Marina González de Apodaca atraviesa el jardín apoyada en un andador. Va en busca del sol de una tarde agradable de Villa Elisa, en donde vive con su hija Graciela, su yerno Daniel y su nieto Felipe. De sus 96 años, sólo pasó 10 en Bilbao de niña y unos pocos meses en Madrid a sus 30. Sin embargo, conversa en un castellano castizo, pese a que ocho décadas y media de su vida las transitó fuera de España. Ella fue una de las niñas vascas que emigraron en 1937 en plena guerra civil desde Bilbao a la Unión Soviética. Fue la mejor tornera de la URSS, pasó por España brevemente, en medio de las evacuaciones, hasta que encontró un lugar en la Argentina.
Hace dos años, una vacunadora que le aplicó la Sputnik V le detalló a Marina que por unos días podía sufrir cansancio y algo de fiebre tras la aplicación contra el COVID. “No se asuste si empieza a hablar en ruso y a gustarle el vodka”, bromeó. Con su mejor sonrisa, Marina se largó a hablar en ruso con la fluidez propia de quien vivió 20 años en la Unión Soviética, a la que llegó junto a otros 3 mil niños españoles evacuados de su país en el marco de la guerra civil.
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“Los fachas” es el término que usa Marina para referirse tanto al franquismo como a los nazis, de quienes tuvo que escapar buena parte de su vida. “Cuando empezaron los bombardeos mi padre decidió que dejáramos Bilbao tanto mi hermano Félix cuatro años mayor, que fue a Francia; como yo, que me tuve que ir a la Unión Soviética. Me dijo que nos iban a llevar de vuelta a casa rápido cuando se derrotara al franquismo”, cuenta.
Cuando se embarca junto a otros niños de la guerra en 1937, ya la reacción había descargado las bombas sobre Guernica. “Todavía estaba en viaje hacia la URSS cuando nos enteramos que los fachas habían tomado el control de Bilbao”, agrega, mientras pone a disposición de este medio tres álbumes de fotos para ilustrar los relatos de su particular historia de vida que quiere compartir en compañía de su biógrafo y amigo Rodolfo Luna Almeida, autor de “Marinka, una rusa niña vasca”. El deseo de pronto retorno a la España republicana se frustra enseguida.
Marina recuerda como “una fiesta” la recepción en Leningrado a los niños de la guerra y educadores españoles. “Fue emocionante, para los rusos éramos los hijos de la República y nos daban un tratamiento especial”, destaca y muestra la foto del alojamiento que le tocó junto a su contingente en Odesa, en casonas expropiadas por la revolución a la oligarquía. “¿Viste Marina que ahí ahora es zona de guerra entre Rusia y Ucrania?”, plantea Rodolfo. Otra realidad a la que vivió Marina en que estaba planteado el respeto de las distintas nacionalidades al interior de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
“Nos daban de comer de todo. Con nuestros profesores españoles aprendíamos en nuestro idioma, por eso nunca dejé de hablarlo. Por supuesto, con los rusos hablábamos en ruso”, destaca. Ahora las fotos la trasladan a las vacaciones de Marina y los demás niños en la playa. “Este palacio en Yalta donde paraban ustedes Marina fue donde se juntaron Stalin, Roosvelt y Churchill, cuando estaba terminando la guerra mundial”, le comparte Rodolfo con el álbum como punto de apoyo.
Pero a cuatro años de distancia de los bombardeos sufridos en Bilbao, en 1941 Marina vuelve a ser alcanzada por la guerra con la invasión de la Alemania nazi a la URSS. “Tuvimos que abandonar nuestro lugar en la URSS y mudarnos. Fuimos a Saratov. Ahí estudié para tornera y fui de las mujeres que entramos a trabajar a una fábrica de aviones”, relata.
Las mujeres españolas elaboraban los morros de los aviones, templaban los remaches con pasadas por agua caliente y agua fría. “A veces estaban tan cansada que me salteaba alguna pasada por agua caliente para poder terminar mi tarea antes y descansar un poco”, comparte con sonrisa pícara.
Pero los bombardeos nazis alcanzaron rápidamente a esa región y nuevamente evacuaron, esta vez, hacia las adyacencias de Moscú. Allí volvió a trabajar en una fábrica, en este caso de jabones. “Con la guerra, empezaba a faltar la comida que al principio cuando llegábamos abundaba. Así que alguna vez me robaba algún jabón para cambiarlo en el mercado negro por algo para comer”, reconoce. “O por un poco de vodka..”, apunta cómplice Rodolfo ante la sonrisa pícara de Marina. “Más allá del chiste, el vodka era un ítem específico de las tarjetas de racionamiento por los fríos terribles que sufrían”, aclara Luna.
Tras derrotar a la Alemania nazi, Marina pasó a trabajar a una fábrica de rodamientos en plena reconstrucción del país. “Un día me eligen la mejor tornera de la URSS. Salgo en el diario y me empiezan a llegar cartas de todos lados. Me daba un poco de vergüenza”, reconoce.
Ya por entonces, Marina se pone de novia con un vasco a quien conoció en las fiestas que hacían los españoles. “Con Juanillo nos casamos y empieza un movimiento para tratar de volvernos a España. Mi cuñado Cecilio era el más activo en el reclamo”.
Marina y su llegada a Argentina
Graciela Chiera, hija de Marina, chequea que su mamá tome agua además de saborear las galletas de chocolate que trajo Rodolfo. “Su hermano Félix, mi tío, había vuelto de Francia a Bilbao en 1939 con el fin de la guerra civil en España. Entre que no conseguía trabajo, no se aguantaba al franquismo y la muerte de su papá, entendió que para lograr reencontrarse con su hermana, con Marina, era más fácil hacerlo desde afuera de España, que no tenía relaciones diplomáticas con la URSS. Entonces se vino a Argentina en donde estaba su tía Cándida. Ahí se empieza a cartear con mamá para ver si podía salir de la URSS”.
Rodolfo apunta que “el estalinismo no quería dejarlos salir porque decían que se los iban a devolver a la república. Y que como en España estaba el franquismo era mejor que se quedaran en la URSS a construir el socialismo”.
En ese proceso, muere Juanillo, el esposo de Marina. El hambre y la guerra habían afectado su salud. En 1956 Marina vuelve a España en el primero de los barcos que retorna con niños de la guerra. Su madre había muerto cuando tenía 5 años en Bilbao, su padre durante los 20 largos años de su estadía en la URSS y su hermano estaba en Argentina. “En Madrid me recibió Emilia, mi prima que me había criado cuando había muerto mi madre. Para mí es como mi mamá”, explica Marina. “La pasaba muy mal en Madrid porque la policía todos los días me molestaba, me preguntaban cosas de Rusia. Tampoco me daban trabajo como tornera”, enumera. Decide aceptar la invitación de su hermano para reencontrarse en Argentina hacia donde parte en 1957.
“Aquí me recibió Félix que había postergado su casamiento hasta mi llegada. Al poco tiempo empecé a trabajar en "La Oxígena”, cuenta. Ya no como obrera, sino como administrativa. Allí conoce a Américo, un hijo de italianos, se enamora, se casa y se van a vivir a un departamento en el barrio de Once.
“Mi tío Félix era muy conocido en la colectividad vasca de Buenos Aires. El día de la muerte de Franco yo era una nena, pero mamá, papá que era hijo de tanos pero que le encantaban las fiestas de los vascos y el tío, me hicieron tomar vino de la bota para brindar”, relata divertida Graciela.
Marina vive con su hija, su yerno y su nieto en Villa Elisa desde hace más de 15 años cuando murió su marido. Allí conoció a Rodolfo Luna Almeida, quien puso en marcha el proyecto de libro con la vida de la niña de la guerra, de la vasca-rusa.
Cuando en 2017 salió el libro, Marina, con 90 años, visitó escuelas de la zona para charlar con los chicos sobre su historia. “Me preguntaban de todo, tenían mucho interés en conocer”, se sorprende Marina, quien seis años después, ahora en el jardín de su casa, se siente bien en transmitir su vida de lucha cruzada por la noche negra del franquismo y el nazismo.