Entrar a Botonera San Martín es como entrar a un museo de botones, cierres y todo que se necesita para la confección de indumentaria: accesorios de corpiños, cintas, elásticos, broches, puntillas, hombreras, abrojos, hebillas, hilos, cordones y alfileres, entre otros.
El local está ubicado en Aráoz 631, en el barrio porteño de Villa Crespo, y tiene dimensiones gigantescas. Son 1200 metros cuadrados entre el sótano, la planta baja, y el primer piso. Los miles de modelos de botones están clasificados en cajas metálicas rotuladas, que ocupan enormes estanterías que llegan hasta el techo. Por encima de los largos mostradores de la entrada hay una gran cantidad de bolsas transparentes con más botones. “Es imposible saber cuántos modelos de botones hay, digo 4 mil, pero me quedo corto”, asegura Gabriel Veiga, hijo del comerciante fundador y el actual dueño del negocio.
MÁS INFO
La botonera fue mayorista desde el comienzo y en las buenas épocas había que sacar turno para ser atendido, las filas llegaban hasta la esquina y en la entrada había bancos para que la gente esperara sentada a ser atendida.
Sin embargo, la verdadera pasión de Gabriel es el campo y los caballos. Fue jinete y se sumó al local cuando su padre lo convocó a fines de la década del 80. Hoy continua el legado pese a las adversidades económicas del presente. “Sigo hasta ahora por agradecimiento, porque todo lo que hicimos en mi familia fue gracias a mi viejo y a la botonera”, asegura Gabriel, subido a la escalera movible del negocio.
MÁS INFO
“Un botón te viste una prenda”
Entre la infinidad de botones distribuidos entre cajas y bolsitas Gabriel dice que hoy en día los más requeridos son los llamados “camiseros”, los de sobretodo, los de traje, los de saco sport, los de campera y algunos botones para bombachas de campo. En cuanto a los materiales hay de galalí, nácar, poliéster, cristal, nylon, madera y carey. También hay modelos antiguos importados de distintos lugares del mundo. “Este botón inglés debe tener cerca de 60 años, y es uno de los más antiguos”, asegura mientras lo señala. “Este otro es de nácar, por ejemplo, tiene 70 años y está hecho en Japón. En su momento costaban 2 dólares cada uno y venían todos cocidos a mano”, agrega.
“Tenemos botones que ahora son catalogados como ‘de vieja’ pero en esa época valían mucha plata, parecían una joya. Nosotros le vendíamos a locales como Normandie. Hoy en día la gente busca cosas más simples: botones de sastre, o de saco y de color negro, azul o beige. En cambio, antes se usaba mucho más el color, es que un botón te viste una prenda”, asegura.
Gabriel es detallista y puntilloso. Si un cliente busca un botón en particular recomienda que le traigan la prenda. “No te puedo vender un botón que después no te entra en el ojal”.
El otro fuerte del local son los cierres. Gabriel explica que están los separables y los fijos. “Los fijos son de bolsillo, los de bragueta, los que no se separan. Después están los de plástico, de bronce, de aluminio, los llamados ‘dientes de perro’ y los niquelados. Tengo de todos los colores que te imagines”, detalla.
MÁS INFO
Los comienzos de Rogelio Veiga
El local fue fundado en 1963 por el padre de Gabriel, Rogelio Luis Veiga. Los primeros ocho años funcionó en la esquina enfrente de su ubicación actual y luego compró la propiedad de tres pisos.
“Mi padre venía de una familia muy humilde, no fue nunca al colegio. A los 6 años lustraba botas en la calle, luego vendió diarios, también fue remisero y taxista. Tenía que ayudar a pagar la pieza del conventillo porque ellos vivían ahí. Era un tipo con mucha calle”, relata Gabriel en diálogo con El Destape.
MÁS INFO
La primera aproximación de Rogelio con el mundo de los botones fue a fines de la década del 50, cuando comenzó a trabajar como vendedor en una fábrica de botones alemana llamada Polipiel. Rogelio se fue conectando con el rubro hasta que diez años más tarde decidió abrir por su cuenta un local mayorista, al que bautizó Botonera San Martín. Para ese entonces, Gabriel tenía un año.
Botonera San Martín fue creciendo y se hizo muy conocida. Con el tiempo, el local fue agregando todo tipo de accesorios para la moda y confección de ropa: cierres, hilos, elásticos, cintas, broches, todos los afines que hay para la confección. Los principales clientes eran los confeccionistas, las mercerías y las modistas. A fines de la década del 70, Rogelio llegó a tener catorce vendedores y vendedoras, una jefa de compras que atendía a los proveedores, y tres empleadas administrativas que se dedicaban a pasar a mano todos los movimientos a los libros contables. “Era una cosa tremenda lo que se trabajaba. Los empleados no solo atendían, sino que también acomodaban todo porque acá reinaba el orden, no como ahora”, dice Gabriel entre risas, mientras levanta cierres del piso.
MÁS INFO
El local se expandió y abrió un galpón que funcionaba como fábrica en Villa Adelina, una zona textil e industrial, y una sucursal en la ciudad de Mar del Plata, donde comenzó trabajando Gabriel a los 21 años, con sus dos hermanos. “En Mar del Plata había una industria textil y de camperas enorme. Hoy uno de mis hermanos continúa al frente de ese local”, relata.
“Mi vida y mi pasión son los caballos, no los botones”
La verdadera pasión de Gabriel son los campos y los caballos. Antes de trabajar en el local de Mar del Plata, había trabajado en campos cercanos, donde fue peón y domaba caballos. Además, solía montar en jineteadas. “Hay cuatro o cinco milongas de campo que me nombran”, dice orgulloso mientras exhibe fotos de él a caballo. “Soy un tipo de campo, escucho folklore, y las canciones folklóricas en general son de protesta por el abuso patronal que siempre existió”, señala.
El menemismo y la apertura de las importaciones
En 1988, Rogelio, que ya se sentía más grande, le pidió a Gabriel que viniera a Buenos Aires para ayudarlo en el local de Villa Crespo. “Durante la época de Alfonsín viajamos a Alemania y trajimos la última tecnología en maquinaria para fabricar elásticos de poliéster y algodón, lo que se llama elásticos de cintura, pero vino la hiperinflación, luego asumió Menem, abrió las importaciones y nos fundimos. Tuvimos que vender la fábrica de Villa Adelina. Mi papá no lo podía creer”, recuerda Gabriel.
Gabriel se emociona al recordar a su padre. “Le partía el alma dejar a las empleadas en la calle. Cuando yo le decía que no se pusiera mal él me decía: ‘Me cago en la plata. Vine al mundo en pelotas y moriré en pelotas. La riqueza que yo tengo es mi mujer y mis hijos que son mi orgullo”.
MÁS INFO
Rogelio murió en abril de 2022, a los 95 años. Hasta el último tiempo estuvo muy activo y el negocio era su lugar en el mundo. “El venía acá, subía, bajaba, iba y venía. Estaba fantástico físicamente. Nunca fue de leer o ver películas, era más deportista, más de la acción. A mí me pasa igual, no me divierten las películas salvo las de cowboy, por los caballos”, admite entre risas.
La crisis actual
El local siempre fue mayorista, pero dado el contexto actual, Gabriel no reniega de los clientes minoristas. “Acá viene gente que por ahí necesita 5 botones y si puedo ayudarlos les doy una mano. Hoy hacemos lo mismo que están haciendo los fabricantes, le vendemos a todo el mundo porque estamos en la lucha diaria. Hoy el fabricante vende tan poco que abrió sus puertas al confeccionista y entonces nos puentean a nosotros, pero no me enojo porque están subsistiendo. Por todo esto la parte de botones la estamos abandonando. Es un rubro triste porque se fundieron todos”, se lamenta Gabriel.
Actualmente el negocio es atendido únicamente por Gabriel. En la semana, él y su mujer viven en la parte de arriba del local, donde se construyeron un “bulín”. Los fines de semana, se escapan a su campito en Baradero, donde están sus perros y sus caballos.
MÁS INFO
“A este gobierno le tengo fe en algunas cosas, pero no en la parte textil porque no creo que vaya a desarrollar la industria. Habla bien de Menem, pero Menem hizo mierda todo”, resalta Gabriel. “Actualmente estoy viendo qué va a pasar con el país, porque un kiosko de cigarrillos vende más que yo. Por este local me han ofertado 4 o 5 mil dólares de alquiler por mes, y creeme que trabajando no me los gano. También me han ofrecido 800 mil dólares para voltearlo y hacer un edificio, pero estoy en contra. Yo sostengo que la plata no es todo”, concluye.