Esa mañana, los pocos habitantes del extremo oriental ruso vieron al cielo abrirse en dos. Se sacudió la tierra y un viento caliente que tumbó a personas, puertas y ventanas convirtió al bosque en un cementerio recóndito de árboles caídos. La explosión de Tunguska ocurrió en 1908 y fue causada por el impacto de un cuerpo celeste sobre la tierra, el más espectacular del que se tenga registro. En su recuerdo, cada 30 de junio se celebra el Día del Asteroide, una oportunidad para aumentar la conciencia pública sobre el peligro que suponen estos eventos y para preguntarse acerca de la posibilidad real de una colisión con la Tierra.
Dentro de la inabarcable cantidad de cuerpos menores que pululan en nuestro sistema solar, los asteroides constituyen un subconjunto que orbita entre Marte y Júpiter. A causa de la influencia gravitatoria que el gigante gaseoso ejerce sobre esa franja, este cúmulo de objetos no logra integrarse en forma de planetas y se extiende a modo de cinturón entre ambos.
“Es como cuando uno construye una casa y quedan los escombros tirados alrededor. En este caso, la casa serían los planetas y los asteroides serían los ladrillos que sobran”, ilustró Patricio Zain, doctor en Astronomía por la Universidad Nacional de La Plata (UNLP) y becario del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET).
En paralelo a su labor investigativa, Zain hace “divulgación low cost”, como él la define en el canal de YouTube que utiliza para visibilizar y difundir información del tema en que es experto: la evolución colisional de los asteroides. “El riesgo de un impacto es real, existe y es para lo que hay que estar preparados”, advirtió.
En el enjambre situado entre Marte y Júpiter, se calcula que existen más de un millón de asteroides, de los cuales se conocen alrededor de seiscientos mil. Los más interesantes para el campo científico son los denominados NEOs (por su siglas en inglés para Objetos Cercanos a la Tierra), de los cuales hay cerca de treinta mil cuerpos en permanente monitoreo. Entre ellos, los que se encuentran a menos de veinte distancias lunares y miden más de 140 metros, se consideran “potencialmente peligrosos”. Para dimensionar las consecuencias de un impacto de estas características, hay que pensar que el responsable del evento de Tunguska medía poco más de cincuenta metros y, aún desintegrándose en el aire, devastó todo lo que había a dos mil kilómetros a la redonda.
“Hay procesos que ocurren dentro del cinturón de asteroides que pueden modificar sus órbitas. En particular uno de esos efectos es la fuerza de radiación del Sol. Además, en ciertas regiones del cinturón, las perturbaciones gravitatorias tanto de Júpiter como de Saturno se amplifican. Estas alteraciones funcionan como una patada para los objetos, cuyo efecto es que sus órbitas pueden achatarse y acercarse a la Tierra”, detalló Zain.
A pesar de los esfuerzos científicos para observar y describir las trayectorias de estos elementos potencialmente peligrosos, la tarea es larga y compleja. Los investigadores conocen muy bien la órbita de los más grandes y destructivos y tienen claro que, por lo menos dentro de los próximos siglos, no implican una amenaza para nuestro planeta. Pero, tal y como explicó el astrónomo platense, “cuanto menor es el tamaño que consideremos, mayor es el número que entra dentro de esta categoría”.
“Podría pasar que se descubra un cuerpo, se calcule su órbita y se determine una probabilidad de impacto de acá a diez o veinte años. Esa es una posibilidad real y hay que estar preparados para cuando suceda”, aseguró Zain y aunque agregó que la probabilidad de ocurrencia de un evento de este tipo en la escala de la vida humana es “baja”, señaló que “en algún momento algo va a impactar”. “El tema es determinar cuándo y poder prevenir la amenaza, en caso de que exista”, subrayó.
A propósito de la determinación del riesgo, el investigador sugirió cautela y rescató el ejemplo de Apofis, un asteroide descubierto en 2004 que llenó la tapa de los diarios por la altísima probabilidad de un choque con la Tierra que los científicos le adjudicaron para 2029. La probabilidad de que Apofis impactase sobre nuestro planeta había alcanzado, según los sistemas de cálculo de aquel año, el alarmante número de uno entre treinta y siete. El nombre del asteroide estaba a la medida de estos guarismos: Apofis era, para los egipcios, el Dios del caos.
A pesar de las apocalípticas estimaciones iniciales, el ajuste de los cálculos de la órbita durante los años siguientes derrumbó las probabilidades a cero. “Se disparó la alerta, se armó todo un drama, pero con la mejora de las observaciones se supo que no había posibilidad de impacto. Va a pasar muy cerca, sí: a treinta mil kilómetros, que es casi nada en términos astronómicos. Nos va a despeinar un poco el flequillo, pero no va a impactar”, aclaró el autor de Una gira por el sistema solar (2022).
En ese sentido, para prevenir, lo más importante es tener muchas observaciones y muy precisas. En el caso de que la órbita se conozca a la perfección y de que la ocurrencia del impacto esté asegurada, entran en juego las estrategias de mitigación, es decir, las maneras humanamente posibles de desviar la trayectoria del objeto.
Hollywood ha sido aparatosamente instructivo al respecto. La idea de un Bruce Willis y su equipo perforando el asteroide para detonarlo por dentro y destruirlo no es la más “viable”, según la mirada de Zain. “Hay que buscar desviarlo, cambiar su órbita de forma tal que para la fecha en la que se haya estimado el impacto, en vez de chocar, pase cerca”, expuso.
Sobre estas estrategias existe mucha teoría y poca práctica. De hecho, hay solamente un método testeado. El 26 de septiembre del año pasado, una nave espacial enviada por la NASA se estrelló contra el asteroide Dimorphos y logró alterar con éxito su órbita. Fue la primera vez en que la humanidad cambió deliberadamente el desplazamiento de un objeto celeste. Bill Nelson, administrador de la agencia espacial estadounidense, festejó el ensayo de defensa planetaria y sostuvo que desde la entidad se preparan para “cualquier cosa que el universo depare”.
Los treinta y dos minutos de diferencia entre el ciclo orbital de Dimorphos antes y después de la embestida de la misión DART (siglas en inglés para “prueba de redireccionamiento del asteroide doble”) parecen indicar, en palabras de Zain, “que esta técnica podría servir para, eventualmente, llegar a desviar un asteroide potencialmente peligroso”.
Tanto la experiencia con Apofis como la explosión de Tunguska son ilustrativas de distintos riesgos: la primera, de la extensión de un pánico masivo injustificado; la segunda, de un impacto efectivo sobre la superficie terrestre que podría ser catastrófico. “Esa es la clave del día del asteroide. No alarmar a la población, sino tomar consciencia de que eventualmente uno puede llegar a chocar con la Tierra”, resaltó el astrónomo.
La ficción y la ciencia, en algún punto, convergen. Después de una escena deslumbrante por sus efectos especiales sobre el supuesto evento que extinguió a los dinosaurios, el narrador de Armageddon (1998) dice: “Pasó antes y pasará de nuevo. La pregunta es cuándo”. Zain, si bien crítico con la espectacularización del asunto, coincide: “En algún momento va a pasar, seguro. Quizás no durante nuestra vida. Pero si dejamos correr el tiempo algo va a impactar. El objetivo es determinar cuándo”.