La Cordillera de los Andes es y no es silenciosa. A la tarde cuando cae el sol, se escucha el ruido del viento seco, el arroyo, los animales en sus lugares pequeños. En el departamento de Malargüe, Mendoza, a cinco kilómetros de la ruta 40, un puesto se esconde detrás de una loma. Es de los Gutierrez y hace cinco generaciones que la familia de puesteros construye su vida en un campo que empezó con una casa de adobe, techo de tabla y barro, pero que llegó a sobrevivir casi 165 años, a pesar de las grandes empresas internacionales y terratenientes que más de una vez llegaron con cartas documento para desterrarlos. En 2019 se impusieron en un juicio histórico iniciado por los dueños del centro de ski de Las Leñas, de capitales malayos. Nadie los pudo mover desde la Campaña del Desierto hasta la fecha.
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Corrales hechos con enramada como si fueran un bosque seco hecho con madera del árbol molle. Hay chivos, caballos y perros sueltos. Frente a la puerta, una piedra plana donde hacer queso, leche y algunas cosas más. Los campos de los productores en la cordillera mendocina se apodan puestos, pequeñas parcelas de tierra con casas hechas de materiales de la zona y corrales alrededor.
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Los Gutierrez, como mucha gente de campo, son grandes contadores de historias. Una familia que se crió en -y con- el campo, que en canciones y relatos mantiene viva su memoria. El Destape conversó con Abelina, Quintín y Facundo; madre, hijo y nieto, tres generaciones que relatan la vida en la cordillera y el esfuerzo por conservarla.
La forma de vida en estos campos sigue organizada por el tiempo del trabajo y la naturaleza. El puesto es la casa para el invierno, la invernada, y en el verano, las familias de puesteros se preparan para el arreo hasta la veranada, un “rialsito”, como le llama en la zona, una casa precaria donde pasar los tres meses de verano engordando los animales y dejando descansar el pasto de la invernada. Esta cultura del desplazamiento se llama trashumancia, una forma de pastoreo nómade que practican en el mundo cerca de doscientas millones de personas, pero que en esta zona de nuestro país adopta el nombre de “arreo”.
"Nunca abandonen el puesto": la gran batalla judicial
“Nunca abandonen el puesto”, esas palabras son las que Quintín siempre tuvo grabadas. Su papá se las dijo a él y a su hermano una vez. “Nunca abandonen el puesto”. Construir otra casa o mejorar la que ya tenían implicaba enfrentarse al temor de ser desplazados. En Malargüe existe la Ley del Arraigo de Puesteros. Sancionada en el 94, la ley busca apoyar jurídicamente a los puesteros en la tenencia de tierras cuyos títulos de propiedad a veces no tienen.
El problema es que la ley muchas veces no alcanza los terrenos de las veranadas o las pasturas por fuera de la casa del puesto y la ley suele no inclinarse en favor de los primeros pobladores. Aunque el caso de los Gutierrez es especial.
Con el tiempo, los Gutierrez se mudaron a la ciudad de Malargüe y dejaron de vivir de forma permanente allí, pero la familia siempre sintió en el puesto su casa. Desde ese lugar se plantaron cuando llegaron los primeros empresarios con las cartas documento. Desde que tiene memoria, Facundo recuerda a su padre recibiendo notas que lo incitaban a firmar papeles para ceder la propiedad.
Primero se presentaron como "supuestos dueños" quienes estaban a cargo del centro de ski Las Leñas, los Lowenstein. Pero cuando vendieron sus tierras a un grupo de Malasia, empezó la persecución para Quintín y muchos otros puesteros de la zona. Como a aquellos primeros indios, pueblos originarios, las generaciones de puesteros también tuvieron que resistir el destierro.
“Mi papá siempre les abría la puerta, les ofrecía un mate, hasta que una vez llegó un abogado que lo trató mal y a la semana nos llegó la carta de documento citándonos a un juicio”, cuenta Facundo.
En 2019 empezó la batalla judicial y, contra todo pronóstico, se impusieron. El abogado que consiguió la familia, Pablo Miranda, les había dicho que el contrato que proponía la empresa equivalía a "que te pongan en una fosa de espalda y te metan cinco tiros en la espalda". Miranda y Quintin lo evitaron. “Yo soy soy de campo, empleado y pelear con algo tan grande como Las Leñas, un monstruo” lo marcó, como recordó en diálogo con este medio. Hoy el campo les pertenece, también en los papeles.
Saber estar en la cordillera
Quintín habla con un mate en la mano y una pava al lado. Tiene ojos marrones y la piel dorada por el sol cordillerano. Mientras cuenta de dónde vienen sus antepasados, sorbe de la bombilla: “Empezaron a traer gente a que poblara el sur de Mendoza porque había muchos, muchos indios. El ejército quería que los criollos empezaran a habitar los campos”. Eusebio Gutiérrez, abuelo de Quintín, llegó al puesto en la época de las llamadas “Campaña del Desierto”, alrededor de 1860. Desde entonces su familia vive en el puesto en Malargüe, a una hora de donde se crió su madre, Abelina, en un puesto como el de los Gutierrez pero en El Sosneado, a 50 kilómetros de Malargüe.
Quintín hace memoria y se remonta a su infancia en el puesto, “la niñez que teníamos antes es muy distinta a la de ahora. Era caballos, animales y después jugar a la bolita, a la rayuela, los cuentos de mi mamá, de mi abuelo materno”. Por el campo con sus hermanos, a pata pelada, saltaba por los montes “como los indios” persiguiendo pajaritos, andando a caballo, corriendo como si tuviera zapatillas. Abelina, o como todos le dicen por esos ojos claros, “la Gringa”, les preparaba mate de leche para desayunar, con la leche que ordeñaba de sus cabras.
El puesto de los Gutierrez tiene una casa hecha de adobe y otras tres hechas de barro y piedra, donde antes han vivido sus abuelos. En los corrales de enramada, ellos llegaron a tener más de cinco mil chivos y ovejas, solo hay que imaginar tamaña cantidad de animales siendo arreados en medio de un cañadón en la cordillera. Un montón de puntos marrones y negros levantando polvo entre ladridos de perros, chiflidos y hombres a caballo. Las familias, la cultura y la sociedad cambian, pero la cordillera tiene otros tiempos.
El arreo viene después de que las cabras tengan cría, el momento de trabajo más intenso. La Gringa se levantaba a las seis de la mañana y, codo a codo con su perro, salía al corral. Hizo ese trabajo toda su vida. "Paren cien cabras en el día y tenés que saber de cuál es la mamá de cuál. Cuesta. Hay que recordar bien, de esa negra es esta, de esa overa, de la blanca es este”. Si los chivitos no tienen la leche de su madre amanecen desmayados o muertos. Los pelajes de las cabras, como los de los caballos, en el campo tienen una utilidad. Saber mirar es parte del oficio del puestero.
Una vez que parieron las cabras, es el tiempo de los arrieros. Para llegar a los pastos en lo alto de la cordillera, los puesteros tienen que arrear a los animales hasta destino. Son travesías que duran varios días.
La veranada de los Gutierrez quedaba a unos treinta o cuarenta kilómetros, con un rial construido por sus abuelos. La primera vez que Quintín fue tenía seis años y su hermano no llegaba a los cinco. Tenían tos convulsa y para curarla había que cambiar el aire. Quintín iba en su petizo alazán, tosiendo sobre el camino, y su hermano en el castaño de su papá. "Sabíamos estar dentro del rialsito", recuerda Quintín. Algo en sus palabras precisa la forma de vida los pobladores de la cordillera, que se repite en la Gringa cuando habla de sus veranadas, “sabíamos estar tres o cuatro meses en la veranada”.
Saber estar en el puesto, saber qué parte exacta de la vaca es necesaria para hacer el queso, dónde cavar un pozo para enterrar los alimentos –a modo de heladera– y que no se pudran, cómo enlazar o pialar un chivo. Qué yuyo es para la tos y cuál para el estómago, cuándo la tierra pide lluvia y cuándo el cielo la avecina. Cómo hacer queso y manteca sin más herramientas que las hábiles manos de los niños y las propias, un cuero donde cuajar la leche, agua hirviendo y salmuera. O incluso cómo construir un rial, una casa hecha con materiales de la cordillera que resista el clima y sus inclemencias.
El día a día de una familia muy particular
Durante el año, Quintín y sus hermanos iban a la escuela en Malargüe, vivían de lunes a viernes en la casa de su abuelo cuentacuentos, Zacarías, el padre de Abelina, en la ciudad. Los nueve hermanos, que por ese entonces eran seis, hacían dedo. En los sesenta la ruta 40 no estaba asfaltada y si pasaban cinco autos al día, era mucho. Tardaban horas. Quintín le tenía miedo a los autos y salía corriendo tras horas de espera. "Caballos, camionetas y camiones sí. Autos, no", recuerda la Gringa. Subían al colectivo con gallinas, poniendoles las patas en bolsitas para que no ensuciaran. A la vuelta usaban señales de humo para que Simón, su papá, viniera con los caballos.
Los fines de semana y los meses de verano, los pasaban en el puesto. Quintín recuerda a su madre cocinando mientras escuchaba una radio forrada en cuero, regalo de Isabel de Perón. “Escuchaba todo, todo el día la radio”, se acuerda Abelina. Cantaba canciones de Sandro y escuchaba los mensajes de los puesteros, transmitidos hasta hoy en día por la única señal que llega a la cordillera malagueña: la 790. La radio sigue siendo una compañía implacable para los puesteros, que además suben el volúmen cuando pasan los mensajes diarios a los pobladores, la manera en que tienen de enterarse los habitantes de lo alto de la cordillera sobre lo que le pasa a su familia en lo bajo.
El abuelo de las tradiciones, los mil relatos y las lluvias de caramelos
Quintín y sus hermanos esperaban siempre que venga su abuelo Zacarías a visitarlos. “Era una persona muy especial, contaba cuentos, nos mostraba las estrellas, infinidad de cuerpos de estrellas”, recuerda Quintín. Cuando el abuelo llegaba, todos los nietos se agarraban de sus bombachas, se agarraban de la mano y subían a la loma. Entonces empezaba a decir: por acá tiene que haber llovido caramelos. Cuando los niños se descuidaban, Zacarías tiraba caramelos entre la jarilla y los molles. “Él nos hacía ver que llovían caramelos”, cuenta Quintín.
Por las noches, la familia se sentaba a la orilla del fuego. Su abuelo Zacarías no sabía leer ni escribir, pero les contaba historias larguísimas, leyendas sobre indios, cuentos de “Las mil y una noches”, vivencias que sus padres, sus abuelos y abuelas le contaron a él al lado del fuego. Ni el sueño las interrumpía, porque para eso estaba la piedra afuera del puesto, donde hacían queso y manteca, pero también donde el abuelo Zacarías les enseñó a enterrar el sueño. Cuando se hacía tarde y a los niños se les cerraban los ojos, el abuelo los hacía salir de la casa. Se paraban todos alrededor de la piedra, sacudían las manos a la altura de las orejas, uno a una, hacían el gesto de enterrar el sueño debajo de la piedra y corrían devuelta a la casa, para que el sueño no los alcance.
Una historia que recuerdan mucho sus hijos y sus nietos es aquella del “indio Maya”, un pariente de Abelina.
Para comprar mercadería en El Sosneado, los Corbalán tenían que hacer cerca de trescientos kilómetros en caravanas de veinte o treinta carretas. “Igual que en las películas del lejano Oeste”, sonríe Quintín, “entonces, cuenta mi abuelo, que estaban en las salinas juntando sal y cuando venían de vuelta les hacen una emboscada los indios, un malón”. El pariente de los Corbalán sale disparado con su caballo y detrás de él, el hijo del cacique y otro hombre más. Al no poder alcanzarlo le hacen una propuesta: si él frena los pehuenches prometen llevarlo cautivo. El Indio Maya frena y tuvo que ver cómo los pehuenches mataban a su familia, a toda la caravana.
Diez años permaneció cautivo el Indio Maya, hasta que los indios empezaron a confiar en él porque el hombre era muy bueno robando ganado. “Así que una vez, se alejó lo suficiente y se escapó”, cuenta Quintín. En el camino se encontró con otra familia, que se asustó mucho porque el Indio Maya estaba vestido igual que los pehuenches. Es una historia real, repite Quintín, porque cuando llega a San Carlos, en Mendoza, se hace muy famoso “el Indio Maya” por aquel caballo con el que escapó de los indios, “lo echaba a la cuadrera, a las carreras y dice que se cansó de ganar con ese caballo”.
También hay otras historias, Zacarías vio con sus propios ojos cómo los militares desplazaron a los pueblos originarios de sus tierras en largas, duras y crueles travesías. Abelina recuerda las palabras de su padre, “los llevaban de arreo como animales”. En El Sosneado, Abelina todavía evoca la historia de una “indiecita viejita” que no pudo caminar más, descalza como estaba y quedó debajo de un árbol, en el puesto de los Corbalán. Un año entero vivió con la familia, “ella no hablaba, solo lloraba. Lloraba y hacía señas”, recuerda.
Facundo, el futuro de la tradición
Facundo es hijo de Quintín y nieto de Abelina. Hoy es ella la que les cuenta historias a sus 33 nietos y les hace ver cómo del cielo caen caramelos. Facundo se parece a su papá, dorado por el sol de la cordillera pero con el pelo y los ojos más oscuros. Cuando relata su infancia, no dista demasiado de la de su abuela y su papá. Menciona el mate de las mañanas en el puesto, el yerbeado o el mate de leche. Aunque asistían a la escuela en Malargüe, se iban todos los fines de semana al puesto. “Salíamos a cazar liebres, a jugar a la bolita, al trompo. Tuvimos una infancia muy linda, recién a los diecisiete años vine a tener un teléfono”, recuerda Facundo.
Una de las tradiciones que Facundo más valora es la música. Todos los Gutierrez tocan la guitarra, “toda una raíz de guitarreros", los nombra Facundo. Se acuerda de Quintín tocando la guitarra a la orilla de la estufa y de cuando él le enseñó sus primeras dos notas en el puesto. Después agarraba un cassette, se lo ponía en la oreja y se ponía a sacar las canciones en la guitarra. “Antes me decían que pare con la música”, cuenta mientras ríe, “ahora me piden que toque”. Tonadas, serenatas, gatos y cuecas, Facundo toca música cuyana impregnada de la tierra que lo vió crecer.
“Aprendí intrusiando, como se dice acá”, explica Facundo. La última de las generaciones vuelve a poner sobre la mesa la importancia de la mirada, pero intrusa, que mira sin ser llamada. Está movida por la curiosidad. Mirando a su abuelo, a su papá, a sus hermanos aprendió las tradiciones que hoy lleva: “primero aprendí a respetar”, pero también a ensillar un caballo, a domar, a galopar en la cordillera para arrear animales, a armar cargas y “a cebar un rico mate como se toma acá en la zona, con azúcar”. Con los caballos Facundo siente una conexión especial, “es lo mío”, dice, “conoces al caballo y el caballo te conoce a vos”.
“Hay gente que no tiene ni idea de qué es un caballo. Para mí es muy lindo contarlo, que sepan la vivencia de los de antes y los que vamos quedando”, reflexiona Facundo. Le preocupa un poco lo que le pasa a las tradiciones del campo hoy en día. “Creo que en cualquier momento los caballos van a andar con ruedas”, se ríe.
El nieto de la familia tuvo muchos trabajos vinculados al campo, como guía en cabalgatas que cruzan a los andes. Como todos los que tienen gusto por el campo, siempre encuentran una forma de volver a él. Facundo relata que cuando se va de viaje, lo primero que hace al volver es ir al puesto.
Para Quintín es igual. “Cuando voy pasando por donde me crié, es algo que me agarra en el cuerpo, se me eriza la piel y vienen a mí recuerdos”, relata Quintín, con los ojos brillantes. Piensa en otros puesteros, “cuando ellos pasan por ese lugar, sé que les va a llegar, que les pasa lo mismo que me pasa a mí. A pesar de que nosotros sigamos teniendo el campo. Hay gente que se tuvo que ir y no pudo regresar, y le quedan esos recuerdos”. Cuando pasa por la ruta 40 y apunta la mirada a la loma que anticipa el puesto, a Quintín le aparecen miles de memorias: la cordillera “que siempre te brinda un paisaje diferente”, la espera del amanecer en el puesto, el cielo estrellado de la noche con sus satélites y cometas, el olor a tierra mojada, a hierbas, a jarilla. “Esa inmensidad de pampa y cielo, pampa y cielo”. La imagen de sus hermanos corriendo por los campos descalzos, buscando animales, los cientos de historias contadas y recontadas alrededor del fuego.