Este 24 de marzo las calles de todo el país se llenarán de personas, organizaciones, banderas y acciones políticas performáticas para gritar, como cada año desde hace cuatro décadas, “Nunca Más” y reafirmar la necesidad de políticas ininterrumpidas de Memoria, Verdad y Justicia. No obstante, el contexto que vive la Argentina bajo el gobierno de Javier Milei, teñido por la violencia, la reivindicación de la última dictadura y la legitimación de los discursos de odio, ha trastocado la histórica jornada convirtiendo una fecha conmemorativa en un hecho político con anclaje actual. El objetivo urgente es sostener la reproducción de la memoria y lograr intervenir en la realidad concreta para evitar que el futuro se parezca cada vez más a la tragedia del pasado. El atentado contra la vida sufrido por una militante de la agrupación H.I.J.O.S. en Rosario, que fue golpeada, abusada y amenazada de muerte a días de la fecha, y la referencia explícita que dejaron los atacantes usando como firma el slogan del partido de gobierno, no hace más que reafirmarlo.
Es que el análisis sobre la realidad, la forma de entender la vida y el mundo de cualquier persona, no es una totalidad aprehensible y evocable. Tampoco lo es la memoria colectiva que siempre funciona de forma selectiva y se compone de una totalidad articulada entre recuerdos, olvidos y matices. Justamente el conflicto vertebral en relación a la última dictadura cívico militar es que la memoria constituye un espacio de lucha simbólica aún en disputa: la forma en que se evoca ese pasado, el resonar del sentido que a éste se le administra, responde muchas veces a las necesidades políticas del presente, una situación social y económica determinada, y está condicionada por los diferentes grupos sociales e instituciones que intervienen en el campo.
Cuando parte del Estado es gestionada por los mismos intereses que apuntalaron un plan sistemático de exterminio para la puesta en marcha de un programa económico devastador, la construcción social crítica sobre el pasado y los consensos que desde hace 40 años se mantienen vigentes corren peligro de perderse bajo el discurso de la “memoria completa”, la “guerra” y los “excesos”. No es menor que rol que juega la figura de la vicepresidenta Victoria Villarruel, nieta, hija y sobrina de militares, quien construyó su carrera justamente encabezando el Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas (Celtyv) con el fin reivindicar a las “víctimas” de los ataques terroristas en los años setenta, y hoy encarna un compromiso real y fáctico con dicho intereses.
Por fuera del organigrama gubernamental, también resulta paradigmático el lugar preponderante que ocupan en el armado político y programático de LLA algunos sectores “civiles”, como los empresarios corporativos y mediáticos encabezados por los grupos Techint y Clarín, que apoyaron y formaron parte del engranaje de poder que hizo posible el genocidio argentino, y hoy son beneficiarios directos de la liberalización propuesta por el mega DNU y el proyecto de Ley Ómnibus. No llama la atención que el plan económico de Javier Milei sea casi un calco de las ideas del denominado Plan Cóndor, impulsadas a nivel local por el ministro de economía de la dictadura Martínez de Hoz y sus 12 puntos fundamentales para liberar al mercado de las garras del Estado.
Mientras tanto a nivel social el ajuste y la fragmentación generan efectos directos en la dinámica individual y colectiva de la vida cotidiana. Tal como ocurrió durante la dictadura, el objetivo del gobierno actual es llevar adelante un proceso de refundación estructural de la sociedad argentina, tanto en términos económico como sociales y políticos. Con este fin se imponen las estrategias de descrédito y deterioro de las políticas sociales y de derechos humanos, mientras se implementan mecanismos de disciplinamiento del conflicto social a partir de la represión a la protesta, la persecución a dirigentes sociales y opositores políticos, la incitación a la agresión, las estrategias de odio orquestadas desde la propia Casa Rosada, y el fomento de la dinámica 'amigo-enemigo' a partir de mecanismos de deshumanización logrando promover la indiferencia y la complicidad.
El hilo conductor que une ambos momentos y nos pone en estado de alerta es el interrogante acerca de esa complicidad social con el dolor y la muerte: ¿cómo es posible la convivencia con semejantes niveles de violencia ejercidos sobre los cuerpos y los discursos? ¿Cuál es el límite de la violencia (si es que lo hay)? ¿A dónde se dirige la mirada ante el sufrimiento ajeno? ¿Por qué aquello se vuelve una realidad aceptable, hasta deseable? ¿Cómo penetra en la sociedad el imaginario de un enemigo a eliminar?
Complicidad, sociedad civil y poder concentrado
Daniel Feierstein es sociólogo, docente e investigador especializado en los Estudios sobre Genocidio y ante la pregunta por la complicidad de la sociedad civil marca un primer límite a tener en cuenta, ya que es un término demasiado amplio como para generalizar: “En principio, podríamos señalar que existió una articulación de la dictadura con sectores fundamentales del poder económico más concentrado, incluso la conformación de algunos grupos económicos durante la propia dictadura. Por otro lado, hubo una complicidad significativa tanto en el aparato judicial como en muchos sectores de la prensa. Eso no quita que hubo también algunos sectores minoritarios que se opusieron o resistieron a las prácticas dictatoriales. Por último, si pensamos en la población general, hubo una graduación enorme de conductas, desde formas de legitimación y delación, formas de silencio (indiferente o muchas veces estimulado por el terror), y también diversas y múltiples formas de resistencia”.
En el mismo sentido el Dr. en Historia Alejandro Jasinsky, considera que la sociedad civil, en medio de las violaciones a los DDHH, estuvo atravesada por distintos actores y sujetos que, en pos de sus intereses, impulsaron determinadas políticas y miradas sobre la sociedad. Además subraya que resulta fundamental identificar a esos actores y beneficiarios, ponerles nombre, para después pensar cómo interactuaron con la sociedad civil e impusieron la visión del terror y de la transformación necesaria. Podemos destacar a las fuerzas armadas, la iglesia, los medios de comunicación y los grandes grupos económicos, que lograron imponer políticas pero sobre todo un sentido común: “La iglesia podría ser mencionada; también la educación, ya que hemos visto cómo las escuelas imponían determinados comportamientos; los medios de comunicación; y en ese combo encontramos a los grandes empresarios que no solo fueron cómplices, en el sentido de ser beneficiarios en términos económicos y sociales en general, sino que además fueron agentes activos de esa transformación”.
De hecho la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, a través del programa de la Red de Justicia, junto con otras instituciones como el CELS, han elaborado múltiples informes que dan cuenta de las prácticas empresariales represivas o violencia empresarial, como el conocido caso de Ford, empresa que instaló centros clandestinos de detención dentro de sus predios. En 2018 se logró la condena a dos exjefes de la planta de General Pacheco en lo que fue un hito en la sanción de la responsabilidad civil con el terrorismo de Estado. El 7% de las personas acusadas por delitos de lesa humanidad son empresarios, encontraron en el gobierno militar y la represión la forma de resolver conflictos laborales y aumentar exponencialmente sus ganancias. Para ello conformaron un sistema de complicidad con el gobierno militar y miembros del Ejército, presentaron listas negras y dispusieron recursos materiales a los militares como autos e instalaciones. La mayoría aún hoy siguen impunes.
La transformación de la trama económica y productiva que impuso la última dictadura, en alianza con las corporaciones, aún funciona como un lastre para las nuevas generaciones y debería ser reconocida como una de las heridas más profundas del terrorismo de estado. Feiersten explica que “el terror deja marcas que operan no solo en aquellos que lo vivieron sino que trasciende generacionalmente en sus hijos, e incluso en sus nietos. Es posible entonces observar distintos conjuntos de secuelas. Las más estructurales se vinculan a la transformación de la estructura económica o del sistema legal. Pero también la desarticulación socio-política implementada a partir de la lógica concentracionaria sigue teniendo efectos en el presente, en formas de renegación de la política o en prácticas individualistas que en muchos casos nacieron como respuesta ante los efectos del terror”. Jasinsky coincide en que dichas secuelas hasta el día de hoy afectan el mundo del trabajo, el mundo de la vida productiva y reproductiva también ya que “tienen que ver con la segmentación social, el deterioro y la precariedad en el mundo laboral, la inseguridad que trae todo eso aparejado para el resto de los aspectos de la vida cotidiana”.
La lógica del exterminio y los mecanismos de realización simbólica
Los gobiernos dictatoriales se plantearon instaurar en la escena social una nueva legalidad y legitimidad basada en el discurso, valores sociales y normas de comportamiento. El denominado Proceso de Reorganización Nacional se propuso generar los cambios necesarios en la legislación oficial con el objetivo de legitimar sus acciones represivas ilegales y evitar posibles juzgamientos en el futuro. Pero al mismo tiempo, pusieron en marcha las estrategias de realización simbólica de las prácticas genocidas que fueron el mecanismo fundamental de la efectivización del plan y sostén ideológico.
Uno de eso dispositivos, que también observamos en la lógica política y comunicacional del gobierno actual, es la construcción de un enemigo al “interior” de la sociedad que debe ser eliminado por su peligrosidad. Es de esta manera que se construye un modelo de eliminación del otro, un modelo negativizante de la alteridad basado en la lógica degenerativa, que inicia con la activación de símbolos existentes en el imaginario colectivo y refuerza los prejuicios latentes en las fibras sociales. Este accionar pasa del plano de lo simbólico al hostigamiento y a la violencia física, desde las instituciones del Estado y la propia sociedad civil. La operatoria consiste en el debilitamiento y el resquebrajamiento de los lazos solidarios construidos entre la fracción negativizada y el conjunto social.
El doctor en Ciencias Sociales y escritor de “La construcción del enano fascista”, Feierstein, encuentra una línea de continuidad entre aquellos mecanismos y las formas actuales (neofascistas) de construcción de un enemigo, pero advierte algunos elementos novedosos a tener en cuenta: “En la versión actual no se busca tanto la paralización de la sociedad y la legitimación del accionar punitivo como la movilización activa de distintos sectores sociales para agredir, insultar, descalificar. A su vez, hay un profundo elemento de aporofobia (odio al pobre) que no se encontraba presente en la dictadura. Por lo tanto, aunque es útil señalar las semejanzas también resulta particularmente importante señalar las especificidades de este nuevo momento de ejercicio colectivo de la crueldad y la violencia”.
Por su parte Jasinsky entiende que los mecanismos de construcción de enemigos son estrategias que se activan generalmente en procesos de altísima conflictividad y crisis social, como lo fue la última dictadura pero también en términos históricos durante las masacres indígenas de fines del siglo XIX o las represiones obreras de 1919-1921: “En otros momentos de la historia han sido los indígenas como enemigos de la nación, la figura del salvaje, y luego el merodeador que se convirtió en haragán, ratero, sublevado, términos utilizados para describir a los enemigos coyunturales que encontraba el Estado en su avance. Después aparecieron los obreros en los años 20’ con la idea del ácrata, subversivo, sedicioso. Todas figuras que además estaban plasmadas, obviamente, en los textos legales, en la Constitución, en las leyes, el Código Penal, etc. Es decir, se construían la herramientas también legales para abordar a ese sujeto problemático. El obrero cuando es militante, se convierte en un obstáculo para la acumulación del capital y ahí es cuando aparece la violencia de los empresarios y del Estado acompañándola”.
Actualmente podemos identificar estas estrategias extremadamente potenciado bajo figuras claves introducidas por el actual gobierno que son “la casta”, “los orcos”, “los marrones”, categorías que se transforman en un estigma social que penetra en los imaginarios de época frente a la imagen de “argentinos de bien”. Pero la mayor perversidad del mecanismo reside en la idea de que ese sello habilita por sí mismo un castigo, un sufrimiento merecido por un “delito cometido”, que no se reduce exclusivamente al mundo de lo simbólico. La humillación, la violencia, el dolor y el aislamiento de este grupo de personas se sostiene bajo el efecto permanente de ideologías de justificación que conjugan motivos políticos, morales, culturales, y sociales que terminan dándole un sentido a este proceso de estigmatización.
La guerra ideológica: el rol de los medios y las redes en la reproducción de violencia
Para comprender cómo los mecanismos del terror y domesticación atravesaron a las personas durante la dictadura es necesario analizar el lugar de la opinión pública como cómplices del régimen y su rol activo en los procesos de producción y circulación de discursos, imágenes e interpretaciones. Los medios fueron manipulados de forma sistemática, por acción u omisión, para la construcción de un discurso de verdad oficial eliminando al mismo tiempo las voces de los “otros” a través de la censura, quedando los lazos de reciprocidad totalmente quebrados. La persecución a medios o a individuos fundaba las bases de un mismo propósito, la “guerra ideológica” que se proponía eliminar lo que los militares y sus aliados civiles denominaban “la subversión”. El poder simbólico de los medios contribuyó a la instalación del régimen por medio de métodos generadores de un consenso social de silencio e indiferencia, y sobre todo de inmovilidad social producto del terror instalado ante el temor a ser considerado o relacionado con la figura del enemigo.
Pero para abarcar la actualidad es indispensable incorporar al análisis el nuevo mapa comunicacional que se vio visiblemente revolucionado por las nuevas digitales y el uso masivo de las plataformas en las últimas décadas. El espacio digital y las redes sociales se ha convertido en herramientas centrales de comunicación política, y son particularmente utilizadas por los partidos de ultra derecha de todo el mundo para difundir argumentarios, agresiones, y ataques sin represalias ni consecuencias legales, y fidelizar a sus simpatizantes.
“El rol de las redes sociales introduce una novedad significativa, fundamentalmente por su capacidad para horizontalizar la violencia. En un mundo hegemonizado por la radio y la televisión, la comunicación era vertical, con emisores centralizados que buscaban irradiar un mensaje masivamente – observa Feierstein - con las redes esas formas se horizontalizan, buscando involucrar activamente a grandes mayorías en la propia producción, ya no solo recepción, de distintas formas de violencia”. En estos contextos es posible la reproducción de los contenidos de odio y violencia por la falta de responsabilidad social y empresarial de la administración de las plataformas.
Además corren con una ventaja vinculada a la misma estrategia comercial: “La lógica algorítmica tiende a maximizar lo peor de cada uno de nosotros”. La provocación desde el anonimato, los ataques orquestados, y la espectacularización de la violencia verbal suele engordar las métricas y por tanto la monetización de estos contenidos.“Al producir hechos con efectos sociales en una acción que aparece como íntima (ya que lo hacemos solos desde nuestro domicilio, a veces incluso de modos anónimos), esto permite que nuestras defensas morales (el pudor, la vergüenza, entre otras) tiendan a ser removidas con mayor facilidad y a que nuestra agresividad gane fuerza y se transforme en casi ilimitada, en particular cuando es estimulada permanentemente desde cuentas bots o usinas de producción de odio”, concluye el investigador del CONICET.