Al final, sobre el filo del abismo y en un sorprendente giro de los acontecimientos, el Fondo Monetario Internacional mostró un rostro distinto y dio su acuerdo para que la Argentina intente una solución hecha en casa para su enorme problema de deuda externa, en lugar de insistir con las recetas ortodoxas que fracasaron casi siempre y que hubieran arrastrado al país a una crisis económica, social y política mucho más severa.
“El mejor acuerdo que se podía lograr”, tal como lo definió el ministro de Economía, Martín Guzmán, resulta indiscutiblemente novedoso: no exige un ajuste del gasto público (por el contrario, contempla una suba notable de la inversión en capital) ni reformas estructurales, no implica una devaluación que arrastraría a millones a la pobreza ni la desregulación de la cuenta de capital, con sus consecuencias para el trabajo argentino.
Fue trabajo de pinzas entre los equipos técnicos que defendieron durante todo el transcurso de las negociaciones la necesidad de aplicar un programa diseñado en Argentina para los problemas específicos de la economía nacional y, también, el ala política que supo pulsear en un escenario global sumamente complejo para conseguir el imprescindible apoyo de los Estados Unidos. El viaje del canciller Santiago Cafiero a Washington resultó sumamente oportuno.
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El comunicado que emitió el FMI tras el entendimiento alcanzado con las autoridades argentinas reconoce que mientras se avanza en “el sendero fiscal acordado” para “mejorar las finanzas públicas de manera sostenible” y “reducir el financiamiento monetario” también es importante “aumentar el gasto en infraestructura, ciencia y tecnología” y “proteger los programas sociales”.
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No existen antecedentes de un acuerdo de estas características. Finalmente, aunque no sin algunos sustos, la estrategia de negociación y búsqueda de consensos que eligieron el presidente Alberto Fernández y Guzmán dio sus frutos. El éxito en esta instancia no garantiza, con todo, la recuperación de la economía argentina. Los desafíos por delante son muchos y de enorme magnitud.
Tan necio como creer que con esto se acabaron los problemas del país es relativizar la importancia de lo que se consiguió. Hasta ayer, el gobierno estaba en una encrucijada que desembocaba en dos precipicios: un default que precipite otra crisis económica o un programa de ajuste que termine con un estallido social. Ahora se abrió un tercer camino, que no tiene mapas porque nadie lo recorrió todavía.
Ese camino apuesta por un crecimiento moderado pero sostenido, que permita ir saneando la economía sin volver a tentar una crisis de balanza de pagos. Apuesta por reconstruir las reservas apelando al financiamiento que proveerá el propio FMI en el marco del nuevo acuerdo, pero también a otras fuentes: organismos multilaterales, swaps y transferencias de DEGs, entre otras herramientas.
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Las incógnitas más importantes son tres. Una tiene que ver con la capacidad de cumplir con las metas previstas para los próximos tres años. La segunda es sobre la posibilidad de mejorar sustancialmente la calidad de vida de la mayoría de los argentinos en el marco de este programa económico. La tercera pasa por lo que pueda suceder a partir de 2026, cuando empiezan a vencer las deudas refinanciadas con el FMI y los bonistas privados.
Habrá que estar atentos a la resolución de debates que la Argentina supo imponer en el escenario internacional y que, aunque no llegaron a resolverse a tiempo para impactar en este acuerdo, pueden alivianar la carga de la deuda en el futuro: las sobretasas, el plazo de repago, el fondo de resiliencia y la relocación de DEGs, entre otros recursos, no estaban en el tablero y se seguirán discutiendo en los próximos meses. Otro puntito inteligente.