"Cien cuyes", la novela por la que escritor peruano Gustavo Rodíguez (Lima, 1968) se alzó hoy con el 26 Premio Alfaguara, llegará a las librerías argentinas el 23 de marzo próximo, pero mientras tanto se puede leer el comienzo de esta obra, una novela "de su tiempo", aseguró el jurado, premiada por su fino humor negro y su empatía con el cuidado de los adultos mayores en las sociedades actuales y la paradoja de que si bien cada vez se vive más años, cada vez es mayor, también, el rechazo a la vejez.
"Cien cuyes" comienza así:
Cuando el metro elevado fue inaugurado por fin luego de veinticinco años de construcción, los aplausos ocultaron las críticas de que su larguísima verruga marcaría para siempre a la ciudad. Es lo que ocurre ante la desesperación: poco interesa en una sala de emergencia cómo quedará la cicatriz de una cirugía. Sin embargo, aquel ciempiés de concreto que los visitantes de metrópolis más amables observaban incrédulos por encima de sus cabezas tenía en Eufrasia Vela a una pasajera especialmente agradecida con esos fotogramas vivos que le enriquecían el trayecto: hacía un rato había pescado en una azotea a una mujer de su edad, rechoncha como ella, dando vueltas sobre su eje mientras hacía girar un sostén rojo; y ahora, en plena curva antes del óvalo Los Cabitos, había descubierto el grafiti de una pinga azul, relumbrante y retorcida como un neón: sabía que la acababan de pintar en ese muro, esa misma noche quizá, pero la asociación entre el
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vandalismo y el tren la hizo a retroceder a una viejísima película ambientada en Nueva York.
Un policial con ese actor, Al Pacino... ¿cómo se llamaba?
Nunca tuvo buena cabeza para los títulos y, últimamente, tampoco la tenía para los encargos. Por fortuna, aquella pintura en spray se volvió témpera en su cabeza y el rostro de su hijo se volvió una urgencia.
Mientras el tren desaceleraba, buscó su teléfono en el pantalón. Y mientras marcaba las teclas, levantó su amplio trasero.
Extrañamente, para ser un lunes, la gente no era mucha y avanzó con pocos roces: cuando sus zapatillas empezaban a bajar las escaleras de la estación, la voz de su hermana ya estaba en su oreja.
-¿Qué te has olvidado ahora?
-Por qué dices eso...
-Ay, Frasia...
A Eufrasia Vela se le formaron ese par de hoyitos en las mejillas, como cada vez que era sorprendida en una travesura. Ante su mirada se extendió el gran óvalo que la conectaría con la avenida Benavides.
-Bueno, sí... -sonrió-, es que me olvidé de comprarle una cartulina a Nico.
-Ajá.
-¿Tú podrás?
-Sí...
Fue una afirmación irónica, un si sabes para qué preguntas.
-Mañana es su clase de arte -trató de justificarse-, van a dibujar no sé qué cosa.
-Sí, me contó el viernes cuando lo recogí.
Eufrasia asintió. En el tono de su hermana no encontró otro mensaje escondido, solo la satisfacción de ser una buena tía y alguien que sabía echarle una mano a su hermana. Sentirlo y creerlo la puso de mejor humor y, como sabía que el turno de Merta empezaba más tarde, siguió conversando.
-Se levantó de buen ánimo hoy... -le informó-. Lo dejé en el colegio con un pan con huevo y te dejé uno a ti.
-Ahorita le doy curso.
Una combi se detuvo entre bocinazos junto a Eufrasia y al subirse en ella notó que quedaban dos asientos libres. El día fluía sin muchas piedras en el cauce. Una vez que se sentó, relajó la mano con que sujetaba el celular. Era muy poco probable que allí se lo arrancharan.
-¿Y cómo estará la doña hoy? -preguntó Merta por preguntar.
Eufrasia respondió con lugares comunes que no invocaban urgencias, pero en el fondo temía una degradación en picada. Del accidente habían transcurrido tres meses y, aunque el hueso parecía haber soldado, intuía que a cierta edad hay heridas que ya no dependen del calcio ni del resto de la tabla periódica.
Doña Bertha siempre había sido terca con respecto a su autonomía, y no sin razón, porque valerse por sí mismos es el hito final que separa a los ancianos de los infantes indefensos, con la brutal diferencia de la tersura y los olores. Pasado cierto límite, que, según la persona, varía desde el digno uso de un bastón hasta la oprobiosa limpieza del culo, sobreviene el terror y, en el caso de doña Bertha, ese rubicón corría entre blancas mayólicas. «Yo la baño, seño», le había dicho Eufrasia muchas veces y en todas ellas la anciana había querido mostrarse capacitada. La última vez, como presagiando lo que iba a ocurrir, Eufrasia le sugirió colocar un banquito para que se duchara sentada, pero tampoco aceptó. El alarido fue estremecedor. Y la escena incluso peor: un cuerpo
ajado y desvalido en un cuenco de agua jabonosa, cual pieza de pollo en una sopa macabra. Aquel grito pareció robarle a la anciana los demás sonidos, pero lo que no decía la mudez sí lo aullaron los ojos.
Las noches que siguieron, el sueño de Eufrasia se vio aplazado por el recuerdo de aquel rictus. ¿Así será mi cara cuando sienta que la muerte viene por mí?
En la penumbra del diminuto dormitorio destinado al servicio doméstico, Eufrasia Vela se arrebujaba bajo su tiesa frazada y esperaba que el vaivén del océano la ayudara a comunicarse con la dimensión de los sueños. Pero lo peor para doña Bertha no fue el accidente, obviamente, sino la secuela. Una vez que llegaron los paramédicos y la anciana fue llevada a la clínica, donde felizmente estaba al día con su seguro geriátrico, el diagnóstico cayó como una baldosa: fractura de cadera.
«De eso no se vuelve», le había escuchado decir a doña Bertha varias veces en el pasado con temor reverencial, lo cual hacía más absurdo que no hubiera tenido más cuidado para prevenir su accidente.
-¿Por qué no me hizo caso?
-Así son las viejitas -sentenció Merta.
-¿Nosotras nos pondremos así?
-Ahora te digo que no... -rio la hermana-. Pero una nunca sabe.
A la combi le habían tocado solo semáforos en verde y Eufrasia lo había notado. También había percibido que el conductor parecía tener una prisa digna de los diarreicos. Nadie protestaba, sin embargo, porque los limeños transportados como ganado no se rebelan ante la velocidad, sino ante la brusquedad, y fue así como las cuadras entre el óvalo Los Cabitos y la céntrica avenida Larco transcurrieron como las escenas aceleradas de una película muda, o al menos esa fue la imagen que se le ocurrió a Eufrasia. Raudas habían pasado las casas residenciales en los márgenes de Miraflores, hoy convertidas en restaurantes amplios, en establecimientos de autos usados, en clínicas cosmetológicas y algunos edificios nuevos que se alquilaban para oficinas: ahora, en el centro del distrito, se arracimaban las tiendas por conveniencia visitadas por los turistas, los restaurantes de franquicia, las farmacias de cadena, los hoteles que no bajaban de cuatro estrellas y uno que otro casino con las luces encendidas en pleno día. Las nalgas de Eufrasia se descomprimieron otra vez, pero el calzón aguantó el desborde. La llamada también encontró su límite: no es que aquella fuera una esquina en la que solieran robar celulares, pero tampoco era bueno abusar de la suerte.
-Te llamo al regreso -le dijo a su hermana, con el dedo listo.
-Mejor un mensaje, no vaya a estar con alguna urgencia.
Con información de Télam