Una corriente de prácticas fascistas corroe la convivencia social a 40 años de democracia ininterrumpida. En Argentina los discursos de odio y las provocaciones como estrategia vincular parecen haber logrado un eco social y un nivel de aceptación inéditos en todas las dimensiones sociales. La política se reduce a los mensajes violentos directos, sin filtro, y las acusaciones reduccionistas ante situaciones complejas que incorporan la agresión y la burla como método legítimos de subordinación de grupos sociales determinados. Estas expresiones y lenguajes, que existen desde hace décadas con mayor o menor grado de crudeza en la trama sociopolítica, en los últimos años se han fortalecido en un ida y vuelta entre las redes sociales y las calles, consumado con la llegada de Javier Milei a la Presidencia de la Nación.
Dos hechos significativos que ocurrieron esta misma semana nos permiten ver este proceso de retroalimentación entre la lógica que opera en el mundo digital y el mundo de la política institucional: a la par que el gobierno nacional acusó de “terroristas” a 33 personas a las que mantuvo ilegalmente detenidas en penales federales, durante varios días consecutivos, solamente por manifestarse contra la Ley de Bases, en las redes sociales se viralizó un video donde un grupo de adolescentes varones, seguidores del presidente, se muestran utilizando un Ford Falcon verde, simulan un secuestro y detención de personas en el baúl del auto, tal y como de manera sistemática se hacía durante la última dictadura responsable de la desaparición, tortura y exterminio de más de 30 mil personas a quienes se catalogó precisamente como “terroristas”.
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Si bien este video generó un fuerte repudio entre sobrevivientes y familiares de desaparecidos y algunos sectores de la política democrática, e incluso despertó el debate sobre la necesidad de fortalecer las políticas de memoria sobre todo entre los más jóvenes, por otro lado acumuló reacciones positivas en diferentes plataformas, y miles de comentarios de otros usuarios adolescentes, envalentonados por el mood troll de época, que se burlan de los crímenes cometidos en dicho período, reivindican las acciones represivas y le piden al ejecutivo repetir la historia. No es la primera ni será la última vez que se viralicen este tipo de contenidos de violencia explícita en las redes, e incluso apología de la muerte.
Entre los más jóvenes, sobre todo en los grupos de varones y el universo de la 'manósfera', se ha constituido en un requisito de pertenencia de grupo el ser de derecha, demostrar cierto grado de crueldad y jactarse del ejercicio de “domar” zurdos, comunistas, trolos, feministas, migrantes o kirchneristas, como si se tratara de una convocatoria abierta a sumarse a una campaña colectiva de humillación del otro. En las redes sociales el mundo se divide entre los “Basados” y los “Domados”, y nadie quiere formar parte del segundo grupo. Son muchas veces los mismos funcionarios y referentes libertarios los que utilizan dichas metáforas siniestras y profundamente antidemocráticas para definir fragmentos y simplificar la complejidad de la vida política argentina, y esto genera en los jóvenes una legitimidad que previamente no existía a ese nivel.
Para comprender en profundidad el fenómeno de época que vivimos (e intentar desarmarlo), debemos tener en cuenta el crecimiento de estas tendencias de la ultra derecha a nivel global que impactan a nivel local. Daniel Feierstein en su libro “La construcción del enano fascista” justamente analiza la transformación del mapa político argentino que en los últimos años ha conformado un caldo de cultivo perfecto para la incorporación del fascismo, no exclusivamente en su faceta ideológica sino entre las prácticas sociales legítimas, en la política institucional, en los discursos y los tipos de relaciones sociales que busca construir. Cuando hablamos de fascismo nos referimos a la retórica que pretende adjudicarle todos los males de una sociedad a un grupo social determinado, conducir hacia allí el enojo, el odio y las frustraciones, y por ende proponer como “única salida posible” su eliminación o destierro.
Pero además de esta tendencia en el marco de la dimensión política, hay que sumar al escenario de preocupación el factor generacional post pandémico. La era digital y el impacto que tienen las redes sociales, y sus lógicas vinculares, en las generaciones futuras conjuga desafíos psicológicos, pedagógicos, culturales y sociales. El uso indiscriminado de las distintas plataformas que se han vuelto territorios, desde Facebook hasta TikTok, terminan moldeando la identidad, digital y real, de los usuarios tanto o más que las instituciones de socialización tradicionales tales como la familia, la escuela, el club o la iglesia. En ese sentido, cada vez obtienen más relevancia y peso como entidades informativas y formativas los muros de las redes, la voz y práctica de los influencers, las publicidades o los chats de los streamings.
Los nativos digitales conviven con una dualidad entre la identidad real y la virtual que suele desdibujarse ante determinados incentivos externos. El ejercicio obligatorio en este marco pareciera ser tratar de comprender, sin condenar ni justificar, la compleja realidad que viven hoy los jóvenes, que en medio de un clima de época hiper individualista, que los invita constantemente a consumir, domar y odiar, encuentran plataformas de proyección de sus emociones de frustración, un espacio más seguro o cómodo para vincularse, donde además el sentido de sus acciones y motivaciones ya no se mide por el impacto que estas tienen en la vida real comunitaria, sino por su recepción en la misma lógica algorítmica y de reconocimiento social.
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Ante un mundo cada vez más precario en términos de posibilidades materiales y condiciones de vida, el mundo virtual les brinda a los jóvenes la chance de la construcción de identidades virtuales, un avatar que los particulariza, un personaje donde explotar cualidades propias sin culpas, filtros éticos o morales, para formar parte de algo y cosechar el éxito “que se merecen”. La evaluación positiva, el aplauso ante esa interacción, que se mide casi exclusivamente como ganancia propia, es el engagement, las famosas métricas, la cantidad de likes, visualizaciones y comentarios, que hoy permiten además monetizar los contenidos. La búsqueda constante es la satisfacción instantánea, el ser vistos cueste lo que cueste, el reconocimiento de los pares . Como decía Lacan “Somos seres mirados, en el espectáculo del mundo…”.
El negocio actual de Internet ya no es ampliar el mundo a través de eliminar las distancias espacio temporales. Los dispositivos funcionan principalmente como canalizadores de emociones de adentro hacia afuera, sobre todo las negativas como el odio o el dolor que incitan a la acción mucho más que el raciocinio. “El odio motiva más que el amor”, dijo una vez y con razón Roger Stone, asesor político ultraderechista de Donald Trump. Al mismo tiempo los dispositivos nos permiten ahorrarnos el trabajo de ver y registrar al otro, evitar la incomodidad de convivir con las emociones ajenas y problemáticas sociales que inevitablemente generan angustia. La pantalla encastra como pieza de lego en un sistema fascista porque nos propone odiar en soledad, canalizar esa emoción en acciones virtuales, mientras oculta la humanidad y vulnerabilidad de quien habita del otro lado de la pantalla. Es que el neofascismo no resulta en un peligro para la reproducción del capital, como sí lo son la justicia social, la empatía, o la solidaridad.
El odio y la fragmentación social son los mayores productores de engagement y de beneficios económicos, y en este contexto cobra sentido la función provocadora de los bots libertarios. Las campañas de ataque son iniciadas por cuentas verificadas con miles de seguidores y luego alentadas por supuestos aliados bajo la bandera de la libertad de expresión. Tal como se ve con las redes del propio Presidente, a quien le arman un mundo como en Truman show a su imagen y semejanza, la reproducción del modelo requiere de la creación de globos artificiales, cámaras de eco, en las que la retroalimentación de las emociones sin límite activa la reafirmación de la identidad del espectro ideológico. La publicidad personalizada y las miles de noticias falsas con mensajes simples, directos, caen como anillo al dedo en estos conglomerados sedientos de certezas y aplausos, sobre todo entre los más jóvenes que atraviesan procesos internos difíciles de cambio de su propia estructuración subjetiva, están en la disyuntiva de encontrar su lugar en el mundo, y muchas veces adolecen de herramientas para un análisis pormenorizados de las cosas.
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Como ocurrió con los militantes de Revolución Federal o la defensa de las detenciones de la última semana, la agresividad y el ataque direccionado a determinados grupos tiende a empoderar y movilizar a los usuarios en la potenciación de un determinado mensaje que se traslada de la virtualidad a la vida real y puede resultar en la violencia física. Estos mensajes que en cualquier otro terreno despertarían el repudio mayoritario, de repente se vuelven legítimos y hasta deseables en el mundo digital gracias a estos consensos y manifestaciones masivas de aprobación asistidos por robots o comunidades organizadas alrededor de un objetivo político.
La dinámica democrática que se reconoce a partir del pluralismo y las prácticas dialógicas e institucionales ha sido reemplazada en pocos años, o por lo menos viciada, por los códigos de la ciberdemocracia, cuyos espacios de reconocimiento responden a lógicas distintas que incitan a una reacción emocional, a comportamientos agresivos y encausados hacia el odio. Lo que aparece como novedad en este neofascismo del siglo XXI es la legitimación de la violencia hacia un otro, del desprecio hacia lo distinto, como expresión social espontánea y aceptable.