(Por Héctor Puyo).- El reencuentro entre dos hermanas y sus respectivos maridos, con posiciones filosóficas distintas, es el nudo de Laponia, una comedia de Marc Angelet y Cristina Clemente adaptada por Ignacio Gómez Bustamante, que cosecha su humor por el choque entre idiosincrasias, es sostenida por un cuarteto de excelentes intérpretes y se ofrece en el teatro Picadero.
El director Nelson Valente no yerra al elegir a su equipo: Jorge Suárez aporta su conocida ductilidad para encarnar al único finlandés de la pieza, mientras Laura Oliva, Héctor Díaz y Paula Ransemberg son los argentinos que sostienen la subjetividad de la platea, en una trama que tiene una previsible estructura -aclaremos que se trata de un teatro comercial de buena cepa- y que busca la diversión antes que cualquier otra cosa.
Laponia es una región geográfica del norte de Europa, dividida entre cuatro países, y en este caso se eligió la zona finlandesa porque está por llegar la Navidad y los argentinos visitantes concurrieron al hogar de unos familiares con su hijo de cinco años para admirarse con la Aurora Boreal, de la que obtendrán infinitas fotografías, y porque supuestamente Papá Noel aparecerá en algún momento con sus risotadas y sus regalos.
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Solo que tanta ilusión, sostenida con diferencias por el matrimonio Oliva-Díaz, se da de bruces contra el pensamiento racionalista del finés Suárez y su esposa criolla Ransemberg, quienes criaron a su hija de cuatro años y medio sin el más mínimo costado mítico de la cultura occidental, aportándole conceptos lógicos sobre cómo llegan los niños al mundo y la inexistencia de seres como las hadas, Papá Noel o los Reyes Magos.
La pieza guarda una trampa para el final pero durante su mayor trayecto se sostiene sobre la incomodidad de ambas parejas sobre todo la visitante- en mundos con idiosincrasias diferentes: lo instintivo y fantasioso del espíritu latino por un lado y lo férreamente racional a cargo de quien se ha criado en los libros y en un clima de recogimiento hogareño, helado y con solo dos días de verano al año.
Es el caso del personaje de Suárez, quien construye una forma de hablar que respeta el castellano pero que añade graciosas confusiones semánticas; sentencioso, seguro de sus razones, su única tarea visible parece ser la de ir a encargar leña para sus estufas; a su lado, su esposa Ransemberg manifiesta cierta sumisión de extranjera en tierra extraña y parece estar de acuerdo con él, aunque no quede claro cómo se conocieron, enamoraron y llegaron a ser matrimonio.
Quien está visiblemente incómoda de principio a fin es Oliva, encerrada como una leona en ese hogar cercano al Círculo Polar Ártico aunque para el caso podría ubicarse en cualquier otro sitio remoto y hostil-, mientras su marido Díaz es una especie de fusible que intenta contener las tensiones que se generan en el cuarteto: trata de colaborar en algunas tareas, se ofrece para hacer asado o empanadas, como forma de introducir algo argentino que lime rispideces, y es quien menos interés manifiesta en las discusiones.
El conflicto que se ve en escena tiene un rebote en el piso superior, a donde las subidas y bajadas de los mayores son permanentes, porque allí se supone que están los pequeños: una, destruyendo los sueños infantiles de su primo hermano y el otro resistiendo los embates lógicos de su parienta, a quien acaba de conocer. Una lucha ideológica desde la infancia.
Más allá del enganche que el asunto logra con la audiencia y el innegable humor que se desprende de esos choques, hay algo artificial en el encuentro de las dos hermanas y sus respectivos cónyuges. Como se sabe, la sala Picadero es desde hace mucho tiempo la catedral del teatro catalán y son catalanes los autores Angelet y Clemente, y eso es visible en el mecanismo dramático, aunque la traducción al argentino de Gómez Bustamante sea correcta, porque no es lo mismo un viaje tan largo para un europeo dentro de Europa como para un sudamericano, sobre todo cuando se habla tan poco del país anfitrión.
El buen rendimiento de la obra, cuya escenografía de Rodrigo González Garillo cumple el milagro de volver a construir un ámbito que contenga living-comedor-cocina-etcétera en el que transcurren todas las comedias clasemedieras, está en el buen manejo de sus intérpretes y en la cadencia impuesta por el director Valente, empoderado del momento justo para el sobrentendido o la réplica.
Para ello, cada personaje tiene sus momentos para lucirse y hacer reír, pero es inevitablemente Laura Oliva quien se lleva la mayor parte de los aplausos: pese a que su criatura es la que tiene menos evolución dentro del relato, carcomida por el mal humor y la ira, la actriz conoce los recursos para provocar la adhesión del público, interpelándolo y haciéndole sentir que la razón es suya.
Laponia se ve en el céntrico teatro Picadero, Enrique Santos Discépolo 1857, viernes y sábados a las 22.15 y domingos a las 20.30.
Con información de Télam