Un operativo de poder

06 de agosto, 2022 | 20.05

¿De qué trata la política? La política trata del poder. Puede ser el poder de la patria, el poder de la clase, el poder del estado…Pero es el poder. Maquiavelo fue el que lo estableció en nombre de la modernidad, de la república, de la libertad, lo que le valió ser colocado en el lado contrario al pensamiento vaticano de entonces, que pretendía la superioridad de la fe sobre el poder: la fe puede intentar dominar ideológicamente al poder, lo que no puede es ocupar su lugar.

Nada parece tener que ver esta disquisición con lo que nos preocupa y nos urge a las argentinas y argentinos en estas horas. Asistimos todos los días a acontecimientos cuyas huellas históricas (para bien y/o para mal) serán muy profundas en nuestra historia. La acción se sobrepuso a la duda, el reconocimiento de la situación a su disimulo, la decisión a la especulación “ideológica”. Y en esa circunstancia hemos conocido amistades de las que nada sabíamos y enemistades absolutamente desconocidas … (o más o menos). Para el pacaterismo de la corrección política eso es falsedad, traición, vaciamiento de la política en aras de obtener poder. Ese es un lenguaje “moralmente” elogiable, pero eso no es política. Política (me remito a Schmidt para no pecar del intento de inventar lo que ya está inventado) supone poder. No solamente “proyectos”, “programas”, “ideas” sino poder.

Y lo que está en juego en Argentina es el poder. Claro, el poder es “programa”, es “rumbo”, es “destino” … Pero no puede terminar en ese punto. Al mismo tiempo que la enunciación de sus propósitos, está obligado a poner en discusión las estrategias y las tácticas que puedan conducir a la meta. Como no estamos hablando de la política en general, sino pensando y sufriendo la etapa actual de la nuestra, de la argentina, hay que decir que la lucha por el poder no tuvo en los últimos casi ochenta años una expresión tan intensa entre nosotros. Desde las plazas reivindicatorias del genocidio hasta el show lastimoso de la persecución mediático-judicial a la ex presidenta, nada deja ninguna duda de lo que se está disputando en estos días entre nosotros. El problema del poder está entre nosotros en su forma más cruda y más intensa. A las izquierdas, y hoy a los populismos, les ha tocado la función (la pretensión) de construir ideas que sirvan como fuente de “legitimación” a la de por sí legítima voluntad de poder. Y esas ideas están siempre expuestas al peligro de la manipulación, del uso de los hechos de modo que, invariablemente, confirmen la propia voluntad de poder.

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Pensemos en lo que ha pasado entre nosotros en las últimas horas. La irresponsable y golpista renuncia del ex ministro Guzmán habilitó una gravísima crisis de Estado. No es para menos, el funcionario renunció públicamente sin adelantarle su decisión a la persona que le había encargado tan importante función política. Tuvo suerte Guzmán:  en nuestras democracias los castigos a esas deslealtades contra el estado son funcionales y enmarcados en la legalidad. En otras circunstancias estos gestos no son tratados de modo tan circunspecto. El mundo que estamos habitando es el que nace con la renuncia del ministro. Esa renuncia habilitó todos y cada uno de los cuestionamientos que desató su gestión (o la última parte de la misma), de modo imprevisto y probablemente no querido habilitó una crisis y la consecuente transformación en el interior del gobierno del frente de todos.

Las intervenciones del nuevo ministro de economía no entrañan ningún argumento potente diferente a los que se fueron utilizando durante el gobierno de Alberto Fernández para justificar sus políticas. La novedad de Massa no está sustentada en el famoso “programa” por el que rezan de día y de noche los opinólogos del régimen. No hay un programa, hay un intento de establecer una lucha por el poder. ¿Está totalmente claro el sustento de la justificación de esa lucha por el poder? No, en absoluto. Más bien todos los indicadores aconsejan ser muy sensatos y prudentes (más de lo que se hace desde algunas sobreactuaciones internas) respecto del sentido en el que el ministro piensa el futuro de nuestro país. 

El “operativo Massa” acordado por el trío Alberto-Cristina-Massa es un cambio cualitativo de la escena política argentina. Supone la decisión de aceptar condiciones “inaceptables” del FMI, adoptándolas como medidas propias, antes de que la dinámica de la crisis económica estalle en el corazón del poder político y habilite engendros institucionales como los ocurridos en algún país vecino de importancia estratégica en términos regionales y geopolíticos. La emergencia de Massa es una respuesta dramática al proceso destituyente que se enunciaba a los gritos en todos los centros de difusión del poder económico concentrado. Por lo tanto, no hay demasiado espacio para un paréntesis conciliador de la política argentina. El espacio que realmente se ha abierto es el de la búsqueda común de una hoja de ruta capaz de reproducir el poder político-electoral aún comprendiendo en profundidad la levedad de ese acuerdo político.  En el Frente de Todos, ese[1]  espacio se ha achicado visiblemente: no parece una línea adecuada aplaudir incondicionalmente a un líder social en tanto comparte -parcialmente y a disgusto- las políticas oficiales y designarlo como factor de desestabilización cuando las pone en entredicho.

El frente de todos ostenta -tal vez inmerecidamente- la condición de “lo otro” en Argentina. Lo otro en términos históricos nacionales, lo otro en materia de distribución del ingreso y generación de espacios de igualdad social cada vez más amplios, lo otro, también, en términos de calidad institucional y respeto del estado de derecho. Hay que asumir que lo que se discute en Argentina es la cuestión del poder. Y cuando de eso se trata, resulta crucial la construcción ideal de la diferencia principal. No se trata de la sociedad justa en términos de deseo utópico. Se trata del punto más alto que pueda alcanzarse en la resistencia al plan -cada vez más clara y más explícitamente presentado- de los principales voceros de la oposición.

El operativo de poder puesto en marcha por el Frente de Todos es una excelente noticia. Su mejor virtud es la de suspender radicalmente una polarización interna que avanzaba alegremente hacia el abismo y situar en su lugar lo más elemental de una decisión política: la voluntad de ejercer, defender y multiplicar el poder. En el centro de ese ejercicio ha quedado una fracción electoralmente muy minoritaria del Frente. Una fracción que, sin embargo, ha establecido una táctica clara y determinada, una frase política que se funda en el más schmitiano pragmatismo político. Para quien esto escribe, esa fracción está históricamente comprometida -más de lo que sería de desear- con un diseño del futuro del país demasiado anclado en las moribundas certezas globalistas de la década de los noventa y demasiado cerrado a las nuevas -y dramáticas- realidades actuales. Pero igualmente se valora y se aplaude la decisión de unir fuerzas heterogéneas contra la amenaza central de la política argentina que es el liso y llano sometimiento de la oposición de derecha a los designios más totalitarios del imperio en su decadencia.