La novela Quiénes somos ahora, de Katya Adaui, es un libro intimista donde la escritora peruana retoma la temática de la familia -sus mitomanías y los alcances del legado familiar así como de la posibilidad de negarse a esa herencia-; una historia que también se encarga de las dolencias psíquicas, tema poco visitado en la literatura, así como de las enfermedades del cuerpo.
La publicación de Penguin Random House es tanto el relato de un duelo como una declaración de amor que no excluye las memorias del maltrato de una hija, que busca emanciparse de su condición de hija, en el seno de una familia del Perú de los años de terrorismo durante el conflicto armando interno, tiempos de organizaciones como Sendero Luminoso o el Movimiento Revolucionario Tupac Amaru.
En la novela hay una narradora que recuerda, una adulta joven instalada en Buenos Aires que repasa en primera persona su vida como hija entre las microviolencias y el sufrimiento psíquico de los miembros de una familia de clase media peruana, una clase tampoco tan abordada en la literatura de ese país.
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Lo luminoso y siempre presente en este relato es todo eso que no se dice, esa narradora que está contando lo que cuenta, maravillada con el goce que le da la escritura, asumiendo la historia familiar en forma distinta al resto de los protagonistas y buceando en la tristeza, algo que puede hacerse en muchas direcciones: acá es como abrigo lo que va apareciendo, como salir un poco al sol.
La novela transcurre entre tías, madrinas, medio-hermanos ausentes, el amor por los libros, correr y andar en bici y las peleas y agresiones de sus padres, que también sabían reír juntos. Hasta el final de los días -se lee en el libro-, incluso separados, supieron cómo retornar de las afrentas más espantosas.
Salvador, un hombre que raramente logra salvar algo, más no sea la dentadura a la que crónicamente le pega el diente suelto; y una madre que empuña el charme de diva italiana años 50 con crueldad hacia el mundo y, con él, hacia su hijas. Pequeñas venganzas: le quita la bicicleta a la hija menor para regalársela a la mayor que no la usa. Las castiga por buscar y tirar del tope del placard un lego: probablemente del hijo muerto de niño. La acusa de sucia mostrándole sus calzones sin lavar a una policía femenina en plena adolescencia.
"Hay algo del cuidado propio en el libro, de defender la propia lentitud del proceso, dice a Télam Adaui, como pasa con la protagonista, que después de que la operan de la cadera hace rehabilitación y tiene que tomarse 20 minutos para hacer 100 metros. Una sola cuadra, 20 minutos cuando solía correr y escalar. Escribir para mí es eso -señala-, como aprender a caminar pisando bien cuando has vivido 40 años pisando chueco".
"Cuando puedes corregir eso que nunca supiste que se podía corregir, el esplendor del cuerpo cambia absolutamente y a eso yo lo comparo con el acto de escribir, tiene que ver con recomponer algo que estaba chueco. Pero para eso hay que quedarse en ese texto días de días, rehabilitarlo, reacomodarlo, dedicarle. Ponerle pilares a ambos lados y rectificar, explica.
Nacida en Lima en 1977 Adaui escribió los libros de cuentos Geografía de la oscuridad, Aquí hay icebergs y Algo se nos ha escapado. Quienes somos ahora llega después de su primera novela Nunca sabré lo que entiendo.
-Télam: En la primera persona elegida para la novela hay mucha intimidad, una cercanía y profundamente distinta a la de tus cuentos.
-K.A: Cuando una avanza en la escritura tiene que tomar decisiones muy éticas y muy políticas de hasta dónde va a ampliar algo y cuándo va a callar. El cuento se da por hecho que siempre es ficción, la literatura es muy confusa y muy border en ese sentido y yo me dispuse a ir por esos bordes, porque nunca me importa si lo que leo pasó o no pasó, me importa si me lo creí o no. Lo que pongo a prueba es si cuando leo le creo al texto.
-T: La novela evidencia la elección de las narrativas familiares: lo que la narradora ve y cuenta es distinto a lo que ven el padre, la madre y la hermana de esa familia a la que pertenece y sobre la cual está contando una historia: la herencia que ella se anima a cuestionar, el no quedarse con lo dado, la posibilidad de discriminar y descartar.
-K.A: Mi escritura suele no ser redentora, hay zonas de epifanías donde por lo general los personajes entienden algo de sus propias vidas y se van a hacerlo. Mi pregunta era ¿cómo todas esas personas pueden mantener la dignidad pero además salirse con la suya? ¿Y qué era salirse con la suya? No repetir la estela de displacer de su familia, no repetir el acontecimiento, no repetir el horror, no duplicar estas violencias cotidianas y abrazar su oficio, hacer su vida, amar a quien se quiere... como un adulto funcional pareciera algo épico, pero no lo es tanto. Es ir hacia la vida, el deseo, hacia lo que uno puede hacer con lo que tiene.
-T: En la novela hay dos adultos que no son funcionales, al menos para esas niñas hijas, y que son narrados con muchísima dignidad, más allá del displacer que no pueden dejar de generar.
-K.A: Una vez escuché a alguien que decía 'es increíble, no tiene nada bueno para decir, ni siquiera de sí mismo' y eso se me quedó muy grabado, ¿cómo retratar gente en toda la dimensión de su universo, con sus zonas caóticas e imposibles y esa desidia frente a la vida de que si está mal, que todo sea para mal y si está, es casualidad? Para mí, siempre es triste cuando una persona no reconoce que ese momento que estaba viviendo era feliz, que era algo muy especial y lo da por hecho o lo boicotea. Estos padres son ansiosos, fuman, toman café, pero nunca dicen que lo son, nunca reconocen el estado límite con el que trafican sus infelicidades y a veces tener la salida mental es incluso más importante que tener una salida física y real, de hecho.
-T: Los adultos de esta novela están atados a mandatos heredados, incluso cuando el deseo se les cuela por los poros, pero no como algo amable.
-K.A: Sí y son muy orales, como si se hubieran quedado en un estado de infantilización: comen, beben, fuman. Llevándolo a platos de comida, pensaba que una no espera mucho de un plato feo y se sorprende cuando sabe rico, pero cuando es al revés... esa es la fealdad inesperada, el horror inesperado, y esa madre es un poco eso, una elegancia y una belleza que esconde un corazón vulgar.
-T: Sin embargo la dignidad de esos personajes no es sólo estética, a la locura de cada uno de ellos se la cuenta de manera muy cuidadosa.
-K.A: La ambigüedad es esa, muchas veces no es qué decimos, sino cómo lo decimos, esa es la violencia. Ahí está la locura de la que el texto se hace cargo, la muestra sin decir en ningún momento están locos. Hay riesgo psíquico todo el tiempo e incluso está presente una intención de desaparecer, de no habitar más la tierra y aunque no sepan cómo estar en la vida, sin embargo, sobreviven.
-T: Y ahí aparece ese equipo de supervivencia que se forma entre esas dos hermanas.
-K.A: Ese vínculo entre hermanas es muy especial, porque pese a cualquier separación mental saben permanecer unidas pese a todo y cuidarse. Aunque una de ellas niegue y quiera embellecer las cosas.
-T: También se juega cuánto marca y cuánto define la herencia familiar.
-K.A: Es también cómo lidiar con las leyendas familiares y las profecías autocumplidas de una familia. A mí siempre me interesaron esos hijos que han traicionado una tradición a todo nivel: físico, reproductivo, social... cómo se rompe esa mitomanía familiar incluso si vas a discontinuar una estela de desgracias. Ese tipo de improntas que toda familia tiene y que forman el ciclo de la enunciación, en el cual se van dando indicaciones para el futuro. Una llega a la edad en que debe cumplir con esos preceptos, buenos o malos, y salirse de ese lugar esperado de desgracia o de bonanza es todo un trabajo que nunca llamo resiliente porque se resuelve muy pronto con una palabra, es el trabajo de toda la vida, no repetir. Hasta cuándo debo cargar con el pasado ajeno, que es como un estado de esclavitud sacrificial, hasta cuándo debo homenajear aquello o cómo va a haber deseo si el miedo es mayor, a que te vaya bien incluso.
Con información de Télam