“Un acuerdo diferente de todos los anteriores”. Así define ante El Destape la economista Noemi Brenta el entendimiento anunciado el viernes entre el gobierno y el FMI. La definición no es menor, si se tiene en cuenta que Brenta, investigadora de la UBA y el Conicet, es la mayor estudiosa de las relaciones entre nuestro país y el FMI, cuyas investigaciones se compilaron en el libro “Historia de las relaciones entre Argentina y el FMI” (Eudeba, 2014).
Con todo, Brenta plantea que es prematuro denominarlo como histórico “porque más allá de que pienso que el gobierno tiene las mejores intenciones, estamos hablando del FMI, y además el entendimiento debe ser aprobado en el Congreso por una oposición, que tal vez reclame mayores ajustes”.
Por eso, la especialista prefiere definir el acuerdo como “razonable”, lo que señala como no menor al tener en cuenta la dispar relaciones de fuerza entre el organismo multilateral conducido en los hechos por Estados Unidos y el gobierno, asediado también por “sectores internos en donde la estructura del lawfare se mantiene vigente, con una oposición que en lugar de comportarse patrióticamente pareció boicotear las negociaciones”.
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Yendo a la letra del acuerdo, Brenta da cuenta que se mantienen algunos aspectos tradicionales de los entendimientos con el FMI, como la reducción del déficit fiscal y la emisión monetaria, aunque destaca que ambas serán más moderadas que las que planteó originalmente el FMI, y que tal como lo sostuvo el gobierno, “estas reducciones deberían darse a través del crecimiento económico y no mediante medidas de ajuste”, aunque formula el interrogante “de cuánto podría crecer la economía si se tiene en cuenta que otro de los puntos acordados responde a otra demanda clásica del FMI, como la suba de tasas de interés, así como debido al anunciado desarrollo de un gasto público que el mismo Guzmán definió como moderado”.
Aún así, Brenta sostiene que si bien el acuerdo no asegura el desarrollo, sí descomprime fuertemente la actual situación, que experimentaba una alta incertidumbre ante los vencimiento del préstamo que el FMI le otorgó al macrismo, en un crédito que define como “infame”.
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Una ruptura con la historia
Lo cierto es que basta revisar la historia de los anteriores acuerdos entre Argentina y el FMI para advertir las grandes diferencias. Y es que en efecto, la definición de Brenta como un “acuerdo diferente de todos los anteriores”, se sostiene en el hecho de que por primera vez en 65 años no se exigen reformas estructurales en el ámbito laboral, previsional, y sobre las empresas públicas, como tampoco cirugías fiscales, monetarias, y cambiarias, más allá de haberse acordado medidas graduales para reestablecer equilibrios macroeconómicos en el mediano plazo.
En efecto, 1957 fue el año del primer acuerdo entre el FMI y Argentina, tras la incorporación de nuestro país a este organismo en 1955 por parte de la dictadura de la “Revolución Libertadora”, pues si bien el FMI fue creado en 1946 como parte de los acuerdos de Bretton Woods tras finalizar la Segunda Guerra Mundial, el peronismo se negó a incorporarse denunciado a este organismo como un engendro del capitalismo norteamericano para subordinar a los países periféricos.
Lo cierto es que aquel primer acuerdo de 1957, durante la dictadura de Pedro Aramburu, sería un anticipo de una historia de medio siglo, con cartas de intención o memorandos, que al igual que el acuerdo de 1958 por parte del gobierno de Arturo Frondizi, comprometía al país a introducir un sistema libre de cambios, y reportes periódicos sobre la marcha de} ajustes en la economía en los planos cambiarios, crediticios, y fiscales. Pero además, el acuerdo de 1958 incluía la reducción del 15 por ciento de los empleados públicos, el congelamiento salarial luego de paritarias (incluso frente a un alza mayor a la estimada en el costo de vida), la demora de proyectos de inversión pública, el aumento de las tarifas de servicios públicos y de combustibles, la eliminación de ramales ferroviarios, la elevación de impuestos internos, la limitación del crédito bancario y el aumento en el nivel de reservas. Asimismo, se suprimirían controles de precios máximos (salvo para algunos productos de primera necesidad, que de todas formas no podrían ser subsidiados) y se restringirían las importaciones.
Como era de prever, la implementación de algunas de estas políticas derivó en una nueva crisis económica, que produjo que en 1959 se realizara un tercer acuerdo, y en 1960 un cuarto, cuya novedad fue que incluyó además préstamos de bancos privados de Estados Unidos y Europa. De acuerdo a un informe del Instituto de Investigaciones Económicas y Financieras de la Confederación General Económica, “la necesidad de recurrir de forma permanente al FMI tenía como una de sus razones al propio organismo, pues la cancelación de las crecientes deudas era una de las principales razones para los déficits fiscales y de la Cuenta Capital de la Balanza de Pagos, relacionada fundamentalmente con las amortizaciones de deuda”. Por eso, tan solo seis meses después del crédito de 1960, se solicitó otro debido a las dificultades en el mercado cambiario y en los resultados fiscales.
Si en gran parte de la década del sesenta la subordinación no se amplió, fue gracias a la gestión económico de Arturo Illia, en la que se rechazaron las concepciones del Fondo para llevar adelante políticas expansivas en los ámbitos monetario, fiscal y salarial, cancelando los vencimientos sin refinanciación y utilizando créditos del Club de París, que no implicaban condicionamientos.
Pero nuevamente, un gobierno dictatorial, el de Juan Carlos Onganía, reestablecería las relaciones, con lo que en 1967 llegaría el séptimo crédito, al cual se vincularon otros del gobierno estadounidense y de bancos privados. Para lograr ese préstamo, el gobierno firmó un informe en el que deslindaba totalmente al sector privado monopólico por la alta inflación y convertía en único responsable al sector público, con lo que proponía, en línea con el FMI, la necesidad de privatizar empresas públicas, así como reducir el déficit fiscal, subir las tasas de interés y ampliar las actividades petroleras. Pero el eje de la nueva política de estabilización se vinculaba a la reducción salarial, con sueldos congelados tras paritarias, las cuales quedaron suspendidas al tiempo que se liberaron los precios. La recesión y caída en la recaudación fiscal, llevaron a que en 1968 se volviera a recurrir a este organismo, aunque los sucesos desencadenados por el “Cordobazo” de 1969 llevaron a una revisión de la dependencia del FMI sostenida hasta entonces.
El peronismo, en 1973, congeló el vínculo, por lo que solo se cancelaron vencimientos, hasta el deceso de Perón. Con Isabel Martínez como presidente se firmaron tres acuerdos, cuyo compromiso era la implementación del plan conocido como “Rodrigazo”, por el ministro de Economía Celestino Rodrigo que dispuso una muy fuerte devaluación de la moneda nacional, la liberación de las tasas de interés y de precios (con excepción de treinta productos básicos) y el aumento de las tarifas energéticas y del transporte, junto a un ajuste fiscal, una reforma tributaria regresiva, y el compromiso de privatizar algunas empresas estatales y dar tratamiento igualitario para las extranjeras.
El gobierno de la dictadura cívico militar (1976-1983) el de Carlos Menem (1989-1999), el de Fernando de la Rúa (1999-2001) y el de Mauricio Macri (2015-2019) alinearon sus políticas económicas a las directivas del FMI. Según se deprende de los trabajos de investigación de Noemí Brenta, los acuerdos más relevantes durante el período dictatorial tuvieron que ver con el compromiso de realizar privatizaciones parciales en algunas empresas públicas, poner al Banco Central bajo dependencia de las entidades financieras, y liberalizar las importaciones y el mercado de capitales, a cambio de la ejecución de los créditos acordados en 1975 y dos posteriores. Para 1989, en el marco del Plan Brady diseñado por el gobierno norteamericano, el gobierno de Carlos Menem llegó a un acuerdo con el FMI para reestructurar la deuda pública a cambio de mantener el tipo de cambio fijo (plan de convertibilidad), y lograr un superávit fiscal junto a la apertura y desregulación de la economía, así como diversas facilidades al capital financiero, privatizaciones, reformas impositivas y previsionales, reducción de empleados públicos, y el destino mínimo del 2 por ciento del PBI para el pago de la deuda. En tanto, para fines del año 2000 se acordó el denominado “blindaje”, a cambio del congelamiento del gasto público, la reducción del déficit fiscal, y la elevación a 65 años en la edad jubilatoria de las mujeres, todo lo cual sería monitoreado por el FMI.
Un punto y aparte se puso a esta historia en 2005, cuando Néstor Kirchner abonó 9.810 millones de dólares al FMI para desprenderse de sus imposiciones, negándole incluso la autorización para revisar las cuentas públicas, tal como lo contempla el artículo IV de este organismo para sus países miembros.
Pero 2018, fue el regreso a la vieja historia, luego de que el macrismo provocara entre 2016 y 2017 un endeudamiento que de acuerdo a datos del sitio especializado en finanzas Bloomberg, fue el mayor entre los países emergentes, por encima incluso que China en términos incluso absolutos. Entonces, la alianza Cambiemos recurrió al FMI para evitar el default, mediante cuatro diferentes acuerdos que implicaron compromisos por 57.000 millones de dólares, lo que representaba el 1.227 por ciento de la cuota parte que Argentina tiene en el FMI e implicó la mayor erogación de la historia de este organismo para un solo país. A cambió, se llevó adelante un fuerte ajuste monetario y fiscal, aunque las demás imposiciones clásicas del FMI ya estaban en marcha, debido a la afinidad ideológica entre este organismo y el macrismo. Eran parte de los “Consensos Básicos” anunciados en 2017, e implicaban una reforma previsional para bajar el gasto de las jubilaciones, una proyectada reforma de flexibilidad laboral, y una rebaja impositiva.