Comenzó la vacunación. El esperado paso que despierta la esperanza de un futuro sin pandemia, comenzó hace unos pocos días. La incertidumbre ha sido la clave que acompañó sin descanso a esta crisis sanitaria. Desde el primer día escuchamos, incluso desde las ciencias de la salud, diversas explicaciones sobre el virus y conjeturas respecto al futuro inmediato y en particular acerca de su control. En la era de las comunicaciones las emisiones de mensajes disponen de múltiples plataformas para ser efectuadas logrando que todos podamos, en medidas cuyo peso no es equivalente, ser comunicadores de opiniones, reproductores, críticos. Como ante otros hechos relevantes, durante esta pandemia nos implicado un esfuerzo trabajoso, distinguir opiniones basadas en fundamentos científicos, de aquellas que son meras ocurrencias; para nuestra confusión y para que comprendamos menos lo que fue sucediendo, las últimas poblaron redes, canales de noticias, periódicos y radios. Mujeres y hombres del mundo de la salud, salieron repetidas veces a aclarar conceptos desparramados incluso por profesionales de la comunicación y no solo por aquellos que buscaba notoriedad en las redes sociales. Esas noticias sin argumentos, quizás en el filo de fake news, impactan necesariamente en nuestras subjetividades. Sin base estadística, he escuchado a personas mayores que terminan asustadas ante informaciones temerarias emitidas desde la TV, en ocasiones ante noticias reales, pero también de las otras.
La última escalada de esta pelea por la palabra trepó hasta las vacunas. El combate muestra varias caras que bien pueden ser complementarias pero también contradictorias. Por ejemplo: “No está comprobada la eficacia de la vacuna Sputnik V” Acto seguido “no alcanzan las dosis recibidas de la vacuna Sputnik V” ambas pronunciadas por la misma persona. Se graficó muy bien en este twit. Esto que parece incomprensible tiene sus argumentos y su tradición. Todos recordamos los choques entre la ciencia y la religión en épocas de la Inquisición cuando algunos descubrimientos científicos eran leídos en clave exclusivamente religiosa y considerados herejías, es decir contrario a la doctrina cristiana, en aquellos casos. Hasta que ciencia y religión formaron campos autónomos, esas condenas continuaron. Algunos siglos después, Charles Darwin, también sufrió condenas por su teoría de la evolución de las especies. Pero ni aun con esa diferenciación, la cuestión terminó. En el siglo XIX abundaron los casos. Hace meses en esta misma columna, me refería a la historia de Ignaz Semmelweis: sus descubrimientos acerca de la necesidad de la asepsia fueron ignorados y criticados por la comunidad científica de su época. También ridiculizaron al meteorólogo Alfred Wegener quien a principios del siglo XX, afirmó que alguna vez los continentes americano y el africano habían formado una sola masa continental. El último de esta breve lista: los médicos australianos Robin Warren y Barry Marshall descubrieron que una bacteria, y no el stress, era la principal causa de las úlceras gastroduodenales. Como nadie les creía, uno de ellas se tomó una solución que contenía la bacteria, y así confiaran en su descubrimiento. Como se ve, no hay un camino definitivo para los avances científicos sino que también requieren de la construcción de un consenso social. Pero también sucedieron casos inversos y en nuestro país podemos recordar uno. A fines de los 80, se conoció a través de los medios masivos de comunicación un tratamiento contra el cáncer que se aplicaba en Argentina denominado Crotoxina. Las investigaciones científicas posteriores confirmaron que el tratamiento no era efectivo, pero hasta tanto, la difusión sin demasiado rigor dada a través de los grandes medios, generó una demanda del tratamiento por parte de miles de personas que padecían la enfermedad y abrigaban con él una esperanza. El Ministerio de Salud de Rául Alfonsín, fue duramente criticado por negar el acceso al mismo. Creencias, investigación, expectativas, todo se cruza en realidades críticas y complejas. En estos días parte de la oposición y la prensa hegemónica decidieron que la vacuna Sputnik V, denominada por ellos “vacuna rusa”, no calificaba como herramienta médica contra el COVID-19. Los argumentos se balancean en la falta de pruebas científicas, la ausencia de testeos suficientes, pero también que hasta ahora solo se aplicara en nuestro país y Venezuela e incluso el nombre elegido que la volvía poco confiable. Se propusieron restablecer la Guerra Fría, esta vez en clave sanitaria. Más allá de si otros laboratorios influyen en la construcción de estas noticias, no cabe duda que el peso del imaginario occidental y americano, sigue contando con un notable consenso en nuestras sociedades. En algunos países de la región, donde la Sputnik V no será comprada, es notable el debate mediático señalando “sus males”. Por eso parece importante mencionar que la construcción del discurso no se ancla exclusivamente en el rechazo a las vacunas aunque lo contiene. Escuchamos críticas a las vacunas, a una vacuna en particular o al modo de aplicación de esta (se discutió esta semana que quienes aplicaban la dosis no utilizaban guantes). El discurso procesa todo ello junto aunque por momentos suene contradictorio, porque es el discurso del rechazo, es la condena al populismo vacunando. Lo pronunció un periodista del grupo Clarín esta semana: “quieren vacunar para mostrarlo en la campaña electoral”. Contradictorio y débil en argumentos se parece más al ruido que a la construcción política. Cuando tengamos las dosis en cantidad para vacunar a la mayoría de la población, ¿habrá resistencia a vacunarse? ¿Sucederá como les pasó a aquellos científicos condenados?