Cristina Fernández de Kirchner volvió a hacer lo que nadie esperaba de ella, cuando nadie lo esperaba. Al veredicto en la causa Vialidad, una farsa maltrecha montada para inhibirla de por vida a ocupar cargos públicos o ser candidata, le respondió con el anuncio de que no va a presentarse para ningún cargo en las elecciones 2023. A partir del 10 de diciembre, en un año y tres días, detalló, no tendrá fueros que la protejan de ir presa.
La resonancia voluntaria con el otro gran renunciamiento histórico del peronismo nos hace entender que la vicepresidenta declina los honores pero no la lucha. El tono de su mensaje presagia nuevas batallas. Ella abandonó hace rato las expectativas de cambiar algo durante este gobierno. Para torcer la historia tiene que ayudar al peronismo a ganar en 2023 y ella, desde hace rato, dudaba si la suya era la mejor carta para jugar.
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Anticipar su decisión puede darle al Frente de Todos el tiempo necesario para generar candidaturas alternativas que lleguen con recorrido a las instancias definitivas, a partir de agosto del año que viene. De todas formas, el peronismo no abandonará el reclamo para que se revierta la condena injusta sobre CFK y ella recupere sus plenos derechos políticos ni la denuncia del esquema mafioso enquistado en los medios y el Poder Judicial.
La primera condena por corrupción contra Cristina Fernández de Kirchner llega en el momento de mayor descrédito de sus perseguidores, la verdadera asociación ilícita en esta historia, cuyos impúdicos pormenores van saliendo a la superficie al ritmo de una interna entre bandos de servicios de inteligencia cuya melodía se parece demasiado a la de la disputa análoga por la candidatura presidencial opositora.
Los propios dirigentes de Juntos por el Cambio admiten en voz alta la naturaleza circular del esquema mafioso que montaron para desguazar la democracia: la maquinaria de hostigamiento político, lubricada con viajes a destinos paradisíacos, cenas opíparas copiosamente regadas y vaya uno a saber qué más, culmina en condenas que se utilizan, a su vez, para esconder, ante la opinión pública, esa persecución.
La constatación del viaje de camaradería y de los delitos que pudieron haber cometido, sin pestañear, los comensales al ser descubiertos, no hará que la maquinaria se detenga ni impedirá que ese círculo siga girando, pero exhibe sus mecanismos. Con una cadena nacional, el presidente Alberto Fernández pudo torcer la indiferencia editorial de los grandes medios involucrados en el escándalo. Con su renuncia, CFK intenta torcer la historia.
Es doblemente grave que esto se conozca en vísperas de un fallo cuya trascendencia sólo va a poder entenderse en meses o en años, con un diario del lunes, pero que --al proscribir, en una causa pobremente fraguada, a la figura política más potente del país, la misma que venía denunciando esa promiscuidad entre jueces, empresarios, medios y funcionarios opositores-- pondrá a la Argentina en una trayectoria nueva, desconocida e impredecible.
Lo que no parecen entender los conjurados es que sus intrigas socavan los cimientos de las propias instituciones en las que constituyen su poder. La confianza de la sociedad en cierta institucionalidad es, en última instancia, el único dique de contención que los pone a salvo de millones de argentinos empobrecidos y despojados a los que ellos mismos les mostraron cómo odiar. La condena a CFK puede hacer que vuele por los aires.
Simulando demencia, la oposición salió a celebrar un triunfo político, no una sentencia judicial. CFK significa, también para ellos, una prenda de unidad, algo que cada vez encuentran menos en otras partes. Cuando se apaga el cassette, las suspicacias están a la orden del día. Todos miran de reojo al de al lado. Están inmersos en una guerrita de mafias contra mafias que tendrá otros capítulos antes de la elección.
El Frente de Todos, nuevamente unificado alrededor de la vicepresidenta, deberá encontrar una reacción acorde a ser el partido en el gobierno. La historia reciente dejó la lección: todo lo que se haga equivale a nada si no se construye una fuerza social por detrás que banque los embates. Es imposible para el peronismo dar la batalla contra la mafia sin un respaldo popular que hoy no existe. Construirlo es la primera tarea.
Ayer se pasó otra línea roja, pero ya se cruzaron tantas, sin que nada cambie, que la metáfora deja de tener sentido. Lo que a esta altura debe quedar claro es que la elección de 2023 tiene otras cosas en juego. El año que viene no solamente se definirá en las urnas el plan económico por cuatro años o el perfil para las políticas de seguridad o la estrategia a la hora de relacionarse con el mundo.
En las próximas elecciones se define si vamos a seguir siendo un país en el que todos los ciudadanos son iguales ante la ley y, como establece la Constitución, gobiernan a través de sus representantes; o si quedará en manos de una casta antidemocrática y antirrepublicana que no da ninguna garantía a los ciudadanos y se reparten el botín en una interna permanente de espías y vueltos entre sus bandas.
Así lo entiende CFK que ayer, arrinconada entre la espada afilada de los poderosos y una pared que ella misma ayudó a construir, decidió patear el tablero esperando que en el revoleo la certeza de una derrota catastrófica se convierta en la esperanza en un triunfo improbable sobre el que reconstruir, piedra por piedra, la autoridad perdida. Costará hacerse a la idea de que esa tarea, titánica, va a estar en manos de alguien más.