El ejemplo de Zacarías

28 de febrero, 2023 | 09.09

El boxeo es un deporte rudo y feroz por definición, de manera que no es necesario que quienes convivan en ese universo y ejerzan roles de decisión añadan crueldad a la crueldad: el sábado último, en la lejana Minneapolis, el entrenador argentino Alberto Zacarías ofrendó un conmovedor gesto de humanidad.

Conmovedor por un alto registro se sensibilidad en tiempos de creciente impiedad y conmovedor por lo infrecuente: ¿cuántos entrenadores son capaces de retirar del ring a un pupilo, en una pelea de campeonato del mundo, cuando no estaba recibiendo una paliza ni mucho menos?

¿Cuántos son capaces de desentenderse de la circunstancias de tarjetas más o menos parejas y de la siempre latente posibilidad que, desde las entrañas del infierno, su pupilo acierte la tómbola de un golpe glorioso?

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¿Cuántos como Zacarías, al final de cuentas, son capaces de prevenir un castigo inexorable y aún en el fragor de un presente de pulsaciones aceleradas tomar nota de que su peleador ya dio lo mejor de sí, que fue insuficiente y que lo que se avecina será padecimiento puro?

Zacarías formó al muchacho de José Mármol desde la A hasta la Z, desde el primigenio salto a la soga en las horas adolescentes hasta el sábado inclusive, cuando después de ser el mejor superligero de IBO se ganó el derecho de saltar de sigla, de rango, de status: el cetro vacante de la FIB.

(Alberto, Zacarías al fin - porque así era su padre, el legendario maestro Santos Zacarías, hacedor de sus peleadores-hijos adoptivos Sergio Palma y Juan Martín Coggi, ambos campeones mundiales-, amén de formarlo en la sagrada rutina del gimnasio y en el abecé de la técnica, lo instruyó en más de una letra no escrita en modos y pensares estrictamente ligados a lo humano, así, a secas.

Era un secreto a voces que el récord del puertorriqueño Subriel Matías imponía respeto e inquietud: 18 victorias y una derrota por decisión, ante un adversario de quien se había cobrado desquite en su ley: por la vía categoría.

Y ahí fue Jeremías Ponce, determinado, valiente, bien pegado al cuerpo a cuerpo, descargando decenas de golpes - que no todos llegaron a zonas sensibles, es cierto-, ganando con claridad la primera vuelta, con lo justo la tercera y llegando al quinto con números aceptables, y habiendo ya redondeado un pleito digno, pero con un pronóstico oscuro por donde se lo mirara.

¿Qué de desalentador había pasado?

Pues que el puertorriqueño había aguantado todo, pero todo, sin pestañear, y en cambio cada vez que había llegado con sus manos, Ponce había vacilado.

Como hubiera dicho uno de los más célebres comentaristas de boxeo, Horacio García Blanco, un golpe de Ponce valía un peso y un golpe de Matías valía un dólar.

Cuando terminó el quinto round, Matías había soltado amarras y Ponce ya había ido a la lona, la pelea estaba técnicamente terminada y el presagio de rápido nocaut o paliza era una certeza ineludible.

¿Qué hizo Zacarías?

Retiró a su muchacho del ring: preservó al boxeador y al ser humano y al tiempo preservó una premisa ética.

Zacarías se honró a sí mismo, honró su manera de ver el boxeo y de ver la vida, y honró la memoria de su padre.

Todo lo demás, las hipótesis de los profetas de lo incomprobable, la ligereza de los que señalaron con el dedo a Zacarías por un presunto planteo equivocado, los obsesivos de lo secundario, de lo irrelevante, de lo que no viene al caso, todo lo demás es pura hojarasca.

Que sea dicho de una vez: el boxeo argentino está urgido de muchos hombres de la integridad de Alberto Zacarías.

Con información de Télam