La “no salida” del subsecretario de energía Federico Basualdo no fue la operación política de nadie. La síntesis provisoria es que existieron demoras en la presentación de un plan de segmentación de tarifas eléctricas y que en el Ministerio de Economía se cansaron de esperar, lo que llevó a una toma de decisiones conjunta, pero con problemas de difusión. Luego, lo que sí hubo, con responsabilidades de origen cruzadas, fue una operación mediática con letra archiconocida. Según el relato constante de la prensa concentrada el gobierno del Frente de Todos se divide, siempre y cualquiera sea el tema, en dos alas, una “irracional”, representada por “el kirchnerismo duro” y liderada por la Vicepresidenta y una “racional”, integrada por todos los demás. Como el problema en cuestión fueron las tarifas eléctricas la polarización se habría dado entre la defensa de un congelamiento obtuso y aumentos a la medida de las distribuidoras. Por supuesto, la dicotomía es falsa, lo que no significa que no existan debates por el nivel de tarifas.
Más allá de la entretenida chismografía política, como por ejemplo la que trata los vínculos de familia y amistad que siempre influyen en la distribución y sostenimiento de los cargos políticos, la ocasión del pequeño affaire Basualdo resulta propicia para detenerse en el mucho más interesante análisis económico del problema tarifario y su actual cuadro de situación.
Las tarifas están en el centro del análisis macroeconómico porque son un precio básico, es decir un precio que influye en el precio de todos los demás precios de la economía, ya que todos los bienes y servicios demandan energía para su producción. Además si se trata de un precio básico también hablamos de uno de los principales componentes de la inflación. Para completar se suma el detalle de que el nivel de tarifas resta al ingreso disponible de las familias, es decir disminuyen el ingreso que queda para el resto de los consumos.
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Dados estos datos aparece entonces una fuerte “tentación macroeconómica” de mantener las tarifas retrasadas, algo similar a lo que suele suceder con el precio del dólar. En principio todo parece ganancia, se aumenta el ingreso disponible de las familias y se reducen los costos de producción. La contracara de tanta virtud es que los combustibles y la energía tienen un costo de producción. Si las tarifas no cubren este costo se dice que existe un “retraso tarifario”. Si con lo que reciben de tarifas las empresas –productoras, transportadoras y distribuidoras– no cubren sus costos y ganancias o bien dejan de producir o bien alguien tiene que poner la diferencia. Y como se sabe ese alguien es el Estado. Durante la última etapa del kirchnerismo esta diferencia entre lo que no pagaban los consumidores y los costos reales llegó a estar cerca de los 4 puntos del PIB (3,8), número que incluía al transporte. En 2020 esta cifra fue de 2,2 puntos, 1,7 las tarifas energéticas y 0,5 los subsidios al transporte, alrededor de 800 mil millones de pesos en total. Dado que para el lector estos grandes números dicen poco, conviene abordar la cuestión de forma más cualitativa.
El primer punto es político. Entre 2011 y 2015 se gastaron en subsidios un promedio anual de 3,2 puntos del PIB, un gasto gigantesco que, a juzgar por el resultado electoral de 2015, la sociedad no vio. La primera pregunta es ¿cuál hubiese sido el resultado si durante ese mismo lustro el mismo porcentaje del PIB se destinaba, por ejemplo, a obra pública en infraestructura? No está de más recordar el efecto Randazzo, cuando solo eficientizar y aumentar levemente el gasto de Transporte le hizo creer a un ministro que podía ser presidente.
El segundo punto también es político. Con el atraso tarifario sucede lo mismo que con el atraso cambiario. Cuanto más fuerte el atraso más fuerte el shock de salida. El último kirchnerismo advirtió la magnitud de los subsidios, pero cuando intentó una leve “sintonía fina” la prensa concentrada comenzó a titular “tarifazo”.
Cuando llegó el turno del macrismo no demoró en aplicar, con consenso social y sin titulares sobre “tarifazos”, una política de actualización de shock. Las tarifas de energía eléctrica se multiplicaron por 20 y las de gas por 11 en un contexto en que el IPC se multiplicó por alrededor de 4. Sin embargo, a pesar de estas subas, los subsidios nunca desaparecieron y entre 2016 y 2019 promediaron 2,2 puntos del PIB (1,5 puntos en 2019). Lo que sí cambió notablemente fue el impacto del costo tarifario en el gasto de los hogares, que pasó del 2 por ciento del valor de la canasta básica durante el último mandato de CFK, al 8 por ciento con Macri. Se entiende entonces que el impacto de los aumentos tarifarios es más fuerte para los menores niveles de ingresos.
Un dato que pocas veces se cita es que a pesar de los aumentos producidos durante el macrismo, los costos de la energía en Argentina siempre se mantuvieron entre los más bajos de la región, sólo se paga menos en Paraguay, realidad que se mantiene hasta el presente. La discontinuidad respecto del macrismo es que a raíz de la pandemia las tarifas se congelaron. Sin embargo este congelamiento, cuyo deshielo ya comenzó con la suba de los combustibles y con el anuncio de la suba de las tarifas eléctricas, no podrá mantenerse para siempre.
Aquí vale introducir un paréntesis. Contra lo que podría creerse, a las distribuidoras eléctricas como Edesur o Edenor no les importa especialmente el descongelamiento tarifario porque con tarifa o con subsidio ganan igual, sólo cambia la prolijidad. Ahora bien, si se observan los balances de estas firmas sus ganancias son casi nulas y, para desgracia del Fondo de Garantía de Sustentabilidad de la Anses, propietario de casi el 30 por ciento de las acciones de Edenor, no distribuyen utilidades. ¿Cómo ganan dinero las distribuidoras? Con las ganancias de las empresas subsidiarias que les prestan servicios, empresas que son controladas por los mismos dueños y que están dentro de su estructura de costos. Normalmente las distribuidoras deberían cubrir sus costos con las tarifas. Pero sucede que su costo principal es la energía que le compran a Cammesa. Cuando sus ingresos disminuyen simplemente dejan de pagarle a Cammesa, firma que no puede cortarles la provisión. El resultado es que los subsidios le cubren a Cammesa lo que no le pagan las distribuidoras. Nótese que la estructura de funcionamiento de las distribuidoras está armada para funcionar con el actual esquema de subsidios.
Finalmente deben considerarse una suma de factores adicionales que hoy presionan sobre los precios. El primero es que dentro del fuerte aumento de las materias primas de los últimos meses se encuentran los precios de la energía, con los hidrocarburos a la cabeza. El segundo es que mantener en 2021 el nivel de subsidios de 2020, lo que se propuso en el Presupuesto, significaría sumar la inflación pasada, o sea subas tarifarias en torno al 40 por ciento. Es decir que si no se toca nada la relación subsidios/PIB subiría fuertemente y conduciría rápidamente a los niveles del período 2011-2015, un error que no se desea repetir. El camino lógico en materia de políticas públicas parece tener dos dimensiones. La primera es una segmentación rápida que reoriente los subsidios solamente a las tarifas que pagan los deciles de menores ingresos, aquellos a los que las tarifas efectivamente le afectan el ingreso disponible. Al respecto no debe olvidarse que hasta hace poco el Estado nacional pagaba la mitad de los salarios de muchos sectores económicos, por lo que cuenta con la base de información para esta segmentación. La segunda, y paralela, es sincerar la estructura de costos de las empresas y la forma en que se contabilizan sus gastos. No es un camino fácil, pero tampoco lo es acumular tensiones. Existe también una tercera dimensión, más inasible, que es garantizar que lo que se ahorre en subsidios se destine a reactivación, pues nunca faltan entre los hacedores de política las mentalidades ahorradoras, más con el FMI adentro.-