El día en que murió Cristian: así fueron las últimas horas del Pity Álvarez en libertad

El cantante de Intoxicados y Viejas Locas está acusado por el homicidio de Cristian Díaz, vecino del barrio Samoré de Villa Lugano. Cómo fue aquel día que le cambiaría la vida para siempre.

01 de marzo, 2023 | 00.05

El 11 de julio de 2018 fue miércoles. Las principales noticias de los diarios pasaban por la clasificación de la Selección de Francia a la final del mundial en Rusia. El aumento de la inflación de junio. La presión de la Iglesia para que no se apruebe la ley del aborto. Ronaldo a la Juventus a precio récord. Rescate en Tailandia de 12 chicos atrapados en una cueva. Un miércoles más para Cristian “El Pity” Àlvarez, que ese día tenía tres certezas. Almorzar con Agustina, su novia, visitar a su suegro y a la tía de ella. Y cerrar la jornada todos juntos en el recital de Ulises Bueno en el boliche Pinar de Rocha, en Ramos Mejia. Un miércoles más también para Cristian Díaz. Comer algo rápido al mediodía en su casa de Fiorito y a la tarde pasar a visitar a Jaqueline, una de sus dos hijas en el Samoré, su exbarrio. Y de paso tomar algo con los muchachos. Ahí se cruzaron los dos Cristian. Se cruzaron y no se tenían que cruzar. Uno mató en su barrio. El otro murió en su barrio. Algunas fotos que circulan por Internet los muestran juntos. Algunas con sonrisas cómplices. Otras simplemente una foto con un famoso. Mientras los jueces deciden si finalmente el Pity está apto psicológicamente para afrontar el juicio, la familia de Díaz espera -exige- justicia por el crimen. Detrás, dos historias que confluyeron en un punto de no retorno y un barrio dividido por la tragedia.

Cristian “El gringo” Díaz tenía 36 años, y dos hijas. La mayor, Jacqueline, vivía -todavía vive- a cincuenta metros de donde fue asesinado su padre la noche de ese 11 de julio. Ella no escuchó ninguno de los cuatro tiros que gatilló el Pity antes de irse al show de Ulises Bueno. Antes, muchas horas antes de eso, Díaz llegó con un bolso para Jaky -como le decía a su hija- que hacía un mes había cumplido 16 años. Llevaba ropa, algunas remeras, zapatillas, que le había dado una de sus hermanas. Poco después de almorzar, a eso de las 14, Jaky recibió un mensaje de su padre. Le pedía que bajara rápido, que se apurara. Que no lo hiciera esperar como siempre. Díaz tenía el auto roto, así que había llegado en el colectivo 144 desde Villa Fiorito, a donde se había mudado años atrás. Se encontró con Jaky en el palier de su torre, la 12. Conversaron un rato, Jaky agarró la bolsa con la ropa y volvió a subir al piso 2, donde vive con su hermana (de otro padre) y su madre.

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“Nos mandamos unos mensajes por WhatsApp, algunos audios, hasta la noche. Me dormí temprano porque al otro día tenía que salir a la mañana. En ningún momento lo noté raro, ni en pedo ni desbordado”, cuenta Jacqueline Guzzardi a El Destape. Fue ella la primera de la familia en enterarse.

Su papá se quedó con unos amigos en un banco de cemento, a pocos metros del departamento de su hija, tomando fernet. Eran cerca de las 15. 

Apenas habían pasado algunos minutos de la 1.30 de la madrugada, cuando Jacqueline sintió un frío repentino. Era su hermana. Le había sacado las frazadas de un tirón.

- ¡Despertate, despertate, tu papá, tu papá!

Bajó con lo primero que alcanzó a manotear, un pantalón y una campera. Pensó en cualquier cosa, menos en la muerte. Tampoco lo hizo cuando vio el cuerpo de su papá, sin acercarse del todo pero lo suficiente para ver el charco de sangre que lo rodeaba. El lugar ya estaba lleno de policías, de vecinos. Se sentó a mirar la escena para tratar de entender lo que estaba pasando. Su madre tampoco estaba en su casa.

"No entendía que estaba muerto. Estaba en shock. Lo veía tirado pero igual pensaba que en algún momento se iba a levantar. Llamé a mi tía pero colgué porque no se lo podía decir. Le pasé el teléfono a una amiga de mi mamá y recién cuando la escuché contárselo a mi tía caí en lo que estaba pasando", recuerda.

Esa noche se fue a dormir a la casa de una de sus tres tías, fuera del barrio. Se acostó en el living, con la campera y la gorra puestas. Cuando se despertó estaba la tele prendida en un canal de noticias. Hablaban de su papá y de un claro sospechoso que estaba prófugo, El Pity Àlvarez.

Jacqueline, ahora de 20 años, lo cuenta desde el mismo departamento. En la misma torre, pero tres pisos arriba, tiene su departamento El Pity.

Esa noche los dos Cristian no se tenían que cruzar en el Samoré. Uno ya no vivía ahí. Y el otro había planeado algo distinto.

El Pity y Agustina -junto a su papá y a su tía- se habían encontrado a las cinco de la tarde en la casa de ella. La idea era ir directamente a Pinar de Rocha. Era más directo y no tenían que manejar tanto con el auto. El Pity sintió cierta culpa. Su perra había parido hacía pocos días y estaba sola en su departamento de la torre 12. Decidieron hacer la parada técnica y reagruparse con el suegro y la tía directamente en el boliche. Eran las 19 cuando subieron al auto del Pity. Manejaba Agustina. Fueron directamente al Samoré. Díaz y su grupo de amigos hacía rato que estaban ahí. De alguna manera extraña no se vieron.

La parada técnica se estiraba. Agustina empezó a preparar la cena. Los cachorros estaban bien. El Pity los atendía, fumaba pasta base, y esperaba. Ya eran más de las 12. Se hacía tarde para el recital. Antes de salir, se tomó una pastilla de clonazepam. Para bajar también solía consumir morfina. Esa noche no lo hizo. Quiso tomar un poco de champán pero apenas pudo probar unas gotas porque la botella se había congelado en el freezer.

Ya estaba bien así. Se calzó el abrigo, una gorra blanca, y salió con Agustina. Caminaban rápido. Hacía frío y llegaban tarde. Ya eran más de la 1. Bajaron a la planta baja. Enfilaron para el estacionamiento. A los tres metros, escucharon un grito que venía de sus espaldas.

-Eh, pity.

-¿Quién sos?

-Soy el gringo

Los Cristian se acercaron. Se pusieron cara a cara.

-Vos sabés quién soy, te acordás de mí. Te acordás cuando yo te lleve a la villa, vos dijiste que te faltaban cosas en la mochila y yo no soy un rastrero.

El Pity se acordaba bien. Ese era el problema. Los dos se tenían del barrio. Se cruzaban en los pasillos. Se habían sacado algunas fotos juntos. El Pity a veces largaba alguna moneda. A veces unas entradas. Un día -un par de meses atrás- había pedido un favor. Más que un favor, un trabajo. Algún remisero que lo llevara a la 1.11.14 para comprar. El Gringo se ofreció. El viaje hasta la villa fue perfecto. El Pity entró, pagó, y cuando volvió a buscar el auto, algunas versiones dicen que el Gringo lo dejó tirado y se escapó. Otras dicen que lo devolvió al Samoré pero que, durante la espera, le robó plata de una mochila que había dejado en su auto. El Pity se la había jurado “por rastrero”. El Gringo, ofendido por los comentarios del Pity, también.

Ahora ya estaban uno encima del otro. El Pity parecía calmo. Díaz empezó a insultarlo.

- Vos porque hiciste un tema de mierda, ¿quién te creés que sos?

El Gringo era diez años más joven. Medía un metro ochenta y pesaba más de 100 kilos. Se sacó el rompeviento, la campera y la gorra. Lo invitó a pelear.

-Yo estuve preso por chorro

-Yo también, por tirarle un tiro en el pie a alguien.

El Gringo se le fue encima. Lo levantó y lo tiró contra un arbusto. Le dio un manotazo en la cabeza que le hizo volar la gorra. Cuando lo tuvo acorralado, le tiró un cabezazo.

-Si vas a tirar un tiro, tirá, gato

El Pity hizo un paso para atrás, se metió la mano en la campera, sacó su pistola calibre .25 y le pegó un tiro en la frente. Después gatilló tres veces más, con el cuerpo del Gringo ya sangrando en el piso.

-¡¿Qué hiciste, Cristian?!

El grito de Agustina fue lo último que escucharon los amigos del Gringo. El Pity y su novia caminaron los metros que faltaban hasta el estacionamiento, entraron al auto y desaparecieron en la autopista. Antes, le dijo a Agustina que descartara el arma en una alcantarilla en el perímetro externo del barrio. Llegaron a tiempo al recital de Ulises Bueno. Se encontraron con el padre y la tía de Agustina. El Pity ya no estaba sereno.

Estuvo apenas 24 horas prófugo. A las 6.59 de la mañana del viernes 13 de julio, el Pity Àlvarez se entregó junto a su abogado, rodeado de cámaras, móviles de radios, curiosos y policías. Vestía una campera de colores estridentes, anteojos negros y un gorro de lana. Antes de entrar a la comisaría 32 de Villa Lugano, frenó el caos que lo apretaba y dijo:

-Les cuento a todos juntos. Yo fui el que disparó. No vengo a declarar. Vengo a decir lo qué pasó. Lo maté porque era entre él o yo. Cualquier animal haría lo mismo.

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