(Por Julieta Grosso) Aunque no es un fenómeno novedoso en la historia de la civilización, como rastrea el periodista Juan Gabriel Batalla en un reciente ensayo, la cultura de la cancelación se propaga hoy con un vigor inédito que además de colocar bajo sospecha obras o autores pretéritos cuando parecen desatender la agenda de derechos del presente toma envión en estos días como herramienta de disciplinamiento geopolítico con el boicot que recae sobre producciones y artistas de origen ruso a manera de represalia por la guerra desatada contra Ucrania.
Un mítico cuento de los hermanos Grimm cuestionado por la escena de un beso que transcurre sin el consentimiento de una de las partes involucradas porque yace dormida, un filósofo bajo sospecha por el relato de presuntas prácticas pedófilas divulgadas por un excolega suyo tres décadas más tarde del momento en que habrían ocurrido, un mítico narrador ruso del siglo XIX cuyas obras una universidad italiana amaga con dejar de estudiar porque la literatura ha quedado atrapada en un conflicto bélico del presente: Blancanieves, Foucault y Dostoievski son una mínima expresión de los casos alcanzados por el imperativo moral que pretende regular los sentidos comunes para adecuarlos a la agenda y anular las disidencias sin margen para el debate o la réplica.
Bajo la fachada de un movimiento informal pero masivo que pretende evaporar los vestigios de las narrativas sexistas, racistas y xenófobas, la llamada cultura "woke" -que en lengua inglesa significa "despertar"- instaura un relato punitivista que hasta ahora tenía su gran territorio de operaciones en lo virtual y lo simbólico pero que a partir del ataque de Rusia a Ucrania se volvió más tangible que nunca con el despido de reputadas figuras de ese país cuyos contratos fueron revocados por su origen -y en algunos casos por no posicionarse con fervor en contra de las políticas del presidente Vladimir Putin- como ocurrió con la cantante lírica Anna Netrebko -a quien le cancelaron un concierto en el Liceu de Barcelona y en la Ópera Metropolitana de Nueva York- o el director Valery Gergiev, desplazado de la Filarmónica de Munich.
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"En el pasado las cancelaciones eran cosas de Estado u otros poderes y lo que sucede en este momento con la invasión rusa a Ucrania y las cancelaciones de artistas, directores o películas es una vieja-nueva variante, porque ahora se producen bajo el aval de la globosfera, de una comunidad hiperconectada que consume información", plantea Batalla, autor del libro "La cultura de la cancelación" (Indicios), que presentará en la Feria del Libro el próximo 15 de mayo.
En su documentado trabajo, el periodista viaja a la Antigua Grecia para poner en perspectiva el fenómeno de la cancelación despojándolo de su condición presuntamente novedosa o disruptiva: no hay originalidad absoluta en esta práctica con la que se pretenden erradicar ideas o personas que parecen desafiar el arco de lo tolerable y que ha dado lugar a una generación de "ofendiditos", un término que la ensayista Lucía Lijtmaer -nacida en Argentina y criada en Barcelona- acuña para aludir a personas que se molestan fácilmente "por cosas consideradas políticamente incorrectas".
En su texto, el periodista revisa prácticas que se dan en la actualidad pero que replican operaciones similares de tiempos anteriores -como el derribamiento de estatuas consagradas en el pasado a quienes hoy han sido alcanzados por el descrédito- y problematiza el recorrido dispar de distintas celebridades alcanzadas por el rayo cancelador de acuerdo a los intereses que representa la figura cuestionada: así, frente a una imputación de abuso sexual, el cineasta estadounidense Woody Allen cayó en desgracia y sus películas ya no se proyectan en su país natal, mientras que en el caso de su colega franco-polaco Roman Polanski -que aceptó ser un abusador incluso en su biografía- pudo encontrar en Europa el aval para seguir filmando y hasta ganando premios internacionales.
- Télam: ¿En qué medida cuando hablamos de cancelación es posible leerla como un fenómeno desagregado de otras manifestaciones de la época como la escalada de los haters -acaso una manera de metabolizar el rechazo que genera hoy lo diferente- o la entronización de la figura de la víctima?
- J.G.B.: Sin dudas hay puntos de conexión entre los tres fenómenos, pero la cultura de la cancelación es un fenómeno mucho más abarcativo y si bien se refiere a la posibilidad de invisibilizar o censurar una persona o una obra al calor de lo que sucede en redes sociales, en realidad es una actitud profundamente humana, documentada desde el mundo antiguo, aun cuando las herramientas o los métodos eran otros.
En ese sentido, con las redes como medio, sin dudas los haters y la entronización de la víctima pueden formar parte de ella como fenómenos de la época, pero también pueden hacerlo, por ejemplo, las campañas de difamación interesadas, muchas veces provocadas a partir de fake news en medios tradicionales, como fue el caso del beso de Blancanieves o tratar de plantear cuestiones sociales que han sido silenciadas y ya no deben serlo.
- T.: En torno al conflicto entre Ucrania y Rusia asistimos a la escalada imparable de sanciones que muchos países occidentales están haciendo recaer sobre obras y artistas rusos que ni siquiera se han expedido a favor del conflicto bélico. ¿Por qué esta práctica que hasta ahora tenía su radio de acción en redes o en ciertos círculos académicos amenaza con convertirse en política de estado?
- J.G.B.: En el pasado las cancelaciones eran cosas de Estado u otros poderes y lo que sucede en este momento con la invasión rusa a Ucrania y las cancelaciones de artistas, directores, películas, etc, es una vieja-nueva variante, porque ahora se producen bajo el aval de la globosfera, de una comunidad hiperconectada que consume información. Las cancelaciones tomarán nuevas formas y esta es una de ellas.
La participación activa en las redes con una posición clara es el aval necesario para tomar este tipo de decisiones. Esto a su vez, como en otras cancelaciones, genera que los gobernantes de turno tomen ventaja de esta situación para pararse frente a ellos como adalides de la verdad y el bien común.
Ya desde los primeros días de la invasión hubo una presentación lineal del conflicto, con los buenos y malos bien marcados. Incluso se tomó por cierta una tapa apócrifa de Time con Putin con el bigote de Hitler, o circulaban memes de Zelenski con el caso y se lo colocaba al lado famosa foto de Salvador Allende resistiendo los bombardeos en la casa de la Moneda en el golpe del estado del 73, por citar solo dos casos evidentes de la construcción de sentidos.
- T.: ¿Se puede equiparar la cultura de un país a su política? Hasta hace un tiempo se hablaba de la peligrosidad de fundir la figura de un autor con su obra de ficción ¿Estamos ante un equívoco mayor que implica equiparar a una persona con las maniobras geopolíticas y bélicas de su país de procedencia?
- J.G.B.: No creo que sea posible disociar la cultura de la política, aún el que nada tiene para decir algo nos está diciendo sobre ese tema. Mostrar apatía, por ejemplo, es un fenómeno que habla de la decepción de los pueblos sobre sus gobernantes o incluso, hartazgo o indiferencia porque nada cambia con los años o miedo a represalias. Puede haber muchos significados detrás de un silencio, que no siempre quiere decir que se sea partícipe o se avale. Aún los ateos creen o le temen a algo. Podes renegar de los dioses, pero creer en el poder del dinero y eso te hace un tipo de creyente.
Lo que está sucediendo es un uso político a partir de la cultura, pero esto tampoco es nuevo. Paradójicamente, los soviéticos han hecho escuela de esto, pero no fueron los únicos. EE.UU. se valió del expresionismo abstracto para quitarle a París el título de centro del mundo del arte, por ejemplo. Lo que sucede en la actualidad es que la tribuna es global y puede expresar su voz, entonces sus usos quedan más en evidencia porque justamente se hacen para esa tribuna.
Ahora, ¿esta será una práctica cada vez más común? Dependerá un poco de cómo las sociedades apoyen o no estas actitudes, y de qué nacionalidad provengan los cancelados. A fin de cuentas, hay malos que son más malos que otros.
Con información de Télam