Los rumbos de las fuerzas políticas no los determinan los deseos ni los proyectos de sus actores más encumbrados; se definen en la lucha por el poder. El ejemplo más cercano y de mayor alcance histórico de esto fue la emergencia de la figura de Néstor Kirchner en 2003, en el interior de un peronismo dividido y una sociedad sublevada contra la política de entonces.
Néstor llegó a esa circunstancia como un aliado “menor” de Duhalde en el interior de un partido internamente dividido y golpeado por la crisis general de la política de entonces. No puede considerarse muy “normal” que después del final desastroso del gobierno radical de De la Rúa y el estado de movilización popular que le dio marco a una “transición” a cargo del entonces senador nacional desembocara en una suerte de “gobierno de transición”, cuyas dos figuras centrales serían el propio Duhalde y el jefe histórico del radicalismo, Raúl Alfonsín. La sociedad argentina y su “clase política” de entonces encontró una orientación en medio de una crisis que lucía ingobernable. Se salió con elecciones, con ballotage y en paz…
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Vaya esta referencia como una convocatoria (moderada y para nada serena) a pensar el futuro inmediato sobre la base de lo que fue una viga maestra de la política argentina de los últimos cuarenta años: la defensa del “pacto democrático” -nunca firmado como tal pero existente y exitoso desde la salida del atroz proceso dictatorial de 1976. Dicho sea como de paso, la libre y alegre circulación de la reivindicación del terrorismo de estado por parte de la segunda autoridad política, la vicepresidenta Villarruel, es un hito histórico: nunca había ocurrido hasta estos días, todo un síntoma de la gravedad potencial que adquiere el drama político argentino. Sería muy bueno que, dentro de la ley y a través de formas lo más pacíficas posibles, quedara afirmado (en algún momento no lejano) que el terrorismo de estado es el nombre del momento más oscuro de nuestra historia nacional. Que ninguna reivindicación de esa inédita criminalidad estatal puede integrar el terreno de los recursos políticos posibles entre nosotros.
Volvamos: reafirmado el pacto democrático hay que pensar cómo se sale de este momento políticamente oscuro de la nación, entendido por tal no el triunfo de tal o cual fórmula electoral, sino la revisión de todo nuestro pasado desde el prisma de cierta doctrina sectaria “ultra-neoliberal” que el actual presidente difunde dentro y fuera de nuestras fronteras. Es una “suerte”, dentro de tanta desgracia, que el pueblo argentino esté viviendo la experiencia del rumbo al que esa anti utopía necesariamente lleva. Los números de pobreza e indigencia recientemente publicados son terminantes: el anarcocapitalismo es el rumbo del país hacia el estancamiento nacional y el sufrimiento del pueblo.
Este podría ser un buen punto de partida para entrar en la discusión político-electoral. Sin el prejuicio de que hablar de elecciones significa desentenderse de la tragedia social y política que nos envuelve. En la discusión del peronismo sobre su futuro inmediato aparecen ciertas claves de nuestro presente político y de cómo enfrentarlo. Por lo pronto, habría que evitar la fácil salida de la anti política: “no hablemos de elecciones porque lo urgente es hacerse cargo del drama social”.
Bajo ese supuesto “populismo antipolítico” se cede el terreno a la pretensión de “pensamiento único” que el anarcocapitalismo (especialmente en la delirante interpretación de Milei) nos ofrece. Por el contrario, las elecciones próximas son un núcleo central de una política popular-democrática; ningún programa por preciso y fundado que sea o que se auto perciba, puede reemplazar la mirada política. Es decir, la conciencia de los rumbos políticos que puedan sacarnos de la derrota y la frustración y ponernos en el camino de una recuperación histórica.
La movida de Cristina en la dirección de jugar un rol presente e intenso en el proceso que se abre es una noticia positiva fundamental (por supuesto como a toda “noticia positiva” habrá que verla andar, habrá que considerarla en la experiencia política que nunca está predeterminada). Por ahora, las consecuencias están envueltas en todo tipo de conjeturas, pero claramente la cuestión fundamental es cómo se compagina hoy la centralidad política de Cristina con una estrategia inclusiva -dentro y fuera del peronismo- y con la capacidad de construir una deliberación política democrática en un terreno -las elecciones internas de un partido- con las necesidades políticas urgentes del país.
De entrada, aparecen los nubarrones propios de las desconfianzas que el PJ -como todos los partidos políticos- lleva en su interior. Para decirlo sencillamente: la mirada atenta prevenida del intento de obtener ventajas por parte de quien tenga “la lapicera”. No hay recetas válidas para esta cuestión. Pero está claro que desde ahora mismo deben establecerse reglas de juego que generen confianza y amplíen la participación (partidaria y popular). La premisa básica es que la figura de Cristina sea protegida (y autoprotegida) de la presunción de las ventajas tácticas que esa lapicera pueda proporcionar (o, incluso, prometer).
La ex presidenta es la peronista que tiene la estatura histórica y la capacidad para liderar un proceso de esta complejidad y que arrastra estos riesgos. Cristina está obligada a separarse de su rol “partisano” en el interior del peronismo (lo que en última instancia no es posible). Su rol interno en el partido la habilitaría para ejercer un liderazgo interno que pueda ser aceptado y respetado por todos y funcione como garante de efectividad en la acción. Acaso la dificultad más importante para ese difícil ejercicio esté en el propio interior de su alineamiento interno: cualquier sospecha de parcialidad en la máxima conducción restaría oxígeno a esta compleja operación. Sería bueno conseguir una inteligente administración de las palabras y de los silencios.
La unidad deseable del peronismo podría ser la amalgama del reconocimiento de las relaciones de fuerza (los votos previsibles de cada sector) y el esfuerzo porque todos “queden adentro”. No es imposible, porque en la política, cuando es democrática, las relaciones de fuerza están siempre en tensión y en discusión (el que hoy es segundo mañana puede ser primero si hace bien lo suyo).
Además, Cristina no es hoy solamente una dirigente peronista: es una figura de Estado. Por eso su figura puede ocupar un rol “trans partidario” que consistiría en expresar el peronismo de tal manera de hacer avanzar el proyecto de unidad en su conjunto. Estamos ante una gran oportunidad para el campo popular