Esta semana el Gobierno nacional intervino en el mercado cambiario minorista restringiendo el acceso a la compra de moneda extranjera para atesoramiento, al considerar dentro del tope máximo permitido a las compras efectuadas en el exterior con tarjetas de crédito. A la vez, se encareció el costo financiero de la transacción al agregar al valor de cotización de la divisa un 35% en concepto de anticipo del Impuesto a las Ganancias y/o Bienes Personales, de modo que el comprador exhiba cierta capacidad contributiva. La medida afecta a dos millones de agentes económicos habituales del mercado cambiario minorista y suma tres millones más de clientes esporádicos. De acuerdo a los informes del Banco Central, en el lapso enero/julio el drenaje de dólares por estas operaciones acumuló u$s 5.220 millones.
También se limitó el acceso al mercado cambiario mayorista para la compra de moneda extranjera para cancelar deudas con el exterior a las empresas y se ajustaron las regulaciones en el mercado cambiario alternativo de “contado con liquidación” para facilitar el ingreso de dólares y agregar riesgo de volatilidad de mercado a quienes ejecuten la operación de salida.
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Esta somera descripción de las intrincadas decisiones del régimen de control de cambios revela la gravedad de vivir en una economía bimonetaria como expresión de un conflicto que atraviesa al país desde hace más de cuatro décadas y que, en el presente, amenaza la existencia misma de la Nación.
La definición de una economía bimonetaria se condensa en la incapacidad de la moneda nacional, el peso, de cumplir todos los atributos de una moneda. El peso es dinero válido para las transacciones, pero no para el ahorro. Es unidad de cuenta y medio de pago, pero no es reserva de valor.
La construcción de la profunda economía bimonetaria de la Argentina se inició con la dictadura cívico-militar que con la reforma financiera de 1977 y el primer ciclo de endeudamiento en el lapso 1978-1980 permitió la transnacionalización de los principales grupos empresarios nacionales a través de la valorización financiera de los capitales y su posterior fuga al exterior. El segundo pilar asociado a este proceso se plantó con la extranjerización de los activos reales a partir de las privatizaciones del período 1990-1994, que obraron como onda expansiva para permitir el ingreso de capital extranjero en todos los sectores de la economía. En 1989 la economía argentina era la menos extranjerizada de la región, en la actualidad el coeficiente de extranjerización llega al 62% de las 200 firmas con mayor nivel de facturación.
Una burguesía que hace negocios en el país pero que sistemáticamente deriva la renta obtenida al exterior y consecuentemente resigna peso relativo en el sector real al ser desplazada por capital externo que casi llega a dos tercios de las principales empresas, ocasiona una voraz demanda de divisas para mantener la valuación de sus patrimonios y acelerar la repatriación de los fondos invertidos con tasas de renta muy superiores a las internacionales.
Ese desmedido requerimiento de dólares sólo puede ser abastecido con el endeudamiento del Estado en los mercados internacionales para proveer de los mismos al sector empresario más poderoso, que valora el peso para hacer transacciones, pero luego lo repudia a la hora de medir la ganancia y acumular patrimonio. El Estado argentino quiebra recurrentemente para consolidar capital privado concentrado en pocos agentes, que, valga la pincelada de descripción de un comportamiento predatorio, resisten ahora contribuir con una porción ínfima de sus fortunas al desastre que han provocado.
Hay u$s 101.000 millones blanqueados en el extranjero, acumulados por evasión de tributos, que contribuyen con una alícuota anual de apenas el 0,5% en concepto de Bienes Personales. Estudios muy fundados técnicamente como el del economista Jorge Gaggero valúan la tenencia de dólares en exterior por parte de unos pocos argentinos en u$s 320.000 millones. Sin duda, esta situación no se resuelve restringiendo la compra de u$s 200 mensuales a las personas humanas.
La pregunta, y la hemos formulado en columnas anteriores, es: ¿cuántas quiebras del Estado por este mecanismo de “deuda pública-fuga de capitales privados” resiste la Argentina sin perder su cohesión territorial y social como Nación? El conflicto sostenido en el tiempo entre la élite oligárquica aliada al capital foráneo contra el movimiento popular que tenazmente intenta construir un país autónomo ha provocado varias crisis recurrentes en las últimas tres décadas: 1981/1982, 1989/1990, 1994/1995, 2001/2002 y más recientemente 2018/2019, amortiguada por los u$s 45.000 millones otorgados por el FMI.
Alguna vez la historia reciente de Francia, cuando el general De Gaulle accede a la Presidencia en 1958, y encuentra al país sumergido en la segunda guerra colonial sangrienta y costosa en Argelia, tras haber sido derrotado en la anterior guerra colonial en Indochina en 1954. La pretensión francesa de mantenerse como potencia global la había llevado a la catástrofe bélica de 1940, que significó cuatro años de ocupación del territorio nacional y a los mencionados fracasos en defender su imperio colonial. No sin disputa, la élite política y económica francesa guiada por De Gaulle abandonó su pretensión globalista para integrarse a Europa como potencia continental en alianza con sus antiguos enemigos, evitando traumatismos a su pueblo y riesgos a la Nación. No se soportaba otra derrota.
La Argentina golpeada por el virus que se descarga como remache sobre la tragedia de pobreza social y endeudamiento del Estado que legaron cuatro años de Macri, no parece dispuesta a soportar otra crisis como las reseñadas. Los diagnósticos son claros, los agentes socioeconómicos responsables también. Es hora de superar definitivamente este conflicto.
Volviendo a la historia, las grandes potencias contemporáneas por tamaño de su economía y de sus territorios -los Estados Unidos, China y Rusia- emergieron como tales luego de dejar atrás a una clase social rentista y parasitaria que frenaba su destino como Nación.