En los últimos días se ha traducido y publicado en castellano un texto crucial en la bibliografía de adicciones, la obra de la psiquiatra franco-suiza Annie Mino (1945-2015): “Yo acuso: las mentiras que matan a los adictos” (1996).
Hace varios años un grupo de psiquiatras y psicólogos, que participábamos de un grupo de lectura que resultó bisagra en nuestras vidas, conocimos la obra del periodista ingles Johan Hari (Tras el grito, Paidós 2015) que nos alertó respecto a nuestra manera de pensar las adicciones. Por ese entonces ser adicto implicaba una etiqueta de marginalidad y enfermedad. Su punto de vista era apenas tomado en cuenta, los escasos usuarios que llegaban al servicio de salud mental debían cumplir nuestras indicaciones o retirarse, acción de lo más frecuente que denominábamos en nuestra jerga “resistencia” o “ausencia de demanda”.
En ese mismo espacio accedimos a la investigación de Emilio Ruchansky (Un mundo con drogas, Debate 2015), donde realiza un relevamiento a nivel mundial de los dispositivos de tratamiento para las personas con adicciones y donde detalla especialmente el trabajo de Annie Mino en el campo de la reducción de riesgos y daños. A partir de ese momento, Nelson Feldman (psiquiatra argentino que vive en Suiza), Alejandro Brain (médico psiquiatra del Hospital Álvarez) y Karina Boiola (licenciada en Letras y becaria del Conicet), comenzaron a traducir en forma artesanal, sin editorial alguna confirmada por ese entonces, la primera versión del francés al castellano.
El texto, ahora publicado por la editorial Casa de Criaturas, tiene mucho de manifiesto personal y testimonia en forma cruda el cambio de perspectiva de la autora respecto a los adictos. Se autodenuncia en relación a la posición dogmática y moral de la mayoría de los médicos en relación a las adicciones, donde la única alternativa de tratamiento era la desintoxicación centrada en la búsqueda inexorable de la abstinencia. Mino se convenció, dolorosamente, que la mirada de muchos médicos constituía un elemento central de la baja accesibilidad de los pacientes al sistema de salud.
Un sistema (político-mediático-asistencial) que estigmatizaba el consumo de drogas y segregaba al usuario, porque dejaba afuera al no arrepentido, al que no aceptara “confesarse”, al que no buscara la sobriedad como redención. Mino enumera las palabras con las que se cataloga al usuario de drogas: “mentiroso”, “tramposo”, “violento” y nos formula una pregunta incómoda: ¿Qué tipo de relación terapéutica puede entablarse con un paciente así?
A contracorriente: una postura que quebró el paradigma
La experiencia de transformación personal de Mino, se desarrolló en un espacio y un tiempo: la ciudad de Ginebra a mediados de la década del 80, con alto nivel de consumo intravenoso de heroína, explosión de casos de VIH y marginalidad. En este contexto los tratamientos disponibles estaban focalizados exclusivamente en lograr la sobriedad, obtenían escasos resultados (30 por ciento de abstinencia a los 6 meses de la desintoxicación) y eran evitados por muchos usuarios.
En 1989, como responsable de la División de Abuso de Sustancias, Mino desarrolló (con resistencias enérgicas hasta en su propio equipo médico) programas de sustitución de metadona y luego dispositivos de prescripción de heroína. En su perspectiva, revolucionaria, argumentó que la abstinencia no siempre era la prioridad y que la dependencia era preferible a la muerte. En su texto, lo más parecido a un “cross a la mandíbula” en el sentido arltiano, acusa a los profesionales de la salud de un “abandono sanitario” por imponer esquemas de tratamiento alejados de las expectativas y necesidades de los usuarios.
Mino documentó algunas consecuencias de los esquemas de remplazo con metadona: mejoría en la salud en términos globales, disminución notable de la delincuencia y disminución de la letalidad del consumo. Algunos pacientes con el tiempo (meses, incluso años) y luego de permanecer por largo tiempo dentro del sistema de salud y aun en consumo, optaron finalmente por tratamientos en búsqueda de la abstinencia. La experiencia tuvo un impacto social más allá de las drogas, produjo un viraje conceptual: del adicto como causa de problemas a la sociedad, a un miembro que podía colaborar con soluciones en su propia comunidad y ayudar a otros.
Hacia un modelo inclusivo
Mino estaba convencida que era necesario incluir en el sistema de salud “a la mayor cantidad de adictos” y crear un vínculo con ellos, con el fin de mejorar sus condiciones médicas, afectivas, sociales y económicas. Como investigadora clínica, lideró investigaciones que mostraron la utilidad y eficacia en el plano sanitario de estos abordajes. Estudió en profundidad los comportamientos y necesidades de los usuarios de drogas (una obviedad en el mundo comercial, pero novedoso en el ámbito médico), para crear un sistema estratificado de tratamientos: desde la internación voluntaria hasta las salas de consumo supervisado de heroína, muchas de las cuales continúan en la actualidad.
En sus hallazgos documentó un hecho sorpresivo para muchos profesionales de la salud mental, en la medida que el abordaje terapéutico individual o grupal como medida inicial (la regla de un servicio de salud mental que se precie como tal), provocaba rechazo en algunos usuarios ya que implicaba conectarse con hechos vergonzantes o traumáticos. Para Mino, en las antípodas del paradigma prohibicionista, el uso de drogas representa una conducta privada, relativa e histórica, donde la trayectoria de cada usuario debe buscarse un sentido a ese consumo. Encuentra en la figura del médico un rol específico y estratégico: aliviar el sufrimiento del usuario y, en paralelo, desalienta el intento de imponer su propia visión a quien pide ayuda.
El contraste entre Suiza y Argentina es tan obvio que no hace falta señalarlo, pero el eje central del libro de Mino va más allá: denuncia el abandono y la exclusión que han sido objeto las personas que consumen drogas. En el pasado y en la actualidad. En Ginebra y en Buenos Aires.
Con información de la Agencia de Noticias Científicas