La mirada descolonial: ¿Visibilización de la otredad o nueva forma de apropiación cultural?

15 de diciembre, 2021 | 12.09

(Por Julieta Grosso) Mientras los escritores africanos coparon este año las grandes distinciones literarias -el Premio Nobel, el Booker Prize y el Goncourt- con obras que exploran los efectos del colonialismo europeo en África y los desacoples emocionales del refugiado condenado a vivir entre dos mundos, empujados por un signo de época que insta a revisar antiguas estructuras de dominación los museos se muestran por estos tiempos decididos a iniciar su "descolonización" y restituir el patrimonio expoliado a otros países durante la expansión imperialista.

La mañana del 7 de octubre un nombre desconocido trepó a la luz pública y por unas horas se paseó con insistencia por los motores de búsqueda de las principales plataformas del mundo: Abdulrazak Gurnah.

¿Qué había detrás de ese hombre enigmático sobre el que empezó a recaer una curiosidad casi impertinente seguida de incontables memes, ese gran recurso humorístico que se ha convertido en un formato sagaz para editorializar sobre la realidad? Nada más ni nada menos que el ganador del Premio Nobel de Literatura, esa distinción centenaria que posiciona muchas veces una producción literaria poco conocida y eclipsa por unas horas la conversación pública a escala global.

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Un rayo justiciero pareció atravesar el cielo de las culturas dominantes: uno de los premios más icónicos del mundo quedaba en manos de un autor a quien la escritura le llegó como algo inesperado a partir de su condición de exiliado -Gurnah nació hace 73 años en Zanzíbar, Tanzania, y comenzó a escribir con 21 después de radicarse en Reino Unido a finales de los 60- y se convirtió en la herramienta para dar cuenta de las luchas anticoloniales de África y las violencias que impactan sobre los refugiados que se instalan en los suburbios de las grandes metrópolis europeas.

No hay dudas de que la obtención de un galardón que garantiza la circulación planetaria de una obra es una oportunidad para introducir tópicos habitualmente invisibilizados por el mercado editorial. En la decena de textos que integran el corpus narrativo de Gurnah, sus tramas están salpicadas por las sucesivas formas de opresión que ha sufrido una isla de gran diversidad cultural como Zanzíbar, caracterizada por la trata de esclavos y numerosas formas de dominio bajo diferentes potencias coloniales -portuguesas, indias, árabes, alemanas y británicas- conectadas comercialmente con todo el mundo.

La puesta en valor de estas temáticas de la mano del Nobel de Literatura desató elogios y grandes expresiones de deseo en las redes, en paralelo a un ruido que empezó a matizar el optimismo: las objeciones recayeron sobre el lugar de enunciación que asume el escritor tanzano, que no solo desplazó su lengua nativa -el suajili- por el inglés, sino que está completamente inserto en la cultura británica y hasta su reciente jubilación era uno de las grandes fortalezas de la Universidad de Kent, en Canterbury, una institución que como muchas otras europeas suele importar talentos de las excolonias para sumarlos a sus planteles académicos, lo que se podría considerar como forma encubierta de colonialismo.

¿Cuál es el poder de interpelación y transformación de una obra que caracteriza la supremacía abusiva de una cultura sobre otra geopolíticamente más débil cuando la denuncia está formulada en la lengua del opresor? La mesa está servida y la polémica parece ser el menú principal, sin juicios concluyentes hasta el momento. Desde una mirada pragmática, aceptar ciertas lógicas que se presentan como condiciones cerradas no obtura el efecto de visibilización y concientización acerca de la necesidad de revisar ciertas tradiciones y mandatos. De no mediar el dispositivo logístico y mediático que pone en marcha un premio como el Nobel de Literatura, obras como la de Gurnah quedarían replegadas al circuito endogámico de los sellos independientes, audaces en sus apuestas pero limitados a la hora de garantizar una circulación fluida de sus catálogos.

Sin las redes que tiende la lógica productiva del mercado es improbable suponer que textos como los de Salman Rushdie, el keniata Ngũgĩ wa Thiong'o -que en los últimos años se ha convertido en la apuesta fija que circula en la previa del anuncio del Nobel-, el palestino-estadounidense Edward Said, el sudafricano Coetzee o el nigeriano Wole Soyinka, todos ellos asociados a una literatura que con moderada o persistente capacidad de denuncia instala la mirada subalterna que aloja distintas formas de trauma -algunos cicatrizados, otros latentes en experiencias de exilio y persecución- y los convierte en testimonio y registro del horror imperialista.

2021 será recordado como un año de consagración múltiple para los autores africanos, que además del Nobel se quedaron con otras dos distinciones emblemáticas: el senegalés Mohamed Mbougar Sarr se convirtió, a sus 31 años, en el primer escritor de África subsahariana en obtener el Premio Goncourt -el más resonante de las letras francesas- por su novela "La plus secrète mémoire des hommes" (La más secreta memoria de los hombres). En tanto, el sudafricano Damon Galgut obtuvo el Booker Prize, la máxima recompensa para las novelas escritas en inglés por "The promise", una saga que abarca cuatro décadas en la historia de una familia que posee una granja ubicada a las afueras de Pretoria, la capital sudafricana.

Hubo también otros galardones a la literatura del continente más olvidado, como el Booker Prize International que consagró al francosenegalés David Diop, el prestigioso Premio Neustadt (Estados Unidos) que fue otorgado al senegalés Boubacar Boris Diop y el Premio Camoes -que distingue a un autor de lengua portuguesa- a la mozambiqueña Paulina Chiziane. En esta secuencia se reinstala la contradicción: en todo los casos, se trata de autores que escriben sobre culturas marginadas, pero lo hacen desde los centros y en lenguas dominantes cuyo aprendizaje implicó rezagar las de origen.

Las letras africanas hacen su entrada tímida al mapa de narrativas globales

Pese a este circuito de reconocimientos que entraña la promesa de impulsar otras voces que refresquen los paradigmas narrativos vigentes, la literatura africana no fluye todavía con la misma velocidad con que se la premia. Mucho menos fuera del panorama eurocéntrico. En la Argentina, por caso, llega muy poco de esa oleada, aunque hay un sello específico destinado a difundir la producción de ese continente: Empatía, una editorial fundada en enero de 2018 por Marcela Carbajo que lleva editados once títulos de ficciones centrados en distintas visiones de la realidad post-colonial.

"Hay temas comunes que atraviesan casi todo el continente, y el colonialismo es sin duda uno de ellos. Tenemos que pensar que, mientras que acá la época de la colonia fue hace más de doscientos años, algunos países africanos recién lograron su independencia en los años 70, incluso 80. Eso quiere decir que muchos escritores actuales pasaron su infancia y juventud bajo el dominio imperial, con todo lo que implica. Por eso muchos relatos se centran en ese shock cultural que significó pasar de una sociedad tradicional, con costumbres muy particulares, a adoptar las costumbres del "hombre blanco": ir a la iglesia, dejar atrás la poligamia, someterse a los códigos legales del colonizador", definía Carbajo en entrevista con Télam hace unos meses.

Clima de época: los museos aceptan revisar su legado para dejar atrás la herencia colonialista

En paralelo a la expansión de la literatura africana y a la revisión que propone de las narrativas canónicas, el mundo del arte también acusó recibo en 2021 de las demandas para actualizar la mirada sobre el patrimonio: algunas instituciones aceptaron rever su mirada curatorial, como el Reina Sofía, de Madrid, que reformuló el ordenamiento de su colección para alojar un nuevo relato impregnado por el signo de los tiempos, con nuevas problemáticas que cobran dimensión como el colonialismo, la emigración, la ecología o la identidad de género.

En otros casos, la voluntad de revisar el acervo para despojarlo de su incorrección política obligó a cambios drásticos, como el del Museo Pitt Rivers de la Universidad de Oxford, en Inglaterra, que decidió retirar cabezas reducidas y otros restos humanos en exhibición para adecuarlos a la mirada secularizada y borrar los restos de ese pasado en que el "progreso" se leía como el avasallamiento de una cultura sobre otra.

El otro núcleo decisivo de este fenómeno está relacionado con la voluntad de repatriar piezas y obras de arte que fueron arrebatadas a otros territorios por las naciones invasoras. Algunos espacios se muestran proclives a iniciar su "descolonización" en distintas etapas y con alcances diversos: el Museo Metropolitano de Nueva York (Met), por ejemplo, aceptó devolver a Nigeria dos obras que forman parte de un grupo conocido como los bronces de Benín. "Descolonizar no implica solamente restituir. También implica mostrar, dar a conocer, que todo el mundo tenga acceso, que pueda preguntar", planteaba la investigadora argentina Mónica Berón, directora del Museo Etnográfico J.B. Ambrosetti.

Mientras algunas instituciones dan señales, aunque tibias o dubitativas, no ocurrirá lo mismo -por el momento- con los mármoles del Partenón griego que están en poder del Museo Británico de Londres: el primer ministro de Reino Unido, Boris Johnson, descartó la posibilidad de devolverlos, pese a que una encuesta reciente reveló que un 59% de los británicos cree que las esculturas deben estar en la Acrópolis. Y apenas un 18% se manifiesta en contra.

En el reverso de estos dos fenómenos asociados a los que dio lugar el 2001 se agitan sombras e interrogantes que no lograrán ser resueltos en el corto plazo. ¿Es la multiculturalidad una inclusión tramposa de la otredad que pretende funcionar como una fachada de apertura en un mundo donde parece no haber freno para el avance de la ultraderecha y políticas migratorias cada vez más regresivas e intolerantes con la diferencia?

Con información de Télam