoluto anonimato que guardaban celosamente algunos componentes del ejército.

Se dijeron muchas cosas sobre el: que tenia problemas de alcohol, que había necesitado atención psiquiátrica, que salía disfrazado hasta con pelucas, porque “los cubanos lo buscan para matarlo”, que cuando se presentaba a algún tramite solo decía su nombre por temor a “los rumores” y que casi no salía de su casa, producto de una existencia de fantasmas, malos presagios y miedo.

Aquel sargento Terán que cuando el mundo cambió y se le pasó la euforia de su hazaña se dedicó a decir que no había sido él, sino otro Terán, tratando de borrar (quizá en su cabeza) que hay fotos que lo muestran allí. Y unos testimonios que dicen que cuando el entonces Teniente Gary Prado pidió un voluntario para fusilar al Ché, el se había ofrecido argumentando venganza. El mismo Gray Prado Salmón, que me dijo a mí en el año 1996, que esa acción fue una orden superior, y que hasta no hace mucho, se ocupara de la suerte del sargento, fue quien confirmó que fue Terán, quien ejecutó al Che con dos rafas que gatilló desde una M2 automática.

Lo cierto, y que consta en documentos, es que la orden “saluden a papá”, llegó directamente de EE UU, y que en Vallegrande, el encargado de que se cumpliera no era ni Gary Prado, ni mucho menos, Terán. Ni siquiera al coronel Joaquín Centeno Anaya, que era el comandante de la división, sino el encargado de la CIA allí, Félix Rodríguez.

Lo demás son fotos conocidas: la del Che aun vivo y prisionero (que desmiente la teoría de que había sido muerto en combate), la del Che muerto y expuesto sobre los piletones del lavadero del Hospital Señor de Malta, la del helicóptero que trasladó el cuerpo desde un pueblo de siete casas malamente famoso llamado La Higuera, hasta Vallegrande.

Son pruebas irrefutables, tanto como que quien disparó la carabina contra un Che Guevara herido y preso, fue el sargento Mario Terán, que murió el miércoles, a los ochenta años, tras haber tenido una vida de mierda, producto de un instante de falso heroísmo alimentado por el odio.

Yo de él solo supe su historia y aquella llamada del hospital oftalmológico cubano, Che Guevara, en Bolivia, para devolverle la vista.

Por mi parte, nunca adscribí a eso de que “no hay muerto malo”.

Y no será esta vez.

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