El debate político-económico asistió en las últimas horas a una transmutación y forzamiento discursivo que sería asombroso si en el debate reinase una racionalidad media.
El primer asombro fue escuchar a los representantes de la fuerza que posee el 46 por ciento de las bancas de la cámara baja defender un tributo extraordinario que gravará, según la AFIP, a solo 9300 personas. Y no sólo eso, la mitad de los alrededor de 300 mil millones de pesos que se planean recaudar saldrán de los bolsillos de apenas 250 personas, lo que da una idea de la concentración de la riqueza.
El segundo asombro fue la naturaleza de los argumentos. No faltaron los diputados que se opusieron “en defensa de las Pymes” cuando el tributo es tan limitado que sólo alcanza a las fortunas personales. Precisamente por eso pesará sobre tan pocas personas humanas, ya que la riqueza suele estar mayormente en cabeza de las personas jurídicas. Por supuesto no faltaron los argumentos leguleyos más tradicionales y de bajo vuelo sobre la presunta doble tributación o la “inconstitucionalidad”, expresión que ya es un comodín para cualquier acción del Ejecutivo que afecte los intereses de los poderosos y que a esta altura funciona como la mejor invitación para la indispensable reforma de fondo de la carta magna, especialmente en su capítulo sobre el poder judicial.
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El tercer asombro bien podría haber surgido de pedirle a un estudiante de economía de primer año de una universidad privada que invente un argumento contra el tributo. La respuesta fue evidente: “afecta la inversión” y “castiga a los que dan trabajo”. No hace falta volver a contar que la inversión agregada depende de la demanda y del ciclo económico, y no de los incentivos impositivos, y que los ricos lo son por explotar el trabajo y no por “darlo”. Un ejemplo cercano es la reciente experiencia macrista-radical, que redujo significativamente los impuestos a los más ricos sin el menor efecto en la inversión. El único efecto de cobrarle menos impuestos a los más poderosos es el aumento de la desigualdad, una afirmación que es válida en cualquier lugar del planeta. Lo contrario también vale, la reducción de la desigualdad empieza con la tributación a los más ricos. Otro ejemplo, nunca los más ricos pagaron proporcionalmente más impuestos que en las tres décadas posteriores a la segunda guerra mundial, precisamente durante “la edad de oro” del capitalismo y cuando fue más igualitario.
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El cuarto asombro fue la unidad discursiva entre la izquierda trotskista, devenida en caricatura infantil de sí misma, y los escribas de la prensa que apoyó cerradamente el desfalco de 2016-2019. Para uno de los diputados de la “izquierda” que ¡se abstuvo de gravar a las grandes fortunas! el tributo extraordinario habría consistido en el “camuflaje de un ajuste contra el pueblo” presentado como “algo revolucionario”. Casualmente, o como quiera leerse, uno de los escribas de Héctor Magnetto tituló sin eufemismos: “Cómo ajustar y seguir siendo progre. El telón de fondo del impuesto a los ricos es correr el foco del ajuste que ya está lanzado”. La presunta izquierda más izquierdista y la prensa que sostuvo al régimen macrista vieron lo mismo, una vulgar estratagema no para gravar a unos pocos miles de multimillonarios, sino una para meter el ajuste que, dicho sea de paso, la última siempre apoyó. La fuerza del discurso mediático no reside precisamente en su continuidad lógica.
El quinto asombro, y sólo para citar a los más asombrosos, fue la continuidad de la chicana honestista de los representantes del fallido gobierno macrista, los mismos que participaron de la dilapidación de los 100 mil millones de dólares de deuda que hoy tienen en vilo a la economía y los mismos que provocaron una profunda recesión, con caída de los salarios y aumento de la pobreza. A pesar de los nulos blasones durante el debate cuestionaron el destino “espurio” que se le daría a los fondos recaudados por el tributo, pues los beneficios serían para los “viejos amigos” del poder (kirchnerista). Para estos diputados la coyuntura parece haber quedado suspendida en el tiempo y todo sigue como si fuese mediados de 2015 y el macrismo no hubiese sucedido.
Desde una perspectiva teórica vale recordar que los impuestos no financian nada, solo “queman” el reflujo de dinero iniciado por el Gasto. El Gasto público es el flujo, los impuestos son el reflujo. Es una cuestión temporal. Siempre se gasta antes de recaudar. Los déficits no se financian porque cuando aparecen registrados ya fueron financiados. Los impuestos son unos de los instrumentos para retirar el dinero excedente. Es en este sentido que los teóricos de la moneda moderna hablan de que los impuestos “queman dinero”. En el camino se los puede usar para redistribuir ingresos, promocionar sectores o alentar o desalentar conductas sociales. Pero lo que no hacen es financiar el gasto. Los mayores gastos demandados por la pandemia, como el IFE y la ATP, ya fueron financiados, no los financiarán las 9000 mayores fortunas. Lo que está claro es que al momento del reflujo impositivo es mucho mejor quemar el dinero de los más ricos que el de los más pobres. También que lo único malo de “la contribución extraordinaria” sobre las grandes fortunas es su carácter de extraordinario. En este punto debe reconocerse que la estructura tributaria es siempre expresión de las relaciones de poder entre las clases sociales y que en el presente, como lo demuestran los siete meses de demora transcurridos hasta la media sanción, parece que sólo hasta aquí fue posible llegar.