Fernando no llegaba a los diez años cuando convenció a sus amigos y a su hermano Daniel de armar su primera balsa. Esperaron a que los grandes se fueran a dormir y la probaron en la pileta de un vecino. Todo iba bien, flotaba: la fantasía de lanzarse al Río de La Plata estaba a un colectivo de distancia. Lo tomaron y llegaron a Berisso. Iban en calzoncillos, con escobas como remos, en pleno invierno. Ya en el agua, cuando se toparon con el primer barco grande que entraba al puerto, casi se mueren del susto. Volvieron semidesnudos, acalambrados de frío y con el sabor de la derrota mezclado en la boca con el del agua dulce. Pero ese era nada más que el primer intento. El último, La Goleta Gringo -barco que define como el más antiguo en estar a flote en el mundo-, hoy navega por la costa de Brasil y le sirve de casa a él y a su familia desde 2017. Sobre ese barco comprado por 1.500 dólares y rescatado del fondo del delta del Tigre, Fernando y los suyos viven el sueño de llegar a Génova y reencontrar a la nave con la tierra de la que zarpó hace casi ciento cuarenta años.
La señal en Caravelas no es buena. Fernando Zuccaro se mueve de un lado a otro por el pueblito costero del estado de Bahías, en Brasil, para poder conectarse a la red. La goleta descansa no muy lejos, boya cerca de la orilla de cara a las playas paradisíacas del nordeste brasilero. “Es un pueblito muy chiquito, serán veinte mil habitantes y hay una sola antena”, se excusa Fernando. Dice que cuando hay viento o lluvia se acaba el puente con el mundo, no hay conexión, pero que, por fuera de eso, no les falta nada: “Tenemos todo como en tierra, todo, igual, y la cosa que nos gusta es que no tenemos vecinos”, ironiza el capitán.
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La locura de Fernando por el agua no tiene fecha de comienzo. Estuvo ahí siempre. Después de la balsa empujada con escobas, vino un barco viejo que recuperó del antiguo yacht club de Berisso, con el que navegó todo lo que pudo y, luego, otro más, también desarmado, que logró poner a punto para sumarle algunas millas. “El corolario es este, que estaba hundido. Siempre, siempre, desde que recuerdo, estuve en el agua”, cuenta el platense.
Irse a Europa navegando a vela o unir Argentina y Uruguay en canoa canadiense son aventuras extraordinarias, experiencias límite, difíciles de superar. Pero con el proyecto de la Goleta Gringo, Fernando logró otra cosa, algo más especial e íntimo, vivir, directamente, en el agua y con su familia. De sus cinco hijos todos pasaron en algún momento por el barco. Actualmente a la tripulación la componen su mujer Bárbara y sus hijos Juan —el más chico— y Aquiles.
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“Yo viví toda la vida en barco. Tenía casa en tierra, pero dormía un día ahí y otro en el agua. Por ahí no suena muy normal, pero ya estamos acostumbrados. Juan desde los quince días de vida que está en el barco, de toda la vida. Para la pandemia quisimos hacer algo en tierra. Pensamos en poner una cervecería por acá, y Juan decía 'para qué queremos algo en la tierra si no se mueve, no podemos ir a ningún lado'. Estaba enojadísimo con el solo hecho de pensar en eso”, relata Fernando.
La inclinación de Juan no parece un capricho infantil. En la goleta la vida es vertiginosa, indefinida y, por lo tanto, sorprendente. Desde Caravelas, por ejemplo, pueden escaparse a Coroa Vermelha, una playa que, para ahorrar palabras y descripciones impotentes, Fernando define como igual a esa en la que Jack Sparrow encuentra el ron. “Cero turismo. Juan va con un amigo, bucean, la pasan bien. Si te gusta la naturaleza, el aire libre, todas esas cosas, las tenés. Acá navegamos en el agua, no en Internet. Sacrificas muchas cosas, pero ganas otras muy hermosas”, evalúa Zuccaro.
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La Goleta Gringo es lo que quienes están en tema llaman un tall ship: un velero de mástiles altos. Parece mentira la manera en que lo consiguió Fernando. Buscaba, como siempre, algún barco viejo, pero esta vez para hacer un aula en su casa del río, por Berisso, con el objetivo de poner en marcha una escuela de velas. Mingo, uno de sus amigos, tenía un casco que le venía justo para su proyecto, pero se negó a vendérselo. “Me dijo que no me lo vendía ni en pedo porque, conociéndome, sabía que iba a terminar navegando e iba a hacer cagada en cualquier momento. Pero me tiró dos nombres de naves viejas: el Favorito San Antonio y el Pegli”.
Fernando empezó a preguntar. A marineros, a pescadores, a areneros, a todo el mundo. Se recorrió hasta Misiones así, buscando, siguiendo pistas que lo llevaban de un puerto a otro, datos que corrían únicamente de boca en boca. Al Favorito lo encontró en Rosario, pero ya le habían cortado el fondo para hacerlo arenero. No le servía.
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“Un día, los marineros de una arenera me dijeron que, la última vez que lo habían visto, el Pegli estaba en el Tigre. Fui a preguntar y nadie sabía nada, pero al rato aparece un tal Beto y me dice que él le había hecho un parche y lo había tirado por ahí cerca. Eso había pasado en el año 74. Voy y lo único que veo es una chapa que salía apenas del agua. Le pregunto de nuevo a este Beto, «¿Usted está seguro que este barco que está hundido es el Pegli?», me decía que sí, que sí”, recuerda Fernando.
El que le vendió los papeles se reía. ¿Quién podría comprar un esqueleto de hierro clavado en el barro hace más de treinta años? Fernando lo compró por mil quinientos dólares, se lo vendieron por chatarra, durante los años de la convertibilidad, cuando un peso valía un dólar. Ya había reflotado un barco antes, pero en las aguas claras de Buzios. Acá, al Pegli fue conociéndolo de a poco, a ciegas, buceando en la masa oscura que baja del Paraná y dibujando la forma del barco al tacto, tanteándolo.
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“Descubrí que los tanques estaban enteros. Les hice un tapón, y los empecé a inflar. Eran dos tanques grandes, de cinco mil litros cada uno, así que eso dio para que se despegara la popa. Por suerte no estaba el motor, sino no hubiera podido. Con aparejos lo iba atando a los árboles. Hasta que llegó un punto en que la bajamar del Río Luján me dio la posibilidad de que quede la tapa de bodega afuera y con bombas grandes empecé a chupar el agua”, rememora.
Los años en el fondo alimentaron al barco de basura. Fernando cuenta que adentro tenía un metro de barro, ojotas, botellas y todo un descarte que el río guardó en las entrañas de la embarcación y que hubo que vaciar para que saliera del agua. Con gomas y tornillos hizo los tapones para los agujeros y, con ayuda de las bombas, los pedazos del Pegli fueron recibiendo el abrazo del sol y el aire después de casi tres décadas.
“Un arenero me remolcó con flotadores, por si se le salía alguna chapa porque estaba todo podrido, pobrecito. Lo saqué a tierra y lo empecé a reconstruir”, cuenta Fernando y antes de seguir con el relato, hace un paréntesis e incrusta otra historia: la vez que, para hacerse unos pesos de joven, se puso a hacer pozos de pileta con un compañero. “Si vos veías el trabajo que tenías que hacer y lo calculabas por paladas no lo hacías ni loco, porque era incalculable la cantidad de paladas que tenías que dar. Te desmoralizaba. Entonces yo tomé ese mecanismo de no contar para el resto de mi vida. Hay que hacer y no contar cuánto va uno haciendo, porque cuando ves que con cien paladas hiciste apenas un agujerito, largas todo a la mierda. Esto del barco fue más o menos así. No me puse fecha ni límite, trabajé en un millón de rubros en función de lo que me iba dando guita para seguir y así estuve, más de treinta años con la goleta”, concluye.
El proyecto de la Goleta Gringo se financia con viajes charter, traslados privados con fines turísticos que sufrieron como pocos otros servicios el impacto de la pandemia. La crisis sanitaria puso en jaque la hazaña de la tripulación-familia platense, que pudo sobrellevar la interrupción de la normalidad turística con mucha tozudez y “cabeza dura”, según Zuccaro. Bárbara, bióloga marina y exinvestigadora del CONICET, suele encargarse de las redes sociales y de concretar las salidas turísticas. Mientras que Fernando, aparte de la capitanía del barco, no deja changa sin agarrar que sirva para seguir moviendo a la goleta.
Fuera del mantenimiento permanente que requiere la nave, en el agua se vive con poco. La ropa se cambia cada tanto, las zapatillas se usan poco, el agua de lluvia se recicla para el uso cotidiano y las bombas de ósmosis inversa hacen de la de mar agua potable; para la energía eléctrica tienen pantallas solares. “Es más barato. Si vos vivís en la ciudad, pasas por la rotisería y alguna boludez comprás. Acá, para bajar tengo que agarrar la lancha, ir al muelle y recién ahí llegar a los comercios. Entonces te organizás distinto, ahorras, se vive más barato que en tierra porque tenés menos requerimientos”, señala Fernando.
Él y Aquiles suelen encargarse de la conservación y de la puesta a punto del barco; Juan, de a poco, va aprendiendo los gajes del oficio. Ensamblado en 1886, el otrora Pegli es hoy uno de los barcos más antiguos a flote en todo el mundo. Por lo general, los barcos más longevos que se conocen en funcionamiento suelen ser rediseños hechos en base a los planos originales. La Goleta Gringo, por su parte, se jacta de ser única en el mundo por mantener la osamenta original de la embarcación. Aparte de instruirse en las artes de cómo sobrevivir en alta mar, Juan cursa sus estudios a distancia en la Argentina y asiste al colegio en Brasil. Piensa en dos idiomas y hace poco empezó a sumarle también el inglés con una profesora particular. En todo le va muy bien.
“En el agua se vive distinto. A veces algunas cuestiones del confort nos rompen la cabeza. Pero, por ejemplo, Internet decidimos no tener. Lo usamos únicamente cuando estamos en tierra. Leemos mucho, recién hace pocos años compramos un televisor para pasar películas con DVD. Nunca le dimos mucha bola a todo eso”, indica Fernando.
En la bodega de la goleta hay una especie de living; un par de sillones, una biblioteca, un cuadro arriba de una salamandra. En el camarote de popa, durante muchos años la luz fue un farolito de kerosene. Fernando dice que le gustaba leer con la lumbre naranja del farol, que lo concentraba únicamente en el libro y el resto desaparecía. Hoy, por la vista, opta por lo eléctrico, pero extraña esa sensación. Dice que a veces siente que se quedó en el tiempo. Bárbara, su compañera, se crío en una familia de inmigrantes que se instalaron en el monte de San Fernando, así que no reniega de esa anacronía, del gusto por lo simple.
“Viví toda la vida al aire libre. Conozco cómo se mueven las nubes, puedo evaluar el clima con los instrumentos. Me siento seguro en el agua. La naturaleza, en períodos cortos, es predecible. En la tierra ya no somos predecibles entre nosotros. Unos te dicen una cosa, hacen otra, pero acá si uno ve tal nube o siente tal viento puede saber lo que se viene; mal que mal se acierta. En cambio la tierra es incertidumbre: los precios, el dólar, los equipos de fútbol, todo. La naturaleza es noble. La tenés que respetar. Los días buenos son bárbaros; las tormentas sirven para valorar los días lindos. Me siento más seguro en el agua que en la tierra”, remata Fernando.