"¿Querés ser mamá? ¡Te opero gratis!", le dijo René Favaloro a Lucía Masullo medio siglo atrás. Ella tenía 22 años y una ilusión que la llevó a entregarle una carta en busca de su ayuda. A través de uno de los primeros médicos de su infancia, llegó a manos del mítico doctor, cambiándole la vida para siempre. Un vínculo que le significó un antes y un después y la extensión de una vida que, en principio, no tenía buen pronóstico.
Desde muy temprana edad, Lucía padeció “fiebre reumática” (afección que, según la Sociedad Argentina de Reumatología, afecta a unos diez mil menores de 15 años en el país) y, como secuela, tuvo un serio problema en la válvula aórtica. En su crianza, sus padres se ocuparon fuertemente en mejorar su calidad de vida, llevándola a controles médicos y ocupándose de su salud: “Fui criada en una familia muy amorosa, de origen italiano. Me llevaron a recorrer todos los cardiólogos habidos y por haber. A pesar de que no había un buen pronóstico, ya que probablemente moriría joven, mi infancia fue feliz”, relata.
Su adolescencia no fue la excepción, aunque su salud estaba cada vez más deteriorada: "Aprendí a caminar por el camino no indicado: nunca pude nadar, ni correr ni hacer deportes, según las indicaciones de los médicos. La adolescencia me abrió la posibilidad de bailar rock, twist y ganar campeonatos. Cuando terminaba de bailar iba al baño y me sostenía en los azulejos tratando de recuperar el aire”, recuerda, hoy, entre risas.
Desde la cuna hasta los 16 años no logró nunca dormir una noche entera. A pesar de que sentía siempre que "la muerte le soplaba en la nuca", le encantaba vivir y lo hacía al máximo. Contracorriente a los prejuicios sociales de la época, usaba minifalda y pelo largo, soñaba con un futuro y amaba estudiar: "Eso no tiene precio y es salud", cuenta. El cuidado de su familia era tan “extremo” que, según relata, la “hacía sentir paralítica”. Pero algo que siempre tuvo libre fue la cabeza.
Hasta que un día le hicieron su primer cateterismo. Recuerda eso con mucha gratitud, como un modo de ocuparse de ella misma, además de vivir sus sueños de formarse y trabajar: "Gracias a mi hermana mayor, conocí al doctor Albino Perosio, quien me hizo mi primer intervención en el hospital de Clínicas", rememora. Pero con ese buen recuerdo, también viene una sentencia que la marcó para siempre: "Ahí me dijo que en esas condiciones nunca iba a poder ser madre".
Fue su deseo de vida y las ganas de maternar la que la llevaron a ir por más. Perosio era, en ese entonces, un vínculo directo con Favaloro quien, como compañeros de cursada en la Facultad de Medicina, habían consolidado una relación fuerte: uno se dedicó a la clínica cardiológica y el otro a la cirugía. Con una carta contando su situación a través de ese médico, Lucía fue a visitar a Favaloro. Llevaba mucho dinero en billetes y una ilusión, acompañada por su marido. La respuesta de él, ni bien la vio, la recordará para siempre: "Leyó la carta y me dijo: ‘¿Querés ser mamá? ¡Te opero gratis!’. Me compró el corazón, tenía 22 años y le contesté: ‘Sí, si quiere opereme mañana mismo’”, detalla, entre lágrimas.
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El tan ansiado día de la operación llegaría en febrero de 1973. Con la aprobación de Favaloro y su ayuda económica, Lucía iba a recibir un reemplazo de una válvula aórtica que le permitiría tener una mejor esperanza de vida. Recuerda esas horas con mucha oscuridad, por el miedo a la intervención: "Mi hermana me regaló una biblia gigante, que la abría y leía lo que encontraba en el camino. Me sentía mística, en otro rango, en otra dimensión", recuerda.
Las horas parecían pasar a cuentagotas, pero la compañía de su padre y la tranquilidad de Favaloro ayudaron a que todo fuera menos terrorífico. Según relata, el mítico médico tenía una forma muy honesta y franca de dirigirse a los familiares que iban a pasar por una intervención de esta envergadura: "Sus modos eran maravillosos. Antes de operarme, mi familia me contó que él les habló para explicarles de qué se trataba mi operación y la describía como 'una pavada', pero en ese momento era importantísimo, hoy en día quizás es más simple o usual. Por su forma de ser, confié en él a ciegas", sentencia.
Lucía piensa en Favaloro y lo describe como una persona sobrenatural, por fuera de esta tierra: "Entraba al cuarto, así fuera acompañado por 21 personas, y lo único que yo veía era que entraba él, no había otra persona más importante que él, tenía luz. No me lo puedo olvidar, es lo más grande que conocí en mi vida después de mi viejo: lo recuerdo con un amor muy profundo", describe.
Lo que vino después lo recuerda entre el sufrimiento y el alivio: "La terapia intesiva fue espantosa, algo así como bajar a los infiernos. Tuve mucha morfina puesta, entonces no dormí por 24 o 48 horas, pero en ningún momento sentí dolor. Veía todo en colores, estaba muy en el limbo”, enuncia.
Un pedido, un acto generoso y la sabiduria de la mente del médico más importante de Argentina contribuyeron a que Lucía, hoy de 72 años, pueda emprender una vida recién estrenada 50 años antes: tuvo hijos, su sueño mayor, y hoy es abuela. En el camino, cursó dos años de Ingeniería "en una época en que a las mujeres no se las veía en esas carreras que estaban asociadas a los hombres", aclara.
Como un juego del destino, Lucía logró ser especialista en Computación Clínica en el año 1981 y trabajó de la mano del doctor Antonio Battro: "Él trajo una computadora para los problemas de aprendizaje al Hospital Italiano, computadora que fue pionera, según dicen". Esa incorporación, tiempo después, iba a ser llevada dentro y fuera de las aulas, para que, sin importar el nivel socioeconómico, todos puedan estudiar.
Su operación y posterior recuperación no fue la última vez que habló con Favaloro. Lo volvió a ver en 1993, 20 años después de la intervención. Ese reencuentro fue pura y exclusivamente por una cuestión médica: quería saber si debía volver a consumir anticoagulantes, tras ser madre. Fue en Güemes donde tuvo la oportunidad de reencontrarse con su segundo padre, tal como lo llama ella: “Le dije que era mamá por él y me dijo que no sabía quién era. Lo entendí y jamás me olvidé de él. Era hermoso como persona, un ser humano genial, inolvidable”, concluye.