El lunes 6 de mayo durante la madrugada un hombre de 62 años roció con combustible y luego arrojó una bomba molotov al interior de una habitación del primer piso de un hotel familiar del barrio de Barracas donde se encontraban cuatro mujeres lesbianas que allí residían hace un año. Más de seis personas resultaron con quemaduras graves y fueron trasladadas a diferentes hospitales de la Ciudad de Buenos Aires. El agresor, identificado como Fernando Barrientos (68), intentó suicidarse luego del ataque y fue trasladado por el SAME al hospital Argerich, en calidad de detenido. Al momento quedó a disposición del Juzgado Nacional en lo Criminal y Correccional 14 para la investigación del hecho.
Como consecuencia de las heridas que sufrieron en el incendio, Pamela Fabiana Cobas (52) y Mercedes Figueroa (52) fallecieron durante los días consecutivos en el Instituto del Quemado, mientras que el resto de las víctimas aún permanecen internadas: Andrea Amarante (42), con un 75% de quemaduras, y Sofía Castro Riglos (49), que presenta heridas menos graves y fue hospitalizada en el Hospital Penna con complicaciones por la inhalación de humo. Según declaraciones de vecinos y testigos, Barrientos no aceptaba la identidad sexual de las mujeres y había discutido con ellas recientemente, situación que habría motivado el ataque y los femicidios.
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¿Qué es un crimen de odio?
Para caracterizar este tipo de casos debemos hacer referencia a la figura del “Crimen de odio”, cuya genealogía se remonta a 1985 cuando en Estados Unidos se registró una oleada de crímenes vinculados a prejuicios raciales, étnicos y nacionalistas, y desde los medios decidieron incluir el término por el impacto que generaba en las audiencias. Si bien se trata de un tipo de violencia criminal sistemática hace décadas en el mundo, en el ámbito jurídico, judicial e institucional de nuestro país su reconocimiento fue producto de un proceso histórico y político encabezado por el colectivo de la diversidad y los movimientos feministas. De hecho, fue incorporado oficialmente en términos legales, y comenzó a utilizarse institucionalmente en el Protocolo de investigación del Ministerio Público Fiscal, luego del asesinato en 2015 de la reconocida activista por los derechos humanos y del colectivo travesti, transexual y transgénero, Amancay Diana Sacayán, que derivó en un juicio paradigmático. Gabriel David Marino fue condenado en 2018 por el Tribunal Oral en lo Criminal y Correccional Nº 4 de la Capital Federal, por el delito de “homicidio calificado por odio a la identidad de género” y por haber mediado violencia de género, y condenado a prisión perpetua.
El asesinato de Sacayán generó un antes y un después, y tuvo gran repercusión en la opinión pública y la agenda política. A partir de un trabajo de investigación encabezado por la Defensoría del Público de Servicios de Comunicación Audiovisual, se crearon una serie de protocolos y recomendaciones aplicadas a la cobertura de este tipo de crímenes con el objetivo de “evitar la estigmatización de la víctima, en particular en razón de su identidad de género, y consecuentemente evitar el trato discriminatorio hacia ella y/o su entorno”. En ese marco se advirtió sobre la violencia como “un fenómeno social y la importancia de no considerarlo como un hecho aislado, ya que en general estos crímenes y estas violencias se dirigen a grupos sexuales muy específicos en un contexto determinado en el que hay una complicidad social y un impacto simbólico”.
En 2016 con la creación del Observatorio Nacional de Crímenes de Odio LGBTI+ se estableció una definición precisa: “un acto voluntario consciente, generalmente realizado con saña, que incluye -pero no se limita- violaciones del derecho a la dignidad, a la no discriminación, a la igualdad, a la integridad personal, a la libertad personal y a la vida. Esta agresión tiene la intención de causar daños graves o muerte a la víctima, y está basada en el rechazo, desprecio, odio y/o discriminación hacia un colectivo de personas históricamente vulneradas y/o discriminadas, siendo en este caso nuestro objeto de relevamiento y observación el colectivo de personas de la comunidad LGTBI+. Se incluyen además de las lesiones y menoscabos de derechos por acciones voluntarias, las lesiones de derechos por omisiones debidas a la ausencia y/o abandono estatal histórico y estructural.”
Al mismo tiempo el Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (INADI), organismo recientemente desarticulado por el Presidente Javier Milei, los definió en 2020 como el “conjunto de delitos que se cometen en contra de determinadas personas, debido a su pertenencia real o supuesta a un cierto grupo sobre la base de la etnicidad, la religión, la orientación sexual, la identidad y expresión de género y características sexuales, la nacionalidad, las ideas políticas, la edad, la discapacidad, la condición socioeconómica, el color de piel, etc”. Estos crímenes son incitados por lógicas narrativas y mecanismos ideológicos de discriminación, aún vigentes en la sociedad del siglo XXI, que incluso son exacerbados por el avance de las nuevas derechas en el mundo.
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En nuestro país, según el informe anual presentado por el Observatorio Nacional de Crímenes de Odio LGBT+, a cargo de la Defensoría LGBT de la Defensoría del Pueblo de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y de la Nación, junto a la Federación Argentina LGBT, durante 2023 se registraron 133 crímenes de odio, cifra que evidencia un aumento sostenido en el tiempo teniendo en cuenta que en 2022 ocurrieron 129 crímenes con estas características, mientras que en 2021 120. De los crímenes de 2023 el 68% corresponde a lesiones al derecho a la vida (asesinatos, suicidios y muertes por ausencia y/o abandono estatal histórico y estructural), y, si analizamos las víctimas, las personas más afectadas siguen siendo las mujeres trans (travestis, transexuales y transgéneros) en el 88% de los casos.
Lo paradójico es que los datos pueden no ser exactos teniendo en cuenta que el documento no refleja números oficiales, sino que surge de un relevamiento de los casos publicados por los medios de comunicación o que han ingresado como denuncias. En ese sentido surge la necesidad de aclarar que la cantidad de crímenes de odio reales es significativamente mayor y que el informe “únicamente permite vislumbrar una realidad que es, sin duda, mucho más grave de lo que sugieren los números”. Si uno analiza, por ejemplo, la cobertura mediática que tuvo el ataque en Barracas y asesinato de dos mujeres lesbianas de esta última semana, bastante acotada a medios afines a la mirada de DDHH y al colectivo de la diversidad, puede concluir que se sigue reproduciendo un proceso de invisibilziación estructural de este tipo de violencias, a la par de la imposición de una agenda regresiva determinada coyuntural y políticamente por el ataque sistemático y el deprecio hacia los reclamos de las minorías políticas, sexuales, étnicas, etc.
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El hilo conductor que une las violencias y las desigualdades
Nada sucede por casualidad y menos en tiempos de alta conflictividad social. El etiquetado policial de un crimen de odio o la explotación amarillista en los medios, aislado de su trama sociocultural, redobla el riesgo de terminar simplificando una problemática extremadamente sensible desconociendo que la violencia es básicamente el producto de una relación social vincular de poder (o varias) sostenida en el tiempo, muchas veces desde las propias instituciones. En los crímenes de odio además es clave su abordaje desde una mirada interseccional que incorpore en el esquema de análisis las diferentes relaciones de desigualdad y vulnerabilidades que atraviesan las trayectorias vitales de las víctimas como su situación económica, origen étnico, procedencia urbana o rural, la discapacidad, la condición de migrante, etc.
No podemos obviar en este caso que las víctimas se encontraban viviendo en un conventillo de Barracas, en condiciones indignas, como producto de la crisis económica y habitacional que atraviesa nuestro país, problemática que afecta principalmente a mujeres y minorías sexuales, y les dificulta aún más el acceso a la vivienda en los grandes centros urbanos. Una encuesta realizada por la Federación de Inquilinos Nacional (FIN) en mayo 2020 mostraba que así como el 60% de las personas no podía pagar el alquiler, en el caso de la población LGBTI+ esa cifra llegaba al 100%.
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Si bien la población LGBTIQ+ ha conquistado derechos importantes durante las últimas décadas en materia de reconocimiento social y ciudadano, como el matrimonio igualitario o la Ley de identidad de Género, dicho progreso no se ha producido a igual ritmo en sus condiciones económicas, laborales y materiales, horizonte que se complejiza aún más en la actualidad con la modificación de la Ley de alquileres, el corrimiento del estado y el imperio del paradigma expulsivo del mercado, la eliminación del Ministerio de las mujeres, Género y diversidad, y todas las políticas públicas y programas interagenciales, con perspectiva de género y DDHH, que buscaban garantizar el acceso a derechos básicos como el trabajo, la vivienda, la salud, o la educación.
A las capas de violencias se adiciona por otro lado que Andrea, una de la víctimas del ataque que actualmente se encuentra internada en el Hospital Penna luchando por su vida, es sobreviviente de la tragedia de Cromañóm, ocurrida el 30 de diciembre de 2004. Desde la Coordinadora emitieron un comunicado donde denuncian la ausencia del Estado, ya que Andrea no forma parte del padrón de víctimas que el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires creó en 2005, no percibe ningún tipo de ayuda económica, ni tampoco es beneficiaria del Programa de Salud para víctimas de Cromañón. “Andrea estaba en situación de calle y dormía donde podía. Veinte años después, a Andrea se le hicieron realidad todos los miedos y pesadillas - enfatiza el texto y agrega - Si Andrea hubiera sido parte de la Ley de Reparación Integral, probablemente, hubiera tenido la oportunidad de acceder a un techo digno y seguro”.
Radiografía política del odio: los casos de Brasil y EUA
El crimen de odio no surge de forma espontánea y aleatoria, y no comienza ni termina con su ejecución operativa. El crimen de odio es un hecho social potencial en estado de latencia, en medio de un clima social, cultural y político que fogonea la construcción del enemigo. En ese marco la violencia dirigida, fomentado por sectores vinculados a la ultra derecha, resulta una reacción social legítima con la finalidad de perjudicar proyectos políticos opuestos y crear la ilusión de la existencia de falsos amenazas en determinados grupos sociales. Ese proceso de construcción de un enemigo es complejo y multi dimensional, e implica deliberadamente la “deshumanización” del otro y su caracterización desde cualidades inferiores, bestiales, peligrosas. De allí surgen “diccionarios metapolíticos” o vocabularios propios de la época que buscan instalar una visión política en términos agresivos, binarios y despreciativos: “zurdos de mierda”, “ideología de género”, “comunista de mierda”, “los políticos ladrones”, “Con Mis Hijos No Te Metas”, etc. En la construcción del enemigo, el lenguaje y la violencia verbal son un dispositivo determinante y necesario en el camino hacia la violencia física.
A raíz de lo acontecido esta última semana, desde la Federación Argentina LGBT+ se emitió un comunicado donde se advierte que “no podemos dejar de señalar que los crímenes de odio son el resultado de una cultura de violencia y discriminación que se sostiene sobre discursos de odio que hoy se encuentran avalados por varios funcionarios y referentes del Gobierno Nacional”. Estos discursos ya no se limitan a declaraciones personales inofensivas, tuits provocadores y baiteros, o frases sueltas que generan polémica en programas de televisión o redes sociales. En los últimos tiempos, amparados en un concepto difuso y tramposo de libertad de expresión, los discursos de odio se han convertido en parte vertebral de una política de estado, desde una mirada anti democrática, revanchista y punitivista. De hecho son muchas veces los mismos dirigentes y referentes políticos quienes emiten esos discursos y reproducen irresponsablemente la violencia social, al tiempo que ponen en marcha medidas regresivas con el propósito de borrar las políticas de igualdad promovidas en la últimas décadas.
Las derivaciones de lo que estamos viviendo, en una atmósfera que promete agravarse, la podemos identificar en las recientes experiencias políticas de Estados Unidos y Brasil durante los mandatos de Donald Trump y Jair Bolsonaro, ciclos en los que se registró un aumento significativo de los crímenes de odio. El “efecto Trump”, como lo llamaron los medios del país norteamericano, empezó a crecer desde su elección en noviembre de 2016 y tuvo su máximo pico en 2021. Allí los homicidios estuvieron mayormente asociados al accionar de los llamados "supremacistas o nacionalistas blancos" cuyas víctimas más habituales fueron afroamericanos, judíos, minorías sexuales, y en menor cantidad personas de personas de origen hispano. Según los informes oficiales del Programa Uniforme de Reportes de Delitos del FBI (UCR) en 2019 las agencias de aplicación de la ley informaron que hubo 8.812 víctimas de delitos de odio; ese número ascendió a 10.528 en 2020; y escaló a 12.411 en 2021. En este último lapso, según información del FBI, el 64,5 % de los casos se produjo por agresiones contra la raza, etnia o ascendencia de una persona; el 15,9% por su orientación sexual; y el 14,1% por cuestiones religiosas.
La escena se repite tras la llegada a la presidencia de Jair Bolsonaro en Brasil, nación que registra el mayor récord de asesinatos de personas LGBTQIA+ de todo el mundo, por lo que pertenecer a dicha comunidad allí implica casi un riesgo de vida. No fue fortuito en ese marco que en 2019, ante el agravamiento del clima de violencia social y la indiferencia del Congreso cómplice del poder ejecutivo, el Supremo Tribunal Federal de Brasil (STF) decidiera establecer en un fallo histórico que los actos homo y transodiantes comenzaran a ser sancionados y castigados como la Ley de Racismo.
Tal como ocurre en Argentina, resulta dificultoso establecer un mapa completo de las violencias en Brasil, y particularmente las que apuntan contra las minorías sexuales, ya que los datos oficiales y gubernamentales son irregulares, y en general sucede que muchos casos no se denuncian por miedo a los procesos de revictimización y los prejuicios que enfrentan las víctimas que acuden al sistema policial y penal. Sin embargo, podemos utilizar como referencia las cifras compartidas por la ONG Grupo Gay da Bahía, cuyos informes se basan en noticias publicadas en medios de comunicación, que indicaron que en 2021 al menos 300 personas fueron víctimas de crímenes de odio, lo que significa prácticamente un asesinato por día. Además el documento señala que los crímenes aumentaron un 8% con respecto a 2020, número que probablemente sea aún superior dado que, según la propia organización, la cantidad de víctimas que se llegan a conocer “solo representan la punta de un iceberg de odio y sangre”.