Puntos de no retorno. Decisiones muy difíciles o imposibles de revertir una vez que se implementan. En la Argentina tenemos una larga experiencia con ellos. Un ejemplo, reciente, fue el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional. Decidido por Mauricio Macri, sin consulta parlamentaria, condicionará al país durante décadas, independientemente de la voluntad popular de esta generación y de la próxima, restringiendo las posibilidades de estabilización y desarrollo de la economía.
Hay cosas peores. Están a la vuelta de la esquina. La experiencia reciente en la región demuestra que la más grave de las amenazas que hacen sombra sobre las sociedades que habitamos América Latina es la expansión del narcotráfico, que avanza en el control de los territorios que conquista dejando tras de sí un rastro de sangre. La realidad cotidiana en Rosario, donde la situación no ha hecho más que agravarse año tras año, nos sirve para experimentar el horror en primera persona.
En esa ciudad, la tercera más grande del país, se vive bajo un régimen de violencia narco desde hace más de una década. Problema que no encontró solución en manos de ningún signo político. Gobernaron la ciudad socialistas y radicales; la provincia socialistas y peronistas; el país peronistas y el PRO. La situación no hizo más que agravarse. En 2022 se registraron 284 asesinatos violentos en el Gran Rosario. Solamente en enero hubo 24 más. Y otros 10 en los primeros días de este mes.
Esas cifras implican una tasa de homicidios superior a los 20 casos cada cien mil habitantes. Eso significa entre cuatro y cinco veces más que en el conurbano bonaerense y seis veces más que en Córdoba. Lo cual da cuenta de la gravedad de la situación santafesina pero también de que todo puede empeorar mucho en el resto del país en caso de que no se tomen las medidas adecuadas para evitar la expansión del narcotráfico. El problema es que todo parece indicar que, por el contrario, se tomarán las peores posibles.
Esta semana encendió una luz de alarma la designación como nuevo jefe de la policía santafesina a Claudio Brilloni, un gendarme retirado muy cercano a la exministra de Seguridad, Patricia Bullrich. Justo cuando Bullrich, precandidata presidencial del PRO, hace campaña prometiendo la intervención de las Fuerzas Armadas en la lucha contra el narcotráfico. Eso no solamente va en contra de la legislación argentina y de lo que queda del consenso democrático, sino que es, lisa y llanamente, una invitación al infierno.
La utilización de fuerzas militares para combatir el narcotráfico no tiene un solo caso de éxito a nivel mundial. Por el contrario, en cada país que se implementó, esa medida significó un recrudecimiento agudo de la violencia, el empoderamiento de las organizaciones criminales, la expansión territorial del conflicto a lugares donde antes no había llegado y la corrupción y desinstitucionalización de las propias FFAA. Pero además es una puerta que, todavía, nadie sabe cómo cerrar.
En Colombia, medio siglo más tarde, todavía sufren las secuelas de su guerra interna, un conflicto a varias bandas protagonizado por carteles de drogas, guerrillas de izquierda, el ejército regular colombiano, organizaciones paramilitares de ultraderecha y militares de los Estados Unidos. Diversos cálculos ubican la cantidad de víctimas fatales bien arriba de las 200 mil personas. El gobierno de Gustavo Petro tiene entre sus principales desafíos ponerle un punto final definitivo a esta etapa oscura de la historia de su país.
El caso mexicano es aún más escalofriante. Desde finales de 2006, cuando el expresidente Felipe Calderón le declaró la guerra al narco y decidió la intervención militar en el conflicto con los carteles, se calcula que hubo no menos de 300 mil asesinatos y desapariciones. Sólo en 2019, el peor año, las víctimas fueron más de 30 mil. Muchos militares empoderados por esta guerra ahora son jefes criminales, a cargo de sus propios carteles. Muchos funcionarios civiles que la promovieron resultaron cómplices y hoy están presos.
Evitar que el país se deslice por esa pendiente debería ser la prioridad número uno de toda la clase política argentina, sin distinción política o ideológica. Por el contrario, lo que observamos por estos días son peleas mediáticas entre funcionarios oficialistas incapaces de resolver el problema y propuestas irresponsables por parte de precandidatos opositores, que en caso de concretarse terminarían por configurar un escenario de pesadilla, difícil sino imposible de revertir, cuyas consecuencias pueden durar décadas. Un punto de no retorno.
Es importante resaltar que el narcotráfico, como otras formas de mafia, es un fenómeno territorial. Las bandas se disputan calles, barrios y ciudades enteras, sin importar el costo en vidas inocentes. No solamente entre sí sino, además, con otros dispositivos de organización social. Entre ellos está la militancia política. Sin ese enfoque, resulta difícil explicar por qué prendió en la provincia de Santa Fe y en Rosario en particular. Entre otros factores (el puerto, por ejemplo), hay que entender que el narco ocupó un lugar vacío.
La provincia estuvo gobernada desde el retorno de la democracia hasta comienzos de este siglo por el peronismo, que durante dos décadas estableció en el Gran Rosario un aparato de militancia y control territorial formidable, organizado desde la cúpula del Estado santafesino y articulado alrededor de punteros y unidades básicas. Con el triunfo del socialismo de la mano de Hermes Binner, en 2007, esa estructura, ya sin los recursos de la gobernación, retrocedió, y no fue reemplazada con un armado similar por el nuevo gobierno.
Allí fue cuando comenzó a expandirse el problema. Una parte de ese espacio vacío fue reclamado por los movimientos sociales, que a partir de la crisis de finales de los 90s crecieron y se establecieron como un actor protagonista en los barrios. La otra parte la ocuparon los narcos. El conflicto entre el narcotráfico y las organizaciones de base, desde entonces, es permanente, porque trabajan en los mismos barrios, recorren las mismas calles y compiten por el mismo territorio.
El salto en la densidad de la violencia se dio unos años más tarde, entre 2012 y 2013. A comienzos de ese año la trama tomó por primera vez la agenda nacional por asalto luego de que un grupo de soldaditos balease a tres militantes del Movimiento Evita. Escenas de una batalla que, desde entonces, se volvió cotidiana, y que dan cuenta de las formas, desiguales, que encuentra la sociedad para combatir aquello que el Estado no alcanza a resolver, cuando no resulta cómplice.
Además de la militarización del conflicto, la segunda propuesta más taquillera de Bullrich para estas elecciones es la eliminación de los planes sociales, con el consiguiente debilitamiento de las estructuras en el territorio de las organizaciones sociales. Resulta difícil pensar una combinación de medidas que resulte potencialmente más dañina que cederle los barrios al narcotráfico y escalar los niveles de violencia introduciendo a las Fuerzas Armadas. Es la receta segura para un desastre que dure generaciones.
Lo más peligroso es que se trata de dos medidas políticas que, cualquier candidato que desee implementarlas, puede hacerlo a sola firma en su primer día de gobierno. Un par de decretos y no hay marcha atrás. Una vez que comienza, una vez que el narcotráfico se hace dueño del territorio y el ejército se despliega en la ciudad, ya no hay marcha atrás. Un proceso irreversible. Un punto de no retorno. La última oportunidad para frenarlo es en las urnas, algo que nadie, en el Frente de Todos, parece comprender.