Según un estudio reciente del Pew Research Center, más de 150 millones de personas dejaron de pertenecer a la denominada “clase media” durante 2020, la caída más grande en las últimas tres décadas. Todas estas personas, pasaron a engrosar las filas de la pobreza.
Los análisis internacionales permiten advertir que los países emergentes, especialmente los del sudeste asiático (excluyendo China) y América Latina, serán los más afectados. A diferencia de lo sucedido luego de la crisis del 2008, esta vez, la recuperación del empleo en las economías emergentes será más lenta.
Sin embargo, no sucede lo mismo con los países desarrollados, que están protegiendo a su clase media, que fue la “perdedora" de la globalización. En un mundo donde gran parte de la disputa pasa por sostener o aumentar los puestos de trabajo, los países desarrollados toman medidas para contener el empleo y repatriar inversiones que antes se habían “deslocalizado”.
Durante el primer año de pandemia la expansión del gasto estatal se acercó al 10% del PBI en países desarrollados, impulsado principalmente por los planes de estímulo económico, inversión en salud y políticas sociales, que llegaron a superar el 47% del PBI. En cambio, la expansión del gasto apenas fue de alrededor del 3% en los países de ingresos medios y de menos del 2% en los países de ingresos bajos.
Por su parte, Europa ya acordó una expansión fiscal al mismo tiempo que el presidente estadounidense Joe Biden anunció que invertiría u$s 1,9 billones en medidas para reactivar la economía. Inclusive, en una especie de autocrítica al modelo sostenido por el establishment político y económico norteamericano, Biden afirmó en su discurso ante el congreso norteamericano que “la economía del derrame nunca funcionó. Es momento de hacer crecer la economía desde abajo y desde el medio hacia arriba. Wall Street no construyó este país. La clase media construyó este país y los sindicatos crearon la clase media”.
Llamativamente -contrariando al presidente norteamericano- el FMI, mientras admite el rol del sobreendeudamiento como un collar que ahorca las posibilidades de cualquier economía débil para afrontar una crisis como la que vivimos, sigue predicando sistemáticamente el ajuste bajo el eufemismo de la “consolidación fiscal de mediano plazo” para los países deudores. La paradoja es que sus principales accionistas, los países desarrollados del G7, no dudan en expandir el gasto hasta donde sea necesario: en 2020 tuvieron un déficit primario promedio de 12% y piensan mantenerlo este año. Esta doble vara mundial no es nueva, pero se hace más indigerible en un contexto tan dramático como el actual, donde la injusticia se acrecienta.
Según un estudio de Oxfam, en 76 de los 91 países a los que el FMI les otorgó créditos durante la pandemia, se propusieron planes de ajuste que incluían “recortes profundos en los sistemas públicos de salud y planes de pensiones, congelamientos y recortes salariales para los trabajadores del sector público (como médicos, enfermeras y profesores) y prestaciones por desempleo, como la paga por enfermedad”.
El mismo informe echa luz sobre una dimensión política clave. Más del 50% del financiamiento total por COVID-19 del FMI se ha comprometido a sólo tres países: Perú, Chile y Colombia. Sin embargo, solamente Colombia ha utilizado su línea de crédito. Pareciera que el grueso de los préstamos va a parar a los países más alineados a nivel regional con la potencia del norte, en la medida en que ese modelo aparezca como “en riesgo”. Este fue el caso de la Argentina gobernada por Mauricio Macri en 2018.
Como dijimos, estos préstamos no vienen sin condiciones. El aparente “lado bueno” y “comprensivo” del FMI surgido durante la pandemia, no se plasmó en los programas de ajustes estructurales que el organismo viene aplicando desde hace décadas.
La ONG belga Eurodad investigó los préstamos del FMI durante la pandemia y encontró que, de 59 países analizados, 39 se comprometieron a aumentar impuestos, particularmente el IVA. La tendencia no fue a la progresividad, lo que expone la incapacidad o la falta de voluntad para recaudar entre los sectores de mayor capacidad contributiva.
La Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD, por sus siglas en inglés), en cambio, tiene una perspectiva distinta sobre cuáles son los caminos para una verdadera recuperación económica, donde se plantea la necesidad de disminuir la desigualdad en 3 dimensiones: entre Estados desarrollados y subdesarrollados, entre Estados y corporaciones y entre sectores sociales. Desde esta óptica, si no se quiere tener una nueva década perdida debe haber reformas estructurales para redistribuir la riqueza y mejorar la capacidad de gasto e inversión de los países en desarrollo. Este Organismo, con fuerte influencia de los países “no alineados”, hace una dura crítica al sistema vigente desde donde es posible afirmar que sin audacia en las propuestas no va a ser posible un verdadero cambio.
Entonces, ¿cuáles serían los caminos que deberían seguir por los países? Aumentar los salarios -más rápidamente entre los sectores peor remunerados-; fortalecer la recaudación mediante un incremento de los impuestos a los deciles más ricos y a las corporaciones; expandir el gasto y la inversión pública para compensar la merma en el gasto autónomo privado; afirmar la autoridad regulatoria de los Bancos Centrales para evitar la especulación de los grandes fondos de inversión, la fuga de capitales y la evasión fiscal; emprender acciones urgentes en materia de deuda pública, entre ellas una moratoria a los servicios de deuda.
No sólo es necesario reducir la pobreza, sino proteger a las clases medias, lo que implica crear y redistribuir riqueza, incorporando la perspectiva de género y de sostenibilidad ambiental en los nuevos modelos de desarrollo. Sin mayores niveles de justicia social, no habrá recuperación económica ni cesará la conflictividad global.