Según las estadísticas y análisis de Google Trends, una herramienta analítica que permite identificar las tendencias de búsqueda más multitudinarias, la frase “Estoy cansado” es la más indagada desde que comenzó la medición en 2004. Esta propensión también se puede ver en los miles de contenidos que se encuentran todos los días en las redes sociales y plataformas bajo la etiqueta #cansado, el uso del meme con la misma expresión que se popularizó sobre todo en Instagram y Tik Tok, y además la multiplicación de mensajes y videos de influencers y profesionales de la salud mental a nivel colectivo. El pico de interés que despierta la temática es paradigmático y refleja un grado de agotamiento generalizado.
Los problemas de salud, mentales y físicos, son parte constitutiva de un malestar creciente vinculado al actual modo de vida, de producción, trabajo y consumo. De hecho, en el marco de la 5° Cumbre Mundial de Salud Mental que se realizó la semana pasada en el Centro Cultural Kirchner (CCK) fue la propia directora de Salud Mental y Consumo de Sustancias de la OMS, Dévora Kestel, quien alertó sobre un incremento del 25% en los casos de depresión y ansiedad a nivel mundial. Frente al imaginario expansivo y esperanzador del siglo XX, el mundo actual se ha vuelto un terreno hostil, expulsivo y dañino para las mayorías.
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El combo de emociones explosivo es consecuencia de la conjugación de frustraciones individuales y cotidianas, por no poder cumplir con las expectativas y mandatos sociales históricamente establecidos, y al mismo tiempo la sensación colectiva de indefensión frente a problemáticas sociales que se nos presentan ajenas e imposibles de transformar. Pero es imposible disociar el malestar de las condiciones de trabajo generalizadas cada vez más precarias y esclavizantes, del agobio por el ritmo de vida vertiginoso que propone el sistema y la tristeza que experimentan los individuos en una sociedad atravesada por la experiencia pandémica, la crisis económica y climática, la incertidumbre acerca del futuro y al mismo tiempo las exigencias de productividad de un yo desanclado de lazos comunitarios.
El autor y filósofo surcoreano Byung-Chul Han nos aporta una mirada innovadora para entender este fenómeno social tan complejo cuando caracteriza al individuo del siglo XXI como sujeto del rendimiento. El autor plantea que ya no se trata solo del formato de explotación clásico de la dialéctica del amo y el esclavo, sino que ahora uno es amo y esclavo de sí mismo a la vez. Justamente el éxito despiadado del modelo del emprendedor, autónomo, creador de contenido, es que te promete el sueño de ser “tu propio jefe”, al tiempo que logra que quien trabaje para sí mismo se autoexplote en pos de alcanzar objetivos. El sujeto del rendimiento y las métricas que tiene como arquetipo al emprendedor “libre” del capitalismo de plataformas, en realidad oculta un modelo de extrema precarización laboral, indefensión y soledad. Este sujeto se hiperindividualiza y se percibe como el único responsable de sus éxitos y fracasos.
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El modo de trabajo y subjetividad del siglo XXI ha creado una epidemia de mala salud mental y sin embargo cada caso es tratado como un problema individual. Mark Fisher describe a esta tendencia, que surgió en la década de 1980 y se vio potenciada en los últimos años, como la “privatización del estrés”. Sin dudas esto se asocia además a los procesos de desindustrialización y desorganización social, la pérdida del sentido de comunidad, la proliferación de profesiones y trabajos independientes, el avance del capital financiero por sobre el desarrollo productivo, todas tendencias que alimentan la atomización social y la pérdida de interacción humana.
Paradójicamente entre las herramientas y dispositivos de legitimación, directa e indirecta, de este régimen se encuentran las filosofías del “sí se puede” y las narrativas de la espiritualidad y el coaching, o el modelo de la autoayuda, tan consumidos y popularizados en estos tiempos. Nada es casual. Justamente el formato que proponen encaja en el modelo sociocultural vigente: es netamente individual y vende una supuesta solución rápida y efectiva a un problema. Estos espacios actúan como una suerte de terapia donde el individuo encuentra prescripciones de conducta y técnicas para lograr el bienestar inmediato o en el corto plazo.
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A tono con una cultura individualista del capital financiero, estas técnicas “licuadas” no encuentran un anclaje comunitario, ni formas de canalizar el malestar desde la organización colectiva, lo político o la transformación de la realidad. En vez de atacar las causas políticas, sociales y culturales, se ponen en práctica ejercicios conductistas y se prescriben ansiolíticos para calmar los efectos. Mientras tanto la individualización de problemas sociales multidimensionales agrava las patologías y cuadros tales como la depresión, el déficit de atención a causa del multitasking, “burnout”, ansiedad, angustia, o los consumos problemáticos. Estas formas de interpretar la realidad niegan que los problemas de salud mental son cuestiones sociales y estructurales, y justifican una mirada sesgada del asunto.
El sujeto contemporáneo no solo vive presionado por el rendimiento, la mirada ajena y el modelo de éxito competitivo, sino que además se siente en deuda y carga con la culpa de no poder estar a la altura de las exigencias a las que es sometido en las publicidades, redes sociales, vínculos, etc. Ya no alcanza con ser empresario de unx mismo, y trabajar a destajo o explotarse para obtener ingresos, sino que también ahora debe trabajar su cuerpo en el gimnasio, seguir patrones de conducta moralmente “correctos”, hacer yoga o pilates, sostener pautas de consumo, llevar un diario, y hasta de dietas para cumplir con el imperativo de la felicidad. Mucho más todavía pesan estas exigencias entre las mujeres y los jóvenes. Todo esto se considera en gran medida una responsabilidad individual. En dicho contexto no queda lugar para el descanso o un ocio enriquecedor, primero porque el ser “improductivo” está mal visto, y segundo porque al tiempo ocioso se lo considera tiempo vacío, tiempo que hay que rellenar con actividades de consumo y entretenimiento.
La experiencia reciente que nos dejó la pandemia del COVID expuso y dejo en evidencia la sobrecarga de trabajo a la que fueron sometidos los trabajadores de salud y los considerados esenciales con consecuencias en la salud mental y física. No obstante se pasó de página rápidamente, no hubo espacio para un cuestionamiento integral de este modelo social laboral, ni se generaron grandes cambios institucionales a futuro. A la par, la incertidumbre de los tiempos apocalípticos, la aceleración de un mundo ciberfísico, el Home office, y el imperativo de respuesta urgente que instalaron las redes sociales, esfumó las fronteras entre el trabajo y el descanso trasladando la disciplina laboral a lo privado. Para el sujeto cansado y deprimido no hay límites físicos y ambientales entre lo laboral y lo doméstico, ya no se puede separar el ocio de la obligación. El modelo de flexibilidad implica adaptarse, reinventarse y ser maleable en la incertidumbre, ajustarse a la vertiginosidad que los cambios sociales y tecnológicos traen, fluir en el intento y ser feliz. Una tarea casi imposible.
Naturalizar y convivir en ese malestar es parte del problema. La reivindicación de la denominada “cultura del trabajo” como sostén de la falsa meritocracia oculta que lo que se sostiene es una cultura de la explotación que perjudica y condiciona siempre al que esta desposeído, al de menores recursos que acepta ser explotado o autoexplotarse para sobrevivir. Hoy en día frenar la rueda para pedir ayuda, problematizar la realidad que uno atraviesa, prestar atención a los padecimientos en salud mental, pedir un turno para iniciar un tratamiento terapéutico, o poner un límite a las exigencias, se han convertido en un privilegio de unos pocos.
Es cierto que en este mundo todos y todas podemos experimentar problemas de salud mental, independientemente de nuestro origen, género u posición social. Pero el pobre, el laburante, la madre jefa de hogar, el monotributista, el beneficiario de un plan, el migrante, o la persona en situación de calle no tiene tiempo, espacio, ni dinero para dedicar a su bienestar. La desigualdad y la pobreza están directamente relacionadas a la salud mental. ¿Cómo una madre sin acceso a las necesidades materiales más básicas, a la comida en la mesa de su casa puede tener salud mental? ¿Es posible estar bien bajo las amenazas de no saber si se llega a fin de mes? ¿Hasta qué punto es la salud mental un privilegio o una cuestión de clase?