La pregunta, simple y directa, surgió de las entrañas de los sucesos vividos esta semana. El propio presidente de la Nación consideró necesario contestarla con una negativa categórica que invita a reformular el interrogante: ¿qué está pasando entonces con nuestra democracia? En efecto, una serie de hechos recientes impiden evadirse de la sensación de que algo está ocurriendo ante nuestras narices, aunque no alcancemos todavía a conceptualizarlo:
-El ex presidente Macri saludó una movilización política organizada en plena pandemia, contrariando todos los pedidos oficiales, incluso de parte de funcionarios de su propio partido, para que la ciudadanía mantenga el aislamiento social.
-Figuras centrales de la oposición política acusaron al gobierno de golpe institucional y de avasallamiento a las instituciones, mientras su bloque en la Cámara de Diputados buscó boicotear el funcionamiento del Congreso.
Este contenido se hizo gracias al apoyo de la comunidad de El Destape. Sumate. Sigamos haciendo historia.
-Malas señales en la región: Evo Morales y Rafael Correa fueron inhabilitados como candidatos en las próximas elecciones en Bolivia y Ecuador, respectivamente. Se repite así el patrón ya experimentado en Brasil, con la proscripción judicial de Lula.
-El reclamo gremial policial escaló a niveles de gravedad pocas veces visto, especialmente mediante el asedio a la Quinta de Olivos y a la residencia del gobernador bonaerense en pleno centro platense.
¿Es forzado ver elementos comunes detrás de estos acontecimientos? O mejor dicho, para evitar encarrilar la reflexión en teorías conspirativas,¿qué nos dicen estos episodios sobre las tendencias políticas de nuestro país?
En primer lugar, que podemos hablar dela existencia de una versión criolla de la derecha extrema que vemos actuar en Estados Unidos, en Europa y en distintos países de América Latina. A diferencia de otros momentos históricos, no se trata de minorías marginales, sino que contactan con fenómenos subjetivos de mayor alcance: los discursos de odio, asentados en la construcción de muros simbólicos al interior de las propias sociedades; la percepción de un presente hostil y en decadencia, un pasado evocado con nostalgia y un futuro anticipado con temor; la criminalización de los grupos más vulnerables, la ruptura de los lazos comunitarios, la entronización del individualismo meritocrático; la mezcla explosiva de fundamentalismos religiosos con rechazos a la racionalidad científica y a la oleada feminista que está redefiniendo las relaciones entre los géneros. Sus rasgos nativos se expresan en el empalme con el “pueblo antipopulista” que se encuentra en estado de movilización desde 2008 en nuestro país. Fenómenos radicalizados que se ubican en un delicado borde del juego democrático. ¿Puede desembocar este proceso en que, para estas miradas,la democracia finalmente se convierta en un significante más de ese “orden progresista” contra el que se levantan?
En segundo lugar, que una parte de la dirigencia opositora está decidida a representar a estos sectores radicalizados. Más allá del rechazo que se pueda sentir, es preciso asumir que esa opción responde a una racionalidad. En efecto, se trata de consolidar el lazo representativo que une a Juntos por el Cambio con estos sectores activos y movilizados, ante la competencia por derecha que representan alternativas más pequeñas pero más homogéneas y decididas: también la derecha tiene sus “troskos”. Por lo demás, la experiencia de Unidad Ciudadana en 2017 dejó la enseñanza de que, en una sociedad polarizada, la intransigencia paga más que el dialoguismo. No parece descabellado el cálculo de que ya habrá tiempo más adelante, entre 2021 y 2023, para pensar en armados más amplios que puedan disputar el centro político para construir mayorías. Sin embargo, que esta opción tenga una racionalidad no quiere decir que no pueda abrir escenarios de gran incertidumbre para el país. Al contrario, ante el agravamiento de la situación económica y social es de una gran irresponsabilidad estimular los discursos de odio y quemar las naves del diálogo democrático. Apostar a “cuanto peor, mejor” resulta temerario y sus consecuencias para la democracia argentina son imprevisibles.
En tercer lugar, que es explícita la apuesta del gobierno nacional por enfrentar a esa fracción de la oposición y buscar algún tipo de acercamiento con su ala dialoguista, atenta a seguir buscando el centro político, que llamativamente también está conducida por otro sector del PRO. Pese a todos los reveses y las agresiones, el gobierno sostiene un discurso de apertura y de búsqueda de consensos, mientras intenta avanzar con su programa de gobierno. Al menos por ahora no parece haber opciones mejores. No solamente por conciencia del peligro de deterioro institucional que depararía en este contexto un enfrentamiento en toda la línea, sino también por las dificultades que traería para avanzar en su objetivo central: reconstruir el país tras el efecto de la doble crisis que estamos sufriendo. El peor escenario posible para el gobierno es el de un empeoramiento económico sostenido en el tiempo, donde serían mucho más desfavorables las correlaciones de fuerza para negociar los términos del nuevo contrato social que pregona el Frente de Todos desde sus inicios.
De más está decir que el panorama resulta preocupante porque del éxito de la política del gobierno depende ponerle un límite al crecimiento de los discursos de odio y a sus representantes políticos, en medio de una sociedad duramente castigada, de la que es esperable que sigan emergiendo focos de conflictividad de alta intensidad. En este sentido, ¿por qué no pensar que el acuerdo económico, social y productivo también puede concebirse como un acuerdo democrático, capaz de fortalecer la institucionalidad democrática como ámbito común de resolución de diferencias?