Premio Fundación Bunge y Born a dos científicos que desentrañan los más ínfimos engranajes de la vida

Son Diego de Mendoza y Natalia de Miguel; el primero descubrió en bacterias un “sensor” que les permite adaptarse al frío y la segunda trabaja en una parasitosis de transmisión sexual 

09 de octubre, 2021 | 00.05

“Me pone muy contento, sobre todo por los premiados de ediciones previas y por la excelencia del jurado; es un reconocimiento importante y un aliciente a seguir trabajando”, afirma Diego de Mendoza. “Fue una sorpresa enorme, ni siquiera sabía que estaba nominada, es muy reconfortante recibir el reconocimiento de los colegas”, exclama Natalia De Miguel. 

De Mendoza y De Miguel son los dos investigadores que recibirán el próximo miércoles el premio más importante que se otorga a científicos argentinos desde 1964, el "Fundación Bunge y Born", y cuya lista de laureados incluye a figuras como Luis Federico Leloir (que fue distinguido antes de ganar el Nobel), el inmunólogo Gabriel Rabinovich, el matemático Víctor Yohai y la ecóloga Sandra Díaz, entre muchos otros.  

De Mendoza nació en Salvador de Jujuy y se educó en el Colegio Nacional de esa ciudad, pero como en esos días la provincia no tenía universidad, se graduó de bioquímico en la de Tucumán. 

Su vocación por la ciencia se despertó en la escuela media. Su papá solo pudo estudiar hasta segundo año del secundario. Su mamá era maestra. “Ninguno de los dos fue universitario, pero respetaron mi decisión –cuenta el científico–. Y después, cuando les dije que me iba a dedicar a la investigación y no volvería a la provincia, también me apoyaron”. 

Sus inicios fueron en el Instituto de Química Biológica de Tucumán, con una beca del Conicet. “Era una época terrible, después del “operativo Independencia”, en la dictadura. No era el mejor lugar para hacer una tesis –recuerda–. Pero por suerte tuve un director que había emigrado de Buenos Aires por la ‘noche de los bastones largos’, Ricardo Farías [que llegaría a integrar el directorio del Conicet]. Tenía una fuerza tremenda y me transmitió el entusiasmo de investigar en la Argentina”. 

Ese trabajo fue sobre endocrinología en un modelo de roedor. Pero cuando decidió ir por un posdoctorado, pensó que le sería más accesible dedicarse a la microbiología. “Cambié totalmente: nunca había visto una bacteria y me fui con mi mujer, que acababa de recibirse de psicóloga, a la Universidad de Illinois –rememora–. Allá permanecí cuatro años durante los cuales aprendí  la especialidad y me interesé por los problemas fundamentales que podían resolverse con microorganismos mucho más simples”. 

Al ver que el país recuperaba la democracia, y dado que  su estadía en el exterior había sido financiada con dineros públicos, quiso volver. “Era la ‘primavera democrática’ y en Rosario había un fermento espectacular –afirma–. Pasaban muchas cosas interesantes, apoyaban a la nueva generación y me ofrecieron un cargo de profesor titular en la universidad. Me quedé, ya llevo 35 años y estoy muy contento”. 

Junto con jóvenes brillantes y deseosos de trabajar, y otros que volvían entusiasmados del exterior para hacer investigación en el país, fundaron el Instituto de Biología Molecular y Celular de Rosario (IBR), que hoy alberga alrededor de 23 grupos de investigación y en el que se desempeñan unas 250 personas. “Somos considerados uno de los mejores institutos de bioquímica de la Argentina”, se enorgullece De Mendoza, que lo dirigió durante 15 años.  

Atraído por los problemas de ciencia básica, en Tucumán había estudiado qué pasaba con la fisiología de las ratas de laboratorio si las colocaba en un ambiente frío y había encontrado hormonas que tenían que ver con su adaptación a las bajas temperaturas. En los Estados Unidos, se concentró en el efecto de la temperatura sobre el crecimiento de las bacterias y al volver, al cabo de varios años, pudo descubrir cómo éstas detectan la temperatura y modifican su membrana plasmática para resistirlas. 

“Estos ‘sensores’ son proteínas que envían señales y dejan de actuar cuando la temperatura es óptima”, destaca De Mendoza. Fue un hallazgo muy importante que no solo le valió invitaciones a varios centros del exterior para dar conferencias y cursos, sino por el que en 2011 le otorgaron durante una década el prestigioso subsidio del Howard Hughes Medical Institute.

Hace unos ocho años, en ocasión de haber sido distinguido con el premio de la Fundación Von Humboldt, de Alemania, De Mendoza viajó por un año al Instituto Max Planck de Dresden. Allí pasó de las bacterias a otro modelo clásico: el gusano Caenorhabditis elegans, que tiene unas mil células y mide aproximadamente un milímetro. “Estoy entusiasmado y, con apoyo de una fundación norteamericana, lo estamos usando para estudiar el rol de los lípidos en la agregación de las proteínas que producen enfermedades neurodegenerativas, como el Parkinson –cuenta–. Como desde hace mucho tiempo se conoce su genoma completo, se pueden desarrollar mutantes y analizarlo en gran detalle”. 

Una grata sorpresa

A Natalia De Miguel la invitación a participar de un zoom en el que le anunciarían que había sido elegida para el Premio Estímulo la tomó por sorpresa. “¡Creía que se habían equivocado! No sabía que era candidata –cuenta–. Estoy muy contenta, porque es un aliento enorme ser reconocida por mis propios colegas y por un jurado internacional”. 

Nacida en Villa Devoto, cursó el secundario en el Liceo Nº9 de Belgrano y se graduó de licenciada en Bioquímica en la UBA, tras lo cual se dirigió al Instituto Tecnológico de Chascomús (Intech, de doble dependencia: Conicet/Universidad Nacional de San Martín) a hacer un doctorado con Sergio Ángel. Su área de interés son los parásitos anaerobios; en particular, las Trichomonas vaginalis, causantes de la enfermedad de transmisión sexual más común después del herpes genital y el HPV. El último reporte de la OMS consigna 156 millones de casos anuales, aunque es una enfermedad subreportada. “Empecé a trabajar en este tema durante mi posdoctorado en la Universidad de California en Los Angeles”, detalla. 

En los hombres, la infección que causan estos microorganismos es asintomática en el 90% de los casos, por lo que funcionan como portadores y diseminadores. En mujeres, solo el 50% tiene síntomas (picor, irritación, secreciones). “Pero –subraya la investigadora– si no son tratadas, muchas veces se vuelve crónica y entonces se asocia con ciertas complicaciones, como infertilidad, cáncer cervical, cáncer prostático, mayor riesgo de contraer HIV y HPV… Además, aunque existe un tratamiento eficaz y económico, se está viendo un número creciente de casos en el que estos parásitos se vuelven resistentes, y no hay una alternativa”.

En el laboratorio, Natalia y su equipo estudian los mecanismos que pone en marcha este patógeno para infectar las células en un intento de entender cuáles son los procesos fundamentales que le permiten adherirse  a las células del hospedador humano, y desarrollar nuevas drogas o vacunas para eliminarlo. 

Hija de dos bioquímicos clínicos (“de hospital”), empezó la carrera pensando que seguiría el mismo camino, pero después de recibirse se anotó con una amiga en un curso de biología molecular. “Ahí me di cuenta de que me gustaba la ciencia básica y tomé el rumbo de la investigación –cuenta–. Cuando terminé la secundaria, no sabía bien qué estudiar. Para mí, el laboratorio era cosa de todos los días. Me daba cuenta de que el trabajo de mi mamá me gustaba, era divertido, pero no sentía gran atracción por la bioquímica. Ahora me encanta, me apasiona”. 

Vicedirectora del Intech, aunque no siente haber tenido dificultades especiales por ser mujer, reconoce que todavía hay diferencias de género. “Basta con mirar los números de los cargos jerárquicos –apunta–: en nuestro instituto hay 18 equipos, pero solo cinco jefas de grupo”, destaca. 

De Mendoza fue premiado por sus aportes científicos y en la formación de recursos humanos. De Miguel, por la originalidad de sus investigaciones, que tienen posibles aplicaciones médicas y veterinarias.