Dijo Borges en 1944: “El nazismo adolece de irrealidad…Es inhabitable: los hombres sólo pueden morir por él, mentir por él, matar y ensangrentar por él. Nadie, en la soledad central de su yo, puede anhelar que triunfe. Arriesgo esta coyuntura: Hitler quiere ser derrotado… de un modo ciego, colabora con los inevitables ejércitos que lo aniquilarán…”. Me apareció este párrafo pensando no en la Alemania nazi sino en mi país. En una situación inédita y hasta impensada hasta hace poco tiempo: el florecimiento del negacionismo frente al terror de estado entre nosotros tiene una gravedad que con frecuencia no queremos ver. No equivale a la indiferencia y tampoco, incluso, al acuerdo con el que muchas personas que estaban entre nosotros contemplaban la criminalidad del terrorismo de estado durante la última dictadura. Aquel sentimiento era vecino de la indiferencia. O de la negación de los crímenes como un modo en que cada cual seguía “haciendo su vida”. El negacionismo de hoy es muy diferente…
Suceden rápidamente las cosas en este tiempo que vivimos. El país -y principalmente su ciudad capital- ha asistido a escenas tremendas de violencia, de terror policial, de bandas de facinerosos que construyen un lenguaje de amenaza y lo difunden con entera libertad. Hubo el intento de matar a Cristina Kirchner. Estuvo precedido de la injustificable persecución policial a personas que solamente querían transmitirle a ella su apoyo y su amor. Y fue proseguido por una actuación judicial que ha negado el tratamiento de datos que son de público conocimiento, como el del vínculo evidente entre quienes planearon la violencia contra su persona y empresarios relacionados con Macri y con el PRO y figuras con cargos importantes en su gobierno como Patricia Bullrich y Gerardo Millman. La señora jueza Capuchetti no quiere esclarecer y juzgar el atentado, de otro modo no querría eludir el vínculo manifiesto entre el acontecimiento y la financiación mafiosa de sus ejecutantes.
Hay un regodeo público y ostensible de la derecha con los criminales que atentaron contra Cristina. Y hay también un marco judicial que rodea el episodio y que ilustra de modo inédito el carácter partidista (en realidad faccioso) de los núcleos hoy más influyentes en ese poder: la guerra contra el peronismo ha perdido hasta el más elemental sentido del rigor jurídico. La escalada es tan intensa y permanente que ha dejado casi totalmente de sorprender. Es una guerra contra el peronismo en el sentido de la experiencia de los trabajadores y el pueblo, lo que no niega que haya muchos que dicen reconocerse en sus símbolos y, sin embargo, trabajan claramente a favor de esa “gran alianza” político-electoral que promueve públicamente el embajador de EE.UU. en la Argentina: una alianza que ya Macri quiso construir en la primera etapa de su gobierno. Claramente, ese no es el contenido histórico real de la experiencia peronista.
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Pero el problema principal no es la avalancha desinformativa y violenta a la que casi nos hemos acostumbrado: es la habitualidad, la naturalidad con el que esa prédica es admitida como un “discurso entre otros discursos”. El negacionismo del terrorismo de estado no se esconde pudorosamente como a principios de la década del ochenta del siglo pasado: se considera como un blasón para comunicadores ambiciosos de fama y de plata, así como en candidatos políticos que, según las encuestas “miden” bastante bien. En el discurso bajo la lluvia en homenaje a un nuevo aniversario de la asunción de Néstor Kirchner, CFK volvió a hablar del pacto democrático de 1983. Es un pacto que nunca se firmó, pero cuya existencia entre nosotros es indudable desde entonces. Sería, por ejemplo, discutir políticamente si la salida política institucionalmente ordenada y relativamente pacífica de la crisis de 2001 (hubo muertes y violencia, pero no una caída del régimen democrático) no tuvo como soporte espiritual la realidad de un pueblo que ni aún en su peor crisis social quiso volver al terror y la muerte.
La cuestión de la violencia política se ha reinstalado en Argentina. Y junto con esa decisiva cuestión ha revivido el recurso a la manipulación de las instituciones democráticas contra la vigencia del estado de derecho. Ya hubo dos provincias que no pudieron votar sus autoridades en el día previsto, por una decisión de la Corte Suprema que es el punto más alto del ataque a la Constitución -entre los muchos que han ocurrido-. Lo más difícil de la situación es la dificultad de encontrar un punto de apoyo para salir de ella. En realidad, lo único que podría sacarnos de este abismo es la idea de un amplio acuerdo político-social-mediático que Cristina viene proponiendo desde hace ya algunos años. No se puede ocultar que el peronismo recibe la propuesta de la líder más con una disimulada aprobación que con el entusiasmo que demanda una militancia estratégica a favor de su implementación.
Tal vez, el camino sea llevar la propuesta política al centro de la disputa electoral. ¿Cómo poner una cuestión como ésta en el centro de la campaña, mientras la inflación sigue devorando las expectativas y el consumo concreto de millones de argentinos y argentinas? Después del discurso de CFK el 25 la pregunta podría modificarse: ¿Cómo se sale de la crisis de la deuda, se enfrenta la irrealidad de la propuesta del FMI hoy vigente, cómo se construye un dispositivo masivo de revisión del estado de cosas nacional sin ese acuerdo? ¿Es cierto que al empresariado cada vez más concentrado le conviene el statu quo alrededor de la letra actual del acuerdo con el Fondo? ¿Será cierto que le conviene el descontrol de los precios, la volatilidad de las instituciones estatales sin herramientas eficaces para establecer un mínimo orden, el dolor creciente de muchos millones de argentinos y argentinas?
Habría que hacer un ejercicio historicista. Volver al discurso de Perón en la Bolsa de Comercio en 1944. Allí les dijo a los grandes empresarios de entonces: nosotros queremos que ustedes crezcan, que ganen mucha plata, porque eso fortalece a la nación en tiempos peligrosos como eran los del fin de la segunda guerra. Y para la fortaleza de la nación, lo otro que hace falta es el mejoramiento de la vida de los trabajadores. Porque ese es el único contexto imaginable para la paz social: trabajadores bien remunerados, con buenas condiciones laborales, con fuertes sindicatos que los defiendan. Así tiene que crecer el empresariado y el país en su conjunto.
Pero la idea repetidamente formulada por Cristina, en el espíritu de ese discurso de Perón, tropieza con todo tipo de negativas. Y sobre todo de indiferencias. Se sobrepone la supuesta inevitabilidad del estancamiento de cualquier cosa que merezca llamarse “diálogo político”. Lo más preocupante es cómo se ha establecido este ánimo en sectores fuertemente impactados por el liderazgo de la vicepresidenta. Para muchos, “en lugar de diálogo hay que generar lucha”. Parece un argumento muy fuerte “y muy peronista”. Sería así si nos olvidáramos del discurso al que recién hacíamos mención. Si nos olvidáramos también del regreso del general en 1973. Del pacto social, de los acuerdos entre empresarios y trabajadores de entonces. Contra esa referencia surge la “refutación” por su fracaso, por la conjura del empresariado concentrado y expresado por la Asamblea Gremial de Entidades Empresarias de entonces. En última instancia por el triunfo del plan de desestabilización y del golpe de marzo de 1976. Totalmente cierta la objeción, aunque también habría que sumar como razones del fracaso y de la catástrofe que lo siguió, a una idea fantasmática de la revolución, una idea basada en la voluntad y en el poder “sanador” de las armas.
Todo el discurso de CFK en la Plaza del último jueves constituye una estrategia política para el tiempo inmediato que nos espera. Una estrategia que aprende de la historia. Que está muy atenta a los peligros y oportunidades frente a los que estamos. Habló del programa, de los actores, de los tiempos, de las enseñanzas de la propia experiencia. Ahora viene la lucha por instalarlo con fuerza y llevarlo al triunfo.