El domingo es el día del pueblo y del descanso. Y este es el domingo más domingo de los últimos 36 años. Nadie trabaja en Buenos Aires. Casi no se ven colectivos y el subte viene cada media hora. Los encargados de los pocos locales abiertos que se ven no tienen ganas de nada. Y está bien, porque Argentina ganó su tercera Copa Mundial de fútbol.
Esta vez es cierto y nadie puede acusar de arrogantes a los argentinos. El Obelisco, Buenos Aires, es la capital del mundo del fútbol, y lo sabemos. Las hordas de gente inundan la avenida Corrientes, intransitable por la marea celeste y blanca varias cuadras más allá de Callao.
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La 9 de Julio es solo el epicentro. La masa de gente llega hasta por lo menos Córdoba al norte, Belgrano al sur, el Congreso al oeste y Plaza de Mayo para el lado del río. Esta vez, a diferencia de lo ocurrido hace 8 años y medio, la gente viene sin discusión y empequeñece totalmente cualquier manifestación que se recuerde en las últimas décadas.
Hoy se podría decir que no hay grieta, ni política ni futbolera. Las calles muestran un solo pueblo, un solo sentimiento colectivo que ni el fútbol puede dividir: entre las cientos de miles de personas, quizás millones, que rodean a la Plaza de la República, apenas se llega a contar una decena de camisetas de River o Boca.
Todos visten la celeste y blanca, cantan lo mismo en cada esquina, en cada bar, en cada estación. Todos saben cómo festejar y todos bancan el festejo. La pasión se siente en cada metro cuadrado de las inmediaciones de este ícono porteño, al que llegan millones de personas en formaciones de subte abarrotadas y musicalizadas por los cantitos que conocen todos y por la bocina de la maquinista, quien también se suma a la arenga del campeón mundial.
La locura, el aliento, son totales. Algunos se trepan a las vallas, a los semáforos, al techo del Metrobús, de un colectivo 26 y de un camión de bomberos. Otros se suben a los kioscos de diarios sorteando los alambres de púas, que igual hace sangrar a más de uno.
Todo se festeja. La gente le canta al hombre araña que se cuelga de una garita y también a los que ahora tienen que cumplir su promesa, como el hombre que se arrastra de rodillas desde Corrientes y Uruguay en dirección al Obelisco. Casi todos son argentinos, nacidos o del corazón, pero también se ven turistas. A los gringos de siempre se le suman unos bangladesíes, con bandera verde y roja incluida, que vinieron desde Dacca a alentar a la Selección y ahora tienen su premio.
Marcelo salió en auto desde Berazategui apenas Messi terminó de levantar la Copa. Tardó más de dos horas con la autopista semicolapsada. Con 44 años, tenía 8 cuando el que la levantó fue Diego, un par menos que su hijo hoy, que, dijo, no recuerda el gol de Götze pero recordará por siempre este domingo, sin dimensionar el sufrimiento con el que cargaron las generaciones anteriores.
Desde San Justo, Roberto en cambio vino manejando su micro naranja con la autopista "abarrotada". Trajo 44 personas sentadas y otras 25 paradas. Está estacionado sobre Avenida de Mayo y se lamenta, siendo casi las 19 horas, que en un ratito ya tiene que arrancar. "Mañana hay que laburar", recuerda, no sin pedirle al Presidente de la Nación que decrete feriado nacional porque Messi es campeón del mundo.
Martín se cruzó la ciudad para ubicarse en Diagonal Norte con su puesto de jugos. El viaje vale la pena: cobra 600 pesos el de naranja, pero la mayoría paga 1000 para pedirlo con Smirnoff. A juzgar por la cantidad de gente, probablemente haya ganado más que cualquier otro día de su vida.
A algunos metros, Gabriel estacionó su camión flete con el que vino junto a toda su familia desde Lomas de Zamora para festejar. Con 36 años de edad, cumplió hoy todo un ciclo mundialista. "El único de acá que vio a Argentina campeón fue mi viejo", dice señalando a sus hermanos e hijos, sin todavía poder creer el panorama. La breve entrevista se corta cuando se lanza a cantar "Muchachos" con varias cientos de personas más, una imagen que se repite a cada cuadra.
Cuando lo que todos querían le tocó a Argentina, los cantos, los bombos, las banderas, los fernets, las cervezas, los choris y las hamburguesas fueron de todo el pueblo. Esta vez, la vulgaridad fue un lujo