Crimen de Lucas González: cómo inventar a un delincuente en tres simples pasos

27 de noviembre, 2021 | 19.00

"La Policía siempre nos mira mal por cómo nos vestimos – dijo con lágrimas en los ojos uno de los amigos de Lucas González a horas de conocerse la noticia de su muerte - salís a la calle y los policías mismos le disparan a los chicos que vienen de jugar a la pelota”. Lucas tenía 17 años y jugaba al fútbol en el Club Barracas Central. Fue asesinado en la vía pública la semana pasada cuando volvía a su casa de un entrenamiento, en un episodio de violencia institucional que involucra, por lo menos, a tres agentes de la policía de la Ciudad de Buenos Aires. Digo por lo menos ya que la investigación está en curso y apunta a desentrañar la complicidad de otrxs miembros de la fuerza con el asesinato y el armado de la escena, arma de juguete incluida. Si bien la bala efectivamente salió de alguna de las armas de  José Nievas, Fabián López, y Gabriel Isassi, el gatillo fue apretado por todo un sistema penal y una estructura política y cultural criminalizadora y reproductora de las violencias.

"Yo les quiero mostrar algo que era el arma de mi hijo. Esto era el arma de mi hijo. Todos sus botines rotos, gastados – expresó Cintia López, la madre de Lucas, mientras mostraba sostenía los botines del menor - Mi hijo no era ningún delincuente. Mi hijo era una criatura. Lo único que soñaba era llegar a primera para comprarme una casa. No saben lo difícil que es buscarlo en mi casa y no encontrarlo". Paradójicamente Lucas fue asesinado a sangre fría, y sin embargo es su familia y su entorno cercano, la que tiene que salir a defender su honor y aclarar que no era un delincuente.

Mientras Lucas agonizaba en el hospital El Cruce de Florencio Varela los medios concentrados salieron al unísono a repetir la información que brindó la policía, con un discurso criminalizador que hacía énfasis en la responsabilidad de los jóvenes, blindaba a los efectivos de seguridad y favorecía al gobierno de Horacio Rodríguez Larreta. “Confuso episodio en Barracas: una persecución policial terminó con un chico baleado y tres menores presos”, tituló Infobae; “Persecución y tiroteo en Barracas: un ladrón fue baleado en la cabeza”, decía Clarín; “Tiroteo entre delincuentes y policía en Barracas: hay un herido de bala y dos detenidos”, en el caso de perfil; “Barracas: un ladrón recibió un balazo en la cabeza tras una persecución y tiroteo”, escribió la web de Canal 13.

Vivimos en un país donde el sistema de seguridad se enciende y habilita a través del prejuicio social culturalmente instaurado. “Mi casa, mi barrio y mi ropa no son un delito", decían varias de las remeras de quienes estuvieron presentes en el acto frente a los Tribunales porteños para pedir Justicia por Lucas.  Nacer negro, nacer marrón, usar gorrita o ropa deportiva, vivir en una villa o un barrio popular, o incluso ser joven en un mundo adultocéntrico, es una condena sin delito. Una profecía auto cumplida que habilita a ser discriminado, criminalizado,  estigmatizado y, eventualmente, fusilado. Esa convergencia discursiva entre los medios y las fuerzas de seguridad puede observarse en las categorías subrayadas que remarcan y la forma de caracterización del conflicto y a sus actores.

El sistema de valores, ideas y pensamientos que conforman nuestro sentido común se maneja por una serie de preconceptos que no quedan en la superficie del pensamiento, sino que operan sobre la realidad y construyen subjetividad. Durante los últimos 20 años, por lo menos, buena parte de los medios de comunicación que responden a los poderes económicos concentrados y el aparato cultural formador de opinión ha trabajado minuciosamente para construir diferentes enemigos o amenazas sociales que alimentan la fragmentación social, la intolerancia, e instalan sentimientos negativos como el miedo o el malestar entre los grupos sociales.

Como explica Nora Merlín en su libro “Colonización de la subjetividad” los medios instalan prejuicios estigmatizantes a partir de dos modalidades: una explícita, como por ejemplo hablar de “negros de mierda”, “pibes chorros”, “villeros”, o incluso las palabras del diputado electo José Luis Espert llamando a “Transformar en un queso gruyere a un par de estos delincuentes”; y una implícita, pero muchísimo más efectiva, que tiene que ver con el tratamiento de temas de agenda en los programas o mesas de debate donde se invita a referentes, expertos, funcionarios y periodistas. Generalmente lo que simula ser un espacio abierto a todas las voces es una máquina de reproducción del sentido común más rancio, donde el análisis se reduce a perspectivas morales y se utilizan palabras clave para comprar minutos de atención de las audiencias: inseguridad, mano dura, delincuencia, baja de la edad de imputabilidad, delincuentes, muerte, violencia, villas, pobreza, etc.

Estos discursos que, alejándose del debate político, se quedan en la plena denuncia de inseguridad y alimentan prejuicios, satisfacen los deseos de odio y venganza. Paralelamente abonan los procesos de estigmatización de los jóvenes pobres y crean las bases necesaria para legitimar políticas públicas excluyentes y fuerzas de seguridad clasistas. Lxs pibxs como Lucas González, Lucas Verón, Luciano Arruga, o Walter Bulacio son la imagen visible de ese estereotipo de sospechoso o peligroso, armado cual rompe cabezas.  La mano dura, el punitivismo, la doctrina Chocobar, y el gatillo fácil no son planteos aislados. Son una respuesta política que funciona como una cortina de humo para evitar poner en discusión problemas como la desigualdad social, la injusticia, la precarización la laboral, la falta de oportunidades y los crecientes niveles de violencia.

Claudia Cesaroni, abogada y referente del Centro de Estudios en Política Criminal y Derechos Humanos, y autora del libro “Contra el Punitivismo” sostiene que el sesgo clasista es parte constitutiva del sistema penal en el cual el proceso de criminalización es la base fundamental que responde a la necesidad de identificar en el colectivo social las conductas que se consideran “peligrosas” al orden social. En la etapa de criminalización primaria, que es el momento inicial de construcción de la norma jurídica, se catalogan las conducta lesivas al orden. En este momento actúan, en complicidad, otras agencias e instituciones formadoras de sentido como pueden ser las instituciones educativas de Derecho y los medios de comunicación, a partir de la construcción de estereotipos delictivos. Se instala un tema, como sucedió con el caso Blumberg en 2004 o la actuación de Luis Chocobar en 2017, y a partir de ello se generan leyes,  medidas o prácticas “reclamadas” mediante la presión social.

Luego la criminalización secundaria, introduce la actuación de las agencias de seguridad estatal, como la policía, para la aplicación de esas normas y la selección de las conductas o sujetos a judicializar. Según Cesaroni en esta instancia “se selecciona literalmente a quiénes se va a ir a buscar, al pibe de la esquina, a los más débiles. La inmensa mayoría de quienes está en cana son los eslabones más rotos del sistema. El sistema judicial actúa desde un claro sesgo clasista, porque esta integrado por personas de un sector social que no son los populares. Frente a eso hay personas que por su clase, género, edad, origen étnico, son particularmente vulnerables.”

"Mi amigo era bueno, era humilde, se despertaba temprano todos los días. A mí no me lo devuelve nadie. Los que nos tenían que proteger le sacaron el sueño a mi amigo, que quería jugar en primera como todos nosotros". La forma de intervención del Estado en los contextos conflictivos expresa una toma de posición que responde a intereses, como en este caso a través del accionar represivo que profundiza la exclusión. La muerte de Lucas dejó muy en evidencia que las fuerzas de seguridad se limitan al ejercicio de la violencia contra un sector de la población "indeseable" construida por los medios.