El jueves, mientras se juntaba gente para hacer en la ronda de las Madres de Córdoba un reclamo de esclarecimiento por el asesinato de Susana Montoya, se supo de la detención de su hijo Fernando Albareda, militante de la agrupación HIJOS, cuyo padre Ricardo Fermín Albareda, fue torturado salvajemente, asesinado y desaparecido. Fernando está acusado de haber matado a su madre, las pruebas tienen la certeza necesaria para ordenar esa detención.
Fue un shock, como no, es escalofriante pensar que alguien que sufrió la desaparición de su papá haya montado una escena con amenazas fraguadas y con la brutalidad que se descargó sobre el cuerpo de Susana. El jueves, en esa manifestación, el estupor apenas podía nombrarse. Muchas de las personas que estaban ahí habían asistido también al sepelio de la mujer de 74 años. “Era impresionante ver el miedo en la cara de todos”, me dijo entonces una compañera cordobesa que después relató cómo temblaban los cuerpos de quienes se habían reunido para pedir el esclarecimiento de este asesinato cuando recibieron la noticia de la detención de Fernando.
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¿Se habrá diluido un poco el miedo de los ojos de quienes lloraron por Susana Montoya? Ojalá que sí, ojalá que Sabrina Bolke, atacada salvajemente el 5 de marzo pasado, también militante de HIJOS, no se sienta tan expuesta a la violencia política más material, que se sienta menos frágil ya que este asesinato, el de Susana Montoya, obedece a otras causas y no a grupos violentos que firman con amenazas a los y las defensores de los Derechos Humanos, tal como dudaba en esta nota publicada el lunes. Sabrina, tal como escribí, no es la única que sufrió amenazas y ataques de la derecha radicalizada, se los puede rastrear acá.
El miedo no es casual, el asesinato de Susana Montoya se perpetró justo al mismo tiempo en que otro indulto a los genocidas presos -la enorme minoría- o una posible ley que los deje en ventaja para dejar de cumplir sus condenas ahora mismo se fraguaba entre chats armados por el hijo de Jorge “el Carnicero” Olivera, el cura Javier Olivera Ravasi, quien también organizó, con la venia de Patricia Bullrich que abrió las puertas del penal, la visita a los genocidas de diputados y diputadas que se fotografiaron como una gran familia, foto que también generó espanto esta semana, junto con los prontuarios de los visitados. Si hasta el mismo presidente provisional del senado, Beltrán Abdala, se manifestó a favor de un indulto como el que otorgó Carlos Menem a los genocidas. Cómo no sentir estupor.
Mariana Eva Pérez lo relató en primera persona: reconoció a Juan Carlos Vázquez Sarmiento, responsable del secuestro de su mamá embarazada y de su papá, el mismo que la tomó en brazos y la entregó como un paquete a su primo. El tipo estuvo 20 años prófugo, lo reconoció, dice, por un cosquilleo en el cuerpo. Lo reconoció su cuerpo.
Mariana Eva Pérez, como Ángela Urondo, como Raquel Robles o Albertina Carri -entre otres-; son voces que de distintas maneras pusieron el foco sobre las infancias, hijos e hijas de desaparecidos, desaparecidas, asesinados y exiliades durante la última dictadura empresarial militar y eclesiástica. Sobre los modos de apropiación no reconocidos dentro de las familias de crianza, el peso de las mentiras para ocultar el horror aun con las mejores intenciones, las pesadillas después de presenciar el secuestro, las secuelas del silencio o de la propia detención por las horas o los días que fueran en manos de los torturadores.
De esas víctimas se habla poco. Nosotres, y lo digo en primera persona, hemos sufrido no sólo la pérdida de nuestros padres y madres, también las condiciones que ese “limbo” que la desaparición autorizaba. Desde maltratos hasta abusos sexuales intrafamiliares, desde el ocultamiento de los vínculos que teníamos antes del secuestro y desaparición, hasta ser considerades durante larguísimos años niñes o adolescentes conflictivos, expulsades una y otra vez de las escuelas a las que asistíamos. Rebeldes incurables a los que había que disciplinar. Para muchos y muchas de nosotres, encontrarnos en H.I.J.O.S fue volver a vivir, reconocernos unas en las historias de otros, encontrarnos en la fuerza de la rebeldía, de la lucha por la memoria, la verdad y la justicia; apañarnos entre nosotres y hacer también de la vida una fiesta rebelde que encontró en los escraches a los genocidas una forma de justicia social que conmovió a muchas y muchos otros jóvenes a fines de los ’90.
Fernando Albareda tuvo una infancia atravesada por la dictadura, su madre no quiso cuidarlo cuando se puso en pareja con otro policía y él pasó años de hogar en hogar para huérfanos. En el legajo policial de su padre consta que la madre lo delató a la policía. Es un legajo de la dictadura, confeccionado por los asesinos. Pero qué difícil leer esas páginas para un hijo que había sido abandonado y que de todos modos después quiso reconstruir un vínculo con su madre. Nada de esto lo justifica, por supuesto.
Pensar como alivio que al menos esta vez la muerte no fue a causa de una patota policial o parapolicial o una banda suelta que le cree al presidente Milei a pie juntillas que “los comunistas nos atacan” y que serán “aplastados por las fuerzas del cielo” -aunque hablara de Maduro- no es más que acompañar a quienes sí fueron amenazados en un alivio temporal del miedo que atenaza en este contexto político. No hay nada que justificar en el femicidio de una mujer de 74 años. Pero no se puede dejar de leer las huellas de la dictadura y las de este tiempo político en esa escena.
La visita a los genocidas, los planes para liberarlos, la construcción de enemigos ficticios que propone este gobierno, la idea de que la dictadura pasó hace mucho y es hora de reconciliarse -como dijo el propio presidente el 2 de abril, en el acto por los caídos en Malvinas-, sólo buscan avalar el horror y justificar el avance represivo que ahora se está proponiendo con, por ejemplo, detenciones arbitrarias enmascaradas detrás de un supuesto peligro para la democracia -como las del 12 de junio último.
Pero nosotres, desde el campo de los derechos humanos, también desde las organizaciones sociales, los feminismos, los movimientos lgbtiq+; todos los movimientos que ponen la dignidad de la vida en el centro decimos que no. No hay nada que olvidar ni dejar atrás. Al contrario, hay que insistir en abrir los capítulos de crueldad que fundan y hacen posible ésta que sucede ahora, así como el genocidio indígena hizo posible el genocidio de la dictadura. O el genocidio armenio alentó a Adolf Hitler y su plan de exterminio.
Porque de la insistencia, de intentar, fallar e insistir es como se abren las grietas donde podremos colarnos para alguna vez dar vuelta la historia y que sea otra, una que no sea parida solo por la violencia asesina, que sea hecha pensando en que en el mundo nadie se salva en soledad y que ninguna justicia será posible si sigue habiendo mayorías que pasan hambre y a quienes se considera descartables.