En los últimos años ganó terreno el debate sobre los impactos ambientales de las actividades productivas y sus fuentes de energía. Las alarmas son justificadas: el clima global se calienta a un ritmo que la mayoría de los especialistas considera peligroso, convivimos con volúmenes crecientes de residuos de difícil y costoso tratamiento, la biodiversidad se reduce. Quienes tienen la responsabilidad de tomar decisiones enfrentan una masa gigantesca de información difícil de procesar. Todos los que participan del debate dicen apoyarse en la ‘ciencia’. Desde el ambientalismo sensacionalista hasta los negacionistas del cambio climático, así como los más variopintos portadores de teorías conspirativas encuentran ‘científicos’ que comparten sus creencias. Algunos aún imaginan que las rencillas tribales de la academia son características distintivas de las ciencias sociales o ‘blandas’. Las controversias bizantinas entre escuelas de pensamiento con visiones diametralmente opuestas serían manías de sociólogos, antropólogos, politólogos, economistas, especialistas en literatura filosófica. Están equivocados, cuando el tema en discusión compromete relaciones de poder, es decir, economía o política, los especialistas en ciencias ‘duras’ se tornan tan esponjosos como aquellos que estudian relaciones sociales. A diario observamos acaloradas discusiones envolviendo físicos, biólogos, químicos. Llama la atención incluso, quizás por falta de entrenamiento, la dificultad que muchos de ellos demuestran a la hora de comprender las cadenas de efectos de las políticas que promueven.
¿Cómo actuar en escenarios intelectuales enrarecidos? Si la ‘CIENCIA’ con mayúscula y en singular no está funcionando como una brújula confiable, ¿qué hacer? ¿A quien creerle? Quizás en este caso la historia pueda ofrecer una guía orientadora. No estamos hablando de cualquier historia, sino de la Historia Ambiental, una corriente que estudia las organizaciones sociales en contexto ambiental y que se nutre de múltiples fuentes disciplinarias, tanto ‘sociales’ como ‘naturales’, una distinción que precisamente se torna borrosa una vez que se incursiona en ella. Busca superar la estrechez del especialista a la hora de pensar las complejas las relaciones entre el ser humano y sus ecosistemas desde una perspectiva de largo (o larguísimo) plazo. Como primera aproximación deberíamos entender que el Sapiens siempre tuvo efectos significativos sobre las condiciones de vida en el planeta. A decir verdad el asunto es más amplio: cualquier especie cuya población crece en forma persistente e invade otros biomas inevitablemente tiene impactos depredadores. Simétricamente, cuando el ambiente se modificó en forma significativa tuvo efectos decisivos sobre la historia de la especie, incluso cuando el ser humano no tuvo injerencia, como grandes erupciones volcánicas o cambios climáticos previos al Antropoceno. En esta nota resumiremos dos transiciones energéticas fundamentales de la historia humana en base a desarrollos de historia ambiental.
Este contenido se hizo gracias al apoyo de la comunidad de El Destape. Sumate. Sigamos haciendo historia.
Cualquier alternativa que reduzca la productividad será devastadora para el ambiente y las personas que lo habitan.
Los motivos que condujeron al ‘descubrimiento’ de la agricultura en varias regiones del planeta de forma independiente, en un lapso de unos pocos miles de años, siguen provocando polémicas entre especialistas. Una lectura cada vez más aceptada es la tesis anti-malthusiana de Ester Boserup. Para la economista danesa las agriculturas no fueron descubrimientos afortunados que facilitaron el crecimiento de la población, al contrario, fueron respuestas a las presiones nutricionales del propio crecimiento demográfico. A largo plazo las técnicas, así como el cambio cultural en general, se modifican en función de las necesidades. No casualmente comenzaron a surgir agriculturas en coincidencia con la ocupación de casi todos los espacios habitables del planeta al final de la era glacial y la extinción de la megafauna, probablemente una consecuencia antrópica por el exceso de caza. A medida que las poblaciones se fueron quedando sin fronteras de expansión, el crecimiento cuantitativo de la especie se tornaba incompatible con las formas tradicionales de obtener alimentos. Antes de la agricultura, los bandos de cazadores-recolectores ya habían experimentado y saboreado casi todos los frutos silvestres y animales salvajes potencialmente comestibles. En algunas regiones no debieron tener más alternativa que enfrentar la inanición o adoptar nuevas estrategias para sustentarse. Es así como la domesticación de plantas y animales multiplicó la biomasa comestible. La llamada “revolución agrícola” trajo aparejado un notable aumento de la productividad por unidad de tierra. Los agricultores necesitan para alimentarse un espacio incomparablemente menor que los cazadores y recolectores nómades.
A partir de entonces las poblaciones se multiplicaron. En unos 200 mil años de existencia, en base a la caza y la recolección, el número de habitantes del planeta alcanzó unos 6 millones de miembros. En los 10 mil años que siguieron a la agricultura la población llegó a mil millones en 1800. Los cazadores-recolectores necesitaban unas 5000 kilocalorias per cápita para alimentarse, vestirse, calentarse y confeccionar herramientas. Este promedio llegó a unas 30 mil kilocalorias en sociedades agrícolas avanzadas como el Imperio Romano o la China de la Dinastía Song. La domesticación de plantas y animales fue la solución técnica a las restricciones ambientales que enfrentaban la mayoría de las poblaciones que se sustentaban en la caza y la recolección. Esta solución, por su parte, a largo plazo también tuvo severas consecuencias sobre los ecosistemas: la biomasa comestible creció en desmedro de la biodiversidad, la extensión de cultivos provocó deforestación generalizada, el sobre-pastoreo contribuyó a la desertificación de numerosas regiones del planeta.
Algunas de estas restricciones, por su parte, están en la base de la segunda transición energética que describiremos en esta nota: la Revolución Industrial. Antes de esta revolución las economías más avanzadas de Eurasia eran sumamente dependientes de la gestión de bosques. Utilizaban madera para cocinar, calentar residencias, producir barcos (2000 árboles por unidad en la Marina de Guerra Británica), casas, muebles, fundir metales (un horno de hierro forjado requería una temperatura superior a 1500 grados). Según Vaclav, las zonas urbanizadas en regiones templadas exigían entre 20 y 30 veces su tamaño en áreas forestales para satisfacer sus necesidades energéticas. Obtener madera exige ocupar tierras con árboles. Incrementar las extracción de madera equivalía a reducir el área sembrada o desplazarse hacia tierras de menos fertilidad. El aumento de la demanda de madera generaba una presión alcista sobre los precios de los alimentos. En los albores de la Revolución Industrial los bosques de donde extraer madera en Inglaterra rondaban entre 5 y 7% del territorio. Debían adquirirla en el Báltico y Nueva Inglaterra (Boston, USA). El Imperio, como casi toda Eurasia, enfrentaba una restricción ambiental.
Fue en ese contexto cuando la combinación del carbón con la máquina a vapor creó las condiciones para una transformación estructural de consecuencias históricas. La progresiva introducción de combustibles fósiles equivalió a “encontrar madera debajo de la tierra”, fuentes de energía con propiedades calóricas mayores que la madera y que no presionaban sobre el precio de alimentos. La utilización del carbón creció exponencialmente al tiempo que la madera y los animales como fuente de energía (caballos, burros, bueyes) paulatinamente dejaban de utilizarse. El combo carbón-máquina a vapor transformó la actividad siderúrgica. Según Edward Wrigley, sin el carbón habría sido necesario cortar todos los árboles del mundo para fundir el millón de lineas férreas que se colocaron durante el siglo XIX. Revolucionó los transportes con ferrocarriles y barcos a vapor, así como catapultó la industria textil británica hacia todos los mercados del mundo. Un siglo después, en simultáneo con la creciente utilización de otro combustible fósil, el petróleo, también la agricultura fue industrializada mediante la incorporación de máquinas como tractores y cosechadoras y la aplicación de agroquímicos como fertilizantes, herbicidas, fungicidas e insecticidas. Desde entonces en las economías desarrolladas no faltan alimentos y los bosques ocupan áreas mayores que en el siglo XIX.
Al igual que ocurriera con la agricultura, la industrialización fue la solución técnica a las restricciones ambientales que enfrentaban las sociedades agrarias de base orgánica. Igualmente, el crecimiento demográfico se multiplicó por 8 en apenas 200 años y nos aproximamos a los 8000 millones de habitantes en la actualidad. El consumo y la utilización de energía crecieron en proporciones aún mayores. En las economías desarrolladas cada persona utiliza en media unas 500 mil kilocalorías para atender sus necesidades. Los combustibles fósiles, no obstante, como ocurriera con la agricultura pre-industrial, también enfrentan límites. No se trata del tan anunciado agotamiento del petróleo, pronóstico errado del Club de Roma en 1970, así como de tantos agoreros de la escasez. Como dijo alguna vez un ministro saudí “así como la edad de piedra no se terminó por falta de piedras, la era del petróleo no acabará por falta de petróleo” Las restricciones de los combustibles fósiles son otras: generan gases de efecto invernadero que están alterando el clima del planeta a una velocidad preocupante, con consecuencias graves sobre las actividades humanas y la biodiversidad.
Las transformaciones ocurridas en los últimos doscientos años son irreversibles: no se puede, exceptuando una catástrofe, reducir el tamaño de la población mundial (se estima que continuará creciendo hasta alcanzar los 11 mil millones aproximadamente). Tampoco es factible frenar el crecimiento del consumo, especialmente en los países subdesarrollados, sin provocar un cataclismo político y seguramente civilizatorio. En estos días comprobamos lo que todos intuíamos: nadie quiere vivir sin energía eléctrica, ni reducir sus desplazamientos, así como dejar de utilizar internet o apagar el aire acondicionado cuando tiene calor. En resumen, nadie quiere vivir peor. Las soluciones mágicas, como el prohibicionismo antiexportador argentino o el romanticismo de “volver a las prácticas de nuestros ancestros” en reemplazo de la agricultura moderna, sólo agravarán los problemas. Cualquier alternativa que reduzca la productividad será devastadora para el ambiente y las personas que lo habitan. Las dos transiciones energéticas que comentamos, entretanto, ofrecen algunas enseñanzas bastante evidentes. Difícilmente las sociedades contemporáneas van a superar las actuales restricciones ambientales sin desarrollar y adoptar tecnologías más limpias que permitan generar volúmenes crecientes de energía. Además de los aspectos técnicos, enfrentar estos desafíos requerirá ampliar la capacidad de intervención de los Estados. ¿Cómo actuaron los Estados ante las restricciones ambientales del pasado? Abordaremos esta pregunta en una nota futura.