Muchos recuerdan el frío de aquella noche. La escena se repite en simultáneo en un sinnúmero de hogares del mundo: un padre se acerca despacio a la cama de su hijo y lo despierta; encienden el televisor, se acomodan envueltos en su luz y esperan. Pablo y su familia, desde Cañuelas, son parte de los 650 millones de espectadores que miran la pantalla. La imagen es a color, pero predominan los grises. Sobre el fondo plateado se recorta una sombra triangular y, encima de ella, Neil Amstrong pone el pie y da ese pequeño paso para el hombre, gigante para la humanidad.
La huella de esa pisada quedó marcada para siempre en la cabeza de Pablo de León, ingeniero aeroespacial y docente argentino que renovó el sistema de diseño de trajes espaciales en la Administración Nacional de Aeronáutica y el Espacio de los Estados Unidos, más famosa por sus siglas en inglés: la NASA.
La de de León es una generación marcada por la carrera espacial. La conquista sideral era tema central en libros, radios, diarios y revistas. A tal punto llegaba ese espíritu de época, que Pablo es incapaz de acordarse en qué momento empezó a interesarse por el espacio. El alunizaje del Apolo XI fue, sin dudas, un punto de inflexión: “Yo quiero trabajar de esto”, se dijo como en un rezo.
La Argentina de aquellos años afinaba bien en ese tono: entre 1960 y 1985 el país desarrolló sus propios cohetes y motores y se convirtió en la cuarta nación del mundo en enviar un ser vivo fuera de la atmósfera y regresarlo con vida. “De chico pensaba: si ahora en Argentina estamos lanzando cohetes, cuando yo sea grande vamos a tener centros de lanzamiento por todos lados y vamos a estar enviando astronautas argentinos al espacio. Era la progresión lógica que hacía un chico de siete años”, recuerda de León.
La imagen de su Cañuelas natal bien podría definir la situación de Pablo durante su infancia. El paisaje del pueblo rural se dividía, en aquel momento, de forma cartesiana. Abajo, el campo para trabajar, arriba, el cielo inmenso para soñar. Los cohetes caseros que armaba, instruido por la revista Lúpin, unían los dos hemisferios, trazaban un camino posible para llegar de uno al otro.
Más grande, comenzó a estudiar electromecánica y después ingeniería. Luego, hizo un posgrado en Estudios Espaciales en la Universidad Internacional del Espacio (UIE), la casa de estudios ubicada en Francia que tuvo entre sus directores al mismísimo Buzz Aldrin, el hombre que pisó la luna luego de Amstrong.
A la distancia, de León no dejaba de observar el panorama local. “Siempre tuve mucho interés por el desarrollo nacional de la tecnología aeroespacial”, señala. En los ochenta, Argentina se metía de lleno en un proyecto ambicioso de misilería balística, el Programa Cóndor, cuya frustrada historia ilustra de forma bastante cabal las peripecias del desenvolvimiento nacional en ese plano de la ciencia: “Mi tesis doctoral fue sobre ese tema, porque siempre me apasionó. Quería saber cómo un proyecto que había llegado tan alto, que estaba tan avanzado, terminó siendo cancelado por razones totalmente externas, vinculadas a las presiones que recibió el país en la década de los noventa”, sintetiza el ingeniero.
En esos años, Pablo oscila entre el extranjero y la Argentina. Se apasiona, quiere hacer. En 1987 funda y preside la Asociación Argentina de Tecnología Espacial (AATE), desde donde promueve actividades vinculadas a esa área. Trata de conectarse con los grupos que intentaban desarrollar tecnología espacial en el país, mantenerse en contacto y ver qué opciones existían acá para su carrera. Pero a principios de los noventa llega una oferta demasiado tentadora: el Centro Espacial Kennedy, dependiente de la NASA, le ofrece un contrato.
Así comienza la aventura en el centro neurálgico de la actividad espacial en la Tierra, la puerta de entrada al cielo en este mundo. La crónica de su trabajo en la NASA es una sucesión de clímax: diseña y prueba su primer traje, el 4S-A1; completa el curso de entrenamiento fisiológico en el Centro Espacial Johnson donde experimenta la cámara de altitud y descompresión rápida; se convierte en el primer argentino en volar en gravedad cero en 1997 y, cuatro años más tarde, dirige el proyecto Paquete Argentino de Experimentos (PADE), siete ensayos científicos nacionales que volaron, NASA mediante, al espacio en el transbordador Endeavour.
“No tenía la intención de radicarme definitivamente en Estados Unidos. La decisión la terminé tomando a partir de la crisis de 2001. Había ido y venido muchas veces. Ya hoy en día el tipo de tecnología en la que estoy especializado no tiene aplicación en el país. Pero no pierdo las esperanzas de que algún día Argentina haga vuelos tripulados”, explica de León.
Desde finales de los noventa, su actividad en Argentina comienza a tomar la forma de una militancia. En 1999 organiza el primer Congreso Argentino de Tecnología Espacial (CATE), un evento único en su tipo que congrega a especialistas y profesionales para intercambiar experiencias y que hoy, abril de 2023, lo trae de nuevo al país.
Actualmente, el investigador dirige el Laboratorio de Trajes Espaciales en la Universidad de Dakota del Norte (UND), en Estados Unidos. Es, además, investigador principal de varios proyectos de la NASA. Su contribución revolucionaria fue introducir la tecnología de impresión 3D en el diseño de trajes espaciales. Las escafandras tradicionales se acomodaban al prototipo de astronauta de la década del sesenta: hombre, militar, alto y fornido.
Hoy el plantel de viajeros espaciales es más diverso. “El tema venía medio complicado porque los trajes se fabricaban en determinados tamaños —pequeño, mediano y grande— y, evidentemente, a nadie le terminaba de quedar bien”, detalla de León. Además, para que el equipamiento sea preciso, el investigador sugirió escanear en tres dimensiones el cuerpo de los futuros astronautas. El resultado: un traje a medida.
Más allá de la comodidad, la innovación del argentino implica un cambio de paradigma con respecto a los sistemas de diseño anteriores porque permite abrir sucursales de la fábrica terrestre en otros mundos. “El día de mañana esa tecnología de impresión te la podrías llevar a la Luna o a Marte para poder fabricar las piezas que se deterioran en el viaje. Eso te da una independencia enorme de la Tierra, que hoy todavía no tenemos”, ahonda.
Una ilusión que no tiene techo
En Mendoza, sede de la decimosegunda edición del CATE, de León habla con la prensa, termina de organizar las ponencias y prepara charlas; intenta estar en todo. “Lo hacemos a pulmón”, subraya. Las jornadas nacieron con la idea de construir un circuito académico que permita a los jóvenes profesionales de la temática espacial “hacer sus primeras armas y construir un currículum”: “Los estudiantes avanzados de ingeniería no podían costearse los miles de dólares que representa un viaje a Estados Unidos o a Europa. Las inscripciones son muy caras. No había nada de estas características acá”, explica el especialista argentino.
Otro de sus intentos para arraigar el desarrollo aeroespacial en nuestro territorio es el Museo Argentino del Espacio (MAdE), un proyecto en curso —aún sin hogar—, que pretende convertirse en un espacio pionero en Latinoamérica dedicado a la historia, al presente y al futuro de la actividad espacial.
A los 58, Pablo no quiere dejar de soñar. No es un buen momento para jubilarse, dice. Hoy el contexto es más favorable que nunca. Su labor de diseño está muy involucrada en el Proyecto Artemis, la misión de regreso a la Luna liderada por la NASA que buscará llevar a la primera mujer y a otro hombre al polo sur de nuestro satélite en 2024. Artemis es el paso que sigue en el plan de establecer una base lunar sostenible.
“Esto representa desarrollar una cantidad enorme de infraestructura, no sólo para exploraciones de tiempo breve, como las del programa Apolo, sino para el establecimiento de un sistema que se convierta en una base permanente. Algo similar a lo que sucedió en la Antártida, pero ahora en la Luna”, se entusiasma de León.
Mientras tanto, cuando puede, se escapa a Argentina. Visita a amigos, brinda conferencias y publica libros. Por su influencia y su labor, se ha convertido casi en un activista del desarrollo aeroespacial argentino, al que mira con expectativas: “La preparación teórica y práctica de los profesionales argentinos es de altísimo nivel y muy buscada en otros países. Hay que encontrar proyectos y trabajos para que los egresados de las universidades nacionales sigan aportando y trabajando en el desarrollo espacial nacional”, concluye.