Dos escenas se superpusieron esta semana, en las dos hay mujeres víctimas, o mejor, mujeres victimizadas. Una es la ex primera dama, cuyas imágenes con la cara y las axilas moradas no serán fáciles de borrar del imaginario popular aun cuando ya no se difundan -para lo cual tuvo que mediar una orden del Ministerio Público Fiscal- en los medios de comunicación. Tampoco su relato ante la Justicia que se conoció sin reservas y que incluyen patadas al vientre, cachetadas, violencia verbal y simbólica. La otra es la dos veces presidenta y una vicepresidenta, Cristina Fernández de Kirchner, quien declaró como testigo del intento de magnicidio que sufrió hace dos años. Un hecho escalofriante por lo que podría haber sido de concretarse, también por lo que pasó: apuntaron un arma contra su cabeza. CFK también dio cuenta de la violencia simbólica que sufrió antes del atentado, un asedio personalizado desde ciertos medios de comunicación que la retrataron -entre otras cosas- golpeada, dentro de un caldero como bruja, crucificada, hiper sexualizada. A quien era presidenta de la Nación.
Otra escena violenta se instaló esta semana entre las noticias como pesadilla. Una que comprime el alma, que suelta las lágrimas de inmediato de sólo imaginarla: un millón de niños y niñas se van a la cama sin comer, salteándose una comida todos los días. Y no es una catástrofe, es un costo planificado a través de la resistencia a entregar alimentos a los comedores populares que el gobierno defiende en la Corte Suprema con total indiferencia por los daños a largo plazo que implica el hambre. El hambre es violencia. Es una sentencia, pero habría que devolvérsela al gobierno también como pregunta: ¿Acaso el hambre no es violencia?
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Violencia es una palabra ocupada. Su sentido se disputa desde el poder, se la reclama y se la usa para imágenes determinadas que pretenden quedar fijas. Violentas se llama, por ejemplo, a las personas que protestan en la calle. En el protocolo de seguridad que impuso Patricia Bullrich para reprimir manifestaciones, por ejemplo, se habla de exposición a la violencia de niños o niñas que puedan acompañar a sus padres y madres -y hay castigos descriptos para esos adultos-. Ahí queda omitida la violencia del hambre, que es una de las razones de las protestas callejeras. A “los violentos” se los amenaza con la cárcel, protestar en estos tiempos parece haberse convertido en un acto delictivo. Aun cuando la causa que se armó contra 33 manifestantes el 12 de junio pasado, durante el tratamiento de la Ley Bases, se cayó por falta de mérito contra la mayoría, hay dos personas que siguen presas como si fueran rehenes de la necesidad de mantener ese relato de la violencia callejera que atentaría contra el funcionamiento de la democracia.
A las fuerzas de seguridad, el poder no las describe como violentas aunque tengan el monopolio de la violencia. Lejos de convertirse en una herramienta de cuidado, esa prerrogativa las autoriza en estos tiempos a disparar frente a la sospecha de una amenaza -doctrina Chocobar-, a detener arbitrariamente -¿o acaso hay algún sumario por las detenciones arbitrarias del 12 de junio?-, a levantar personas en situación de calle o a arrebatar los cartones que juntan recicladores y recicladoras urbanas como si estuvieran robando algo. Así lo suelen relatar en sus redes sociales feministas populares como Natalia Zaracho o Georgina Orellano, militantes a las que se suele aplicar violencia simbólica permanentemente por no haber terminado el secundario en un caso o ejercer el trabajo sexual, en otro. Esas violencias no están cuestionadas, no causan espanto, nos acostumbramos a escucharlas; como se genera también cierto acostumbramiento a los abusos de poder de las fuerzas de seguridad.
Hay excepciones, claro, se vio en Constitución y también es una historia de los últimos siete días . Un joven saltó un molinete para tomarse un tren -el precio del transporte ya subió un 600 por ciento desde que asumió Javier Milei- en momentos en que ir trabajar tiene un costo alto y una multitud lo defendió. Literalmente se lo arrebató a la policía, hasta su mochila que estaba en manos de uniformados fue recuperada. Esa violencia defensiva que se puso en juego, esa que históricamente y ahora todavía más, se le niega a los sectores más vulnerados de la sociedad, esta vez fue festejada en redes, los videos circularon. Fue un rayo de justicia popular y colectiva, eso que tanto asusta al gobierno.
Sin embargo el hambre y el avance de un Estado cada vez más ocupado en el uso de la violencia represiva y de control -con los 100 mil millones de pesos que se pretenden otorgar a la nueva SIDE como gastos reservados incluidos-, quedan un tanto a la sombra del hecho aberrante de que un ex presidente, que además pretendió hablar en nombre de las mujeres y los feminismos, golpeara a su pareja en la residencia presidencial. Ahí la palabra violencia no tiene contradicciones y no tiene por qué tenerlas. Se mostraron las heridas, se representaron imágenes donde la diferencia de poder entre el agresor y su víctima es apabullante, se agredió al pueblo entero en su confianza, aun a quienes no lo habían votado. Muchas de las heridas de la violencia machista, que son completamente transversales, deben haberse abierto en la memoria de muchas que también la sufrieron en estas casi dos semanas en que el tema no deja de alimentarse como prácticamente excluyente.
¿Tendría que haber mostrado Cristina Fernández de Kirchner cicatrices en el cuerpo para que se escuche su denuncia sobre la violencia simbólica de los medios que fueron directo a agredirla por su condición de mujer, aun siendo presidenta? No se trata de comparar víctimas ni dolores, se trata de hacerse la pregunta una y otra vez sobre a qué se llama violencia y cómo esta palabra está ocupada por los imaginarios que se imponen, sobre todo desde el poder. Cuando CFK habla de lo que implica que hayan intentado matarla después de una acumulación de agresiones que también eran callejeras -las acciones del grupo Revolución Federal, con sus guillotinas, por ejemplo-, su voz tiene una resonancia opaca. Al día de hoy la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, sigue sin pronunciar su repudio por el intento de magnicidio.
El presidente Javier Milei, que aparece por la red de su amigo Elon Musk a cualquier hora y publica textos de difícil comprensión, usa la palabra “boluprogres”, entre otras bravuconadas que se le aplauden de manera virtual y en vivo, como frente a las Cámaras Inmobiliarias cuando llamó “hijos de puta” a ciertos economistas, no se refirió en ningún momento al juicio por el atentado contra CFK, sí lo hizo, aunque no era el tema, en ese mismo discurso en el que mentó a las madres. Se enorgulleció de haber cerrado el Ministerio de Mujeres, Géneros y Diversidad y el Inadi y volvió a cargar contra Julia Mengolini, periodista feminista, para justificar su teoría -compartida con Mauricio Macri, que le festeja incluso su violencia – de que estas instituciones estaban para “perseguir ideológicamente”. Y usó, otra vez, la causa contra Alberto Fernández para cargar contra los feminismos.
Lo curioso es que el movimiento feminista y las les feministas, aun sin rostros o nombres concretos, fueron cuestionadas tanto desde el testimonio de Cristina Fernández de Kirchner, como desde la ultra derecha que gobierna. La interpelación es siempre la misma: no estar donde se supone que debe estar el movimiento feminista y las feministas en particular, no pronunciarse por lo que nos toca específicamente. No hablamos de las mujeres violadas por Hamas, según el presidente de la AMIA, no defendemos lo suficiente a Fabiola ni tampoco CFK. Pareciera que nuestras voces feministas están autorizadas -aunque no siempre legitimadas- para señalar los hechos que suceden en el territorio de nuestros cuerpos, cosa que sí hemos hecho, pero sólo cuando el poder lo autoriza, cuando la víctima alcanza ciertas características, como si las mujeres palestinas, por poner un caso, no valieran lo mismo que las israelitas.
En estos tiempos violentos, donde la crueldad no es sólo daño sino goce sobre el daño -igual que en las película de Tarantino-, los feminismos están en la mira, acusados de no hacer bien su trabajo, de decir de más o de menos, conminados a decir lo que se espera de nosotres, siempre en el terreno que nos quieren confinar como agenda única: la violencia sexual y por razones de género. Y la verdad es que si existen esas categorías es porque hay décadas de militancia feminista que las han descripto y denunciado. Pero la agenda de los feminismos no es sólo denunciar este u otro caso. No creemos como enuncia el presidente, que la violencia machista se acaba encarcelando a los perpetradores. Nuestra denuncia es hacia las estructuras que hacen tierra fértil para que la violencia por razones de género o por odio a la orientación sexual o identidad de género se reproduzca. Y esas estructuras son las mismas que articulan el hambre, el desamparo de tantos niños y niñas, la marginación de las personas trans y travestis de todo orden social, el abandono de las lesbianas pobres como las asesinadas en Barracas.
Por eso cuando hablamos de violencia no se puede esperar que los feminismos estén para señalar a los que deben ir a prisión por sus actos aun los aberrantes, sino que despleguemos una visión periférica que siga narrando y complejizando esas estructuras que la hacen posible, en términos de género y también de la tremenda injusticia social que manda a un millón de niños a la cama, todas las noches, sin cenar.